“Les digo a quienes están volviendo al partido, que estaban allí antes, se desilusionaron y se fueron: bienvenidos otra vez, bienvenidos a casa.” Esta es una parte del discurso pronunciado por Jeremy Corbyn en setiembre de 2015, luego de ganar las elecciones por el liderazgo del Partido Laborista británico.
Más de dos décadas después de la llegada de Tony Blair al mismo cargo, el partido se prepara para moverse en la dirección contraria. Blair había llevado a los laboristas por el camino de la “tercera vía”, abogado por el sociólogo Anthony Giddens, lo que significaba el abandono de la búsqueda de superar el capitalismo como horizonte político del socialismo. Las ideas de que era necesario aumentar la imposición sobre el capital y las grandes fortunas, de que el control social de la producción era preferible al privado y de que las organizaciones de trabajadores son el aliado natural de la izquierda pasaron en esos años de ser axiomas básicos a ser prejuicios o “vacas sagradas” que era necesario cuestionar o carnear.
El ascenso de la tercera vía empezó con la reforma del artículo 4 de la constitución del laborismo, que dejó de señalar a la socialización de los medios de producción como objetivo del partido, pasando a una redacción más ambigua y marquetinera que hace alusión al potencial de cada uno en la comunidad. En la siguiente campaña electoral el partido hizo un rebranding, presentándose como New Labour (nuevo laborismo), comunicando el comienzo de una nueva era, una renovación. Después de ganar las elecciones, Blair gobernó alternando medidas liberales (como reformas mercadistas en la salud y la introducción de tarifas en las universidades hasta entonces gratuitas) con políticas sociales. Pero, lejos, el evento que más marcó al nuevo laborismo fue su impulso a la participación del Reino Unido en la invasión a Irak de George W Bush. La transformación del laborismo fue tal que Margaret Thatcher llegó a llamar a Blair y el nuevo laborismo “su mayor logro”.
Uno de los pocos parlamentarios laboristas que votaron en contra de la guerra fue Jeremy Corbyn. Republicano (se niega a cantar “God save the Queen”), contrario al mantenimiento del armamento nuclear del Reino Unido y partidario de la renacionalización del ferrocarril, Corbyn estuvo en el ejecutivo del movimiento anti apartheid británico y fue el sucesor del histórico laborista de izquierda Tony Benn en la organización Stop de War, que se opone a la “guerra contra el terror”. A pesar de que su campaña para convertirse en líder laborista fue fuertemente resistida por un establishment blairista que presentó varios candidatos, la militancia de los sindicatos y de miles de jóvenes que ingresaban a la política partidaria por primera vez le dio una victoria aplastante, obteniendo 40 por ciento de ventaja sobre su rival más cercano.
Del otro lado del Atlántico, el Partido Demócrata se prepara para comenzar las primarias que elegirán a su candidato a presidente de Estados Unidos. Allí Hillary Clinton es la candidata del establishment, representante perfecta del giro a la derecha dado por el partido durante la presidencia de su esposo, Bill. El proceso fue bastante análogo: la elite partidaria cansada de derrotas electorales decide correrse al centro, recurre a la tercera vía de Giddens, hace un rebranding como New Democrats (porque todo lo que se corre a la derecha es renovado, actualizado, novedoso) y luego gobierna desregulando la actividad de los bancos, encarcelando a cientos de miles de pobres e invadiendo países.
No es que el Partido Demócrata, con su pasado segregacionista, fuera hasta entonces una referencia para la izquierda internacional. Pero sí era el partido que estaba situado a la izquierda en un sistema político sin izquierda, y no se puede negar que fue capaz en su momento de montar algo del orden de un Estado de bienestar en un país tradicionalmente hiperliberal e hiperresistente a la expansión del gobierno federal. Los New Democrats vieron a este legado como lastre, y construyeron otro.
Después de dos presidencias de Bush y dos de Obama, a pesar de la moderación y el belicismo de este último, la sociedad estadounidense se encuentra más políticamente polarizada que entonces, cansada de los políticos convencionales y sus dueños en las altas finanzas. Buscar el centro tiene cada vez menos sentido. Entonces, igual que en Gran Bretaña, apareció un retador: el venerable Bernie Sanders, ex alcalde de un pueblito, ex diputado y senador por el diminuto estado de Vermont, y veterano de las campañas de los derechos civiles de los años sesenta.
Algo curioso del senador de Vermont es que va a competir en las primarias sin estar ni siquiera afiliado al Partido Demócrata. Electo senador como candidato independiente y autodenominado “socialista democrático”, Sanders es el primer candidato socialista serio desde Eugene Debs en 1920, y presenta una plataforma que propone reinstaurar las regulaciones bancarias desmanteladas por Clinton, aumentar el salario mínimo y expandir la reforma de la salud lograda por Obama, reduciendo drásticamente el rol de los seguros privados. Nada radical. O sí, para Estados Unidos.
Estos dos candidatos tienen dos cosas en común: la primera, que se trata de políticos claramente de izquierda compitiendo con relativo éxito en dos de los pocos países donde ser llamado “conservador” no es un insulto (uno, en el país de Burke, el otro, en el de McCarthy); la segunda, que ambos decidieron competir dentro de partidos fuertemente derechizados en lugar de fundar nuevos.
Quizás las dos cosas estén relacionadas, no debe de ser fácil empezar un partido de izquierda en países como esos. Seguramente también hay un aprendizaje de cómo los sistemas electorales del tipo “ganador se lleva todo” abortan a los terceros partidos antes de que sean viables (los partidos verdes británico y estadounidense son buen ejemplo de esto), y de allí que muchos militantes vean, al contrario que en Grecia o España, que hay más chance disputando dentro de la ex izquierda que creando una nueva.
Pero sobre todo tienen en común encarnar memorias políticas de movimientos sociales que, si bien fueron derrotados y disueltos, se negaron a morir y plegarse al sentido común conservador. Sanders tiene 74 años, militó contra la guerra de Vietnam y marchó con Martin Luther King. Corbyn tiene 66, y acompañó al ala izquierda del laborismo en la lucha contra Thatcher. Son veteranos que nunca se fueron, y hoy son la herramienta usada por los más jóvenes para desderechizar a sus partidos y renovar a los renovados.
Es común pensar a los partidos como elites racionales que buscan ganar elecciones, pero los casos de Corbyn y Sanders, ganen o no, nos fuerzan a tener en cuenta la racionalidad de otros actores: la de los militantes hastiados con la estrategia elegida por cúpulas que con los años pasaron a representar más al establishment que a la razón de ser de los partidos. Los muertos que mató el centrismo gozan de buena salud.