Resulta claro que en nuestro país el esquema dual es más aplicable en el fútbol que en la política. Pues mientras en política es esperable que una persona hoy vote al partido A, mañana vote al partido B, y pasado el partido A se junte con el partido B para derrotar al partido C, y la persona en cuestión vote al partido D porque está disconforme con el partido C al que sin dudas votará en el balotaje, en fútbol las estructuras son mucho más sólidas, y es de esperar que a partir de cierta edad una persona elija un equipo y le sea fiel durante toda la vida.
Pues son escasos los casos de personas que son realmente hinchas de un equipo y se terminan haciendo realmente hinchas de otro. Diferénciese del caso del hincha de Peñarol que se decía hincha de un cuadro alternativo hasta que llegó la Libertadores de 2011 y se colgó del alambrado al grito de “¡Peñarol nomá!”. Diría que sólo los futbolistas que se convierten en ídolos de sus equipos pese a haber sido hinchas del rival tradicional, son casos efectivos de “transformación” (el de Fernando Morena, el más emblemático). Pero en términos generales, uno es hincha de un equipo hasta que muere o hasta que pierde interés en el fútbol.
No sé si a usted le pasó, pero de chico yo solía ver todo en términos de “Nacional y Peñarol”, sobre todo en el universo deportivo. Básicamente, buscaba disciplinas en las que claramente hubiera dos protagonistas principales, y les adjudicaba los roles siguiendo pura y exclusivamente mis preferencias personales. No primaban criterios de índole histórico o sociológico, más bien que el que me gustaba más era siempre Nacional, y su enemigo era Peñarol. Luego, sí, buscaba paralelismos que sustentaran mi elección, supongo que para sentirme mejor conmigo mismo.
Me pasó, por ejemplo, con la Nba. Cuando a mediados de la década del 80 me enteré de la existencia de una liga de básquetbol en la que se jugaba algo bastante distinto a lo que en nuestras canchas duras y abiertas jugaban el “Peje” Larrosa y Carlitos Peinado, enseguida me vi obligado a tomar partido. En aquellos años la liga era dominada por los equipos más laureados, por lo que la selección fue sencilla: de un lado Los Ángeles Lakers, del otro lado Boston Celtics. Según el multigalardonado entrenador Phil Jackson, “una de las rivalidades más grandes de la historia del deporte”.1
No tardé mucho en inclinarme por los Lakers, aun antes de saber que los Celtics tenían una hinchada mucho más pesada que la de los angelinos, y que en los últimos 28 años han ganado apenas un título, lo que claramente los acerca a Peñarol. Un guiño para el lector y la lectora mirasoles: los Celtics tienen un campeonato más ganado, y un récord claramente positivo ante los Lakers en finales (9 a 3, incluyendo las ocho primeras).
Me pasó algo similar con la Fórmula Uno: por esa misma época Alain Prost y Ayrton Senna comandaban la categoría. El brasileño tenía mucho pundonor, era aguerrido, tomaba riesgos y hacía buenos cierres de carrera. El francés era más pechofrío y calculador, medio sorongo, y solía ganar las carreras sobre el final, aprovechando los errores del rival. Obviamente, me hice hincha de Prost.
La afición de Ben Johnson por las sustancias prohibidas me llevó a “nacionalizar” a Carl Lewis. Si hasta creía verle el escudo tricolor al “Hijo del Viento” mientras el canadiense le sacaba 30 metros de ventaja gracias al estanozolol. En el tenis de los ochenta era complicado establecer un esquema binario ya que las rivalidades no eran tan marcadas como lo serían más tarde con Sampras/Agassi y Federer/Nadal. De todas formas, me las ingenié para hacerme hincha del bolsilludo Iván Lendl (frío, inexpresivo y talentoso) en contra del manya de John McEnroe (siempre mal llevado y protestándole al árbitro cual Macaluso), y del también carbonero Boris Becker (arrojado, simpático y amante de la noche, no mencionaremos ninguna equivalencia vernácula para no herir la sensibilidad del Japo).
¿A qué voy con todo esto? A que deberá llegar el día en que nos sinceremos, y los hinchas de cuadro grande confesemos si somos realmente hinchas de “nuestro equipo”, o lo que realmente nos hace felices es ver perder a nuestro eterno rival. A usted, hincha de Nacional: ¿Neymar no le dio una de las mayores satisfacciones de los últimos tiempos con aquellos goles en la final de la Libertadores de 2011? Y usted, fanático carbonero, ¿acaso Liga de Loja y el Garcilaso no lo hicieron mucho más feliz que Damiani?
No quiero saber el éxito que tendría una audición dedicada a cubrir los partidos de los grandes pero haciendo fuerza por los rivales. Algo así como “Pasión tricolor” o “Fútbol a lo Peñarol” pero orientada a festejar cuando pierden Nacional y Peñarol, gritando a rabiar los goles de Rentistas y Juventud y respondiendo con un escueto “Gol, para mí en orsay” cada vez que nuestras instituciones más emblemáticas logran convertir.
Por último, una reflexión. Me pasé 38 años de mi vida cuestionándome qué lleva a una persona a ser hincha de cuadro realmente chico, de esos que no tienen la más mínima chance de sobresalir, y que basan su existencia en el capricho de un par de dirigentes que arrastran a un par de centenares de hinchas hacia destinos demasiado ambiciosos, como los de competir en el fútbol profesional. Sin embargo, me doy cuenta de que los hinchas de cuadro chico tienen una gran ventaja, pues cada fin de semana tienen chance de ser felices por partida triple: si ganan ellos, si pierde Nacional y si pierde Peñarol (en perfecto orden creciente de probabilidad).
Por eso, para el hincha de cuadro chico de mitad de tabla hacia abajo, nuestros respetos. n
1. Jackson ganó 11 campeonatos de la Nba como técnico, seis dirigiendo a los Bulls de Michael Jordan y cinco a los Lakers de Kobe Bryant. La afirmación citada aparece en el libro 11 anillos, de su autoría.