En pleno apocalipsis sanitario, los obreros italianos tuvieron la valentía de hacer una exitosa huelga para garantizar la seguridad de millones de personas en varios sectores productivos. A pesar del clima de “union sacrée” que quiere imponer el poder, el conflicto capital-trabajo sigue en pie.
Cuando en la noche del sábado 21 al domingo 22 el primer ministro de Italia, Giuseppe Conte, finalmente apareció a dar una conferencia, los italianos llevaban horas esperándolo. Muchos de ellos no lo esperaban por pasión política, sino porque millones necesitaban saber si tenían que ir a trabajar el día lunes, si se debían (o podían) desplazar y organizar sus vidas. Sin embargo, Conte, considerado, por lo general, un buen orador, dio un insólito, breve y decepcionante discurso vía Facebook, donde en lugar de anunciar el ansiado bloqueo de toda producción industrial no esencial, se dedicó a ganar tiempo. Si millones de italianos tuvieron que esperar a la tarde del día siguiente para que las cosas más elementales de su vida cotidiana se aclararan, el lector de Brecha probablemente necesitará unos datos más para entender el porqué.
EL NORTE NO SE PARA. El norte industrial de Italia fue golpeado más que cualquier otro lugar por el covid-19. Hasta este miércoles 25, cuando Italia tenía aún poco menos de la mitad de los casos aclarados en Europa (las proporciones van disminuyendo día tras día, a medida que el virus se extiende por el continente), las tres provincias de Milán, Brescia y Bérgamo, con un total de poco más de cinco millones de habitantes –el 9 por ciento de la población de Italia–, sumaban el 27 por ciento de los casos positivos totales. La región de Lombardía, de la que las tres provincias son parte, cargaba con el 60 por ciento de los fallecidos, que al cierre de esta edición totalizaban poco menos de 8 mil, una cantidad mucho mayor que la de cualquier otro país, China incluida. Más allá de cualquier discusión sobre los pros y los contras de la organización social del norte italiano –una de las zonas más contaminadas del planeta, pero, al mismo tiempo, poseedora de un sistema sanitario considerado hasta ahora como magnífico y dominada por una ideología eficientista muy autorreferencial que pone la producción por encima de todo–, algo está, sin dudas, yendo fatal.
A nivel nacional, las escuelas y universidades llevan cerradas un mes y los docentes dictan sus clases por Internet, con la gran duda de cuántos estudiantes quedarán atrás. El sector terciario se ha convertido al llamado smart working y al teletrabajo. Otras áreas, como bares, restaurantes y turismo, simplemente murieron. Sólo la industria ha seguido de pie, bajo el supuesto de que el país no puede permitirse perder su lugar en los mercados globales. Bajo el optimista lema “no paramos” (de tintes negacionistas en esta coyuntura), sólo en las tres provincias nombradas 500 mil obreros han seguido en las últimas semanas tomando trenes, llenando ómnibus, abarrotándose en los subtes, atascándose en las colas. Incluso, han sido estigmatizados en los grandes diarios y en las redes sociales: ¿cómo se le ocurre a tanta gente hacinarse a las seis de la mañana en un tren o en un ómnibus en lugar de quedarse en sus casas? A pesar del cuidado individual o de las medidas que, en algunos casos, han tomado las fábricas para garantizar el distanciamiento social, miles de trabajadores se han contagiado y han seguido contagiando a otros, entre ellos, sus familias.
Como todos los habitantes de este planeta hemos entendido en estas semanas, el juego del coronavirus –ese estar viviendo todos juntos por primera vez y al mismo tiempo una pandemia mundial, conectados por Internet y encerrados– es también un juego de sensaciones, tal vez hasta de emociones: detalles que apenas se aclaran ya se aceptan como indiscutidos, pero que, sin embargo, hasta el día anterior no estaban claros para nada. Por eso es difícil culpar a los dirigentes empresariales o a los políticos por las decisiones tomadas en febrero. En aquella época era difícil prever el desenlace de la crisis que estamos viviendo sólo 20 días después. Sin embargo, ya para la tercera semana de marzo, con una crisis sanitaria evidentísima, el pedido del cierre de las actividades industriales no esenciales se venía fortaleciendo día tras día. Paralelamente, se venía fortaleciendo también la negativa de Confindustria, la mayor gremial empresarial y probablemente el mayor poder fáctico del país, que exige seguir produciendo a pesar de todo. Las ganancias, como siempre, van por delante de la salud.
LOS EMPRESARIOS ATACAN, EL MOVIMIENTO OBRERO RESISTE. Volvamos a Giuseppe Conte. Aquella noche del día 21, en su discurso en Facebook, el jefe de gobierno no pudo hablar claro con los italianos. Estaba peleando y perdiendo una pulseada con los empresarios. Confindustria imponía su ley y, a pesar de la catástrofe, hacía valer su poder frente a un gobierno débil. En la tarde del domingo, cuando ya las especulaciones habían pasado al nivel de gritos, por fin apareció un decreto sobre el cierre de actividades industriales: no se cerraría prácticamente nada. Con la excusa de que casi todas ellas servirían de una manera u otra al abastecimiento de alimentos, quedaba abierto casi todo, incluidas la industria armamentista y la aeroespacial.
Para entonces, sin embargo, la percepción popular de la situación ya había evolucionado. Pocos siguen dispuestos a tomar riesgos innecesarios en una Italia que roza los mil muertos diarios. Desde la mañana del lunes 23, de Piamonte, de Lombardía, de Lazio (la región de Roma) llegaron noticias de las primeras huelgas espontáneas, que pasaron por encima del débil liderazgo sindical de nuestra época. Es algo silenciado por los medios y muy estigmatizado por la política institucional y la opinión pública. Con la valiente excepción de algunos pocos intelectuales, el lenguaje aplicado a esta epidemia es bélico y belicista. Así, el obrero que decide cruzar los brazos es representado como un traidor, un desertor.
Sin embargo, la huelga ha sido acatada por los trabajadores que, con el pasar de los días, puestos entre la espada y la pared por miedo a perder el trabajo, ya no aceptan ser carne de cañón. El miércoles 25, tuvo adhesiones de entre el 60 y el 90 por ciento en Lombardía y en Lazio. Esta vez la medida fue convocada oficialmente por los sindicatos mayores, Cgil, Cisl y Uil, que ya amenazan con una huelga general. El éxito de la acción hizo que, en la tarde del mismo miércoles, los ministros Roberto Gualtieri, de Economía, y Stefano Patuanelli, de Desarrollo Económico, anunciaran un nuevo entendimiento entre empresarios y sindicatos. La lista de actividades hasta entonces consideradas indispensables se achicó un 30 por ciento: se entiende que ya no son esenciales la producción de neumáticos, máquinas agrícolas, productos químicos industriales, algunas materias plásticas, y que tampoco lo son un sinfín de actividades del sector terciario. Se calcula que de 12 millones de trabajadores considerados indispensables hasta la semana anterior, en Italia ahora trabajan unos tres millones menos. Con contradicciones, por supuesto: queda todavía en funciones la producción de armamentos, especialmente fuerte en la provincia de Brescia, aunque la sociedad civil pida con fuerza la conversión de esta industria de muerte en una que fabrique los aparatos sanitarios que faltan en los hospitales desbordados.
BIOPOLÍTICA DE LA CLASE OBRERA. Ya sabemos que el coronavirus Sars-CoV-2 está provocando rápidamente una mutación genética de nuestro estilo de vida y de nuestros sistemas democráticos, en los que la categoría foucaultiana de la biopolítica se vuelve aun más central que antes. Día a día se imponen esquematizaciones con las que los ciudadanos están aprendiendo –en el apuro y en la emergencia dictada por la catástrofe– a ver como naturales limitaciones a derechos fundamentales como la libertad de movimiento. Son limitaciones que corresponden a los proyectos de la extrema derecha soberanista y que dibujan una distopía autoritaria.
Debería preocuparnos que la opinión pública progresista acepte estas medidas con apenas un simulacro del debate necesario. La huelga de los obreros metalmecánicos italianos nos indica que si llegó la hora de la biopolítica del poder, también habrá que considerar la biopolítica de los cuerpos obreros, que no tienen por qué ser carne de cañón.