El covid-19 encontró a Estados Unidos mal preparado y peor gestionado por un presidente que durante un mes y medio desechó la realidad. La pandemia mostró, además, que, en un país donde el cuidado de la salud es básica y principalmente un negocio privado, la coordinación falla y los recursos escasean.
Desde Washington
Hasta este miércoles al mediodía se han confirmado en Estados Unidos casi 400 mil casos de infección con el coronavirus que causa la enfermedad covid-19, por la que han muerto en ese país más de 14.200 personas. El número de casos es el más alto del mundo; el de muertes va a la zaga de las 17.600 víctimas fatales en Italia y a punto de alcanzar las 14.600 de España.
Las cifras, sean cuales sean, son trágicas, pero las comparaciones alimentan la perplejidad: cada año, en este país de 327 millones de habitantes, hay entre 9,3 millones y 45 millones de casos de gripe común que dejan entre 12 mil y 61 mil muertos. Y el país continúa funcionando normalmente.
Ahora, el 75 por ciento de la población de Estados Unidos permanece recluido en sus hogares, con excursiones de enmascarados a los supermercados o farmacias. En las dos últimas semanas de marzo unos 10 millones de personas han solicitado el seguro de paro, un dato que no incluye a los millones de trabajadores en la “economía de la changa” que se han quedado sin laburo y sin ingresos, pero que en su calidad de contratistas-emprendedores-empresarios independientes no son, técnicamente, despedidos.
La economía de Estados Unidos, que salió en julio de 2009 de su peor recesión en ocho décadas, creció de manera lenta pero sostenida por 127 meses, con baja inflación y un índice de desempleo que, en los últimos cinco meses, ha rondado el 3,5 por ciento, el más bajo en medio siglo. Ahora los economistas advierten sobre una recesión peor que la del período 2007-2009 y un índice de desempleo que podría llegar al 30 por ciento, tres veces mayor que el de los peores tiempos de la Gran Recesión.
Pero lo más estremecedor para los estadounidenses en esta crisis es el rostro que ha emergido del sistema de salud del país más rico del mundo. En la cobertura constante y obsesiva con que los medios –en especial la televisión– sacan jugo a las audiencias, abruman y deprimen las historias de hospitales sin camillas, enfermeras y personal de ambulancia sin máscaras, médicos urgidos a trabajar sin descanso, escasez de ventiladores y ciudades enteras donde los hospitales están a punto de seleccionar cuáles pacientes recibirán atención y a cuáles se dejará morir.
MERCADO LIBRE. En Estados Unidos, donde hay 6.146 hospitales y sólo 965 son operados por gobiernos estatales y municipales, y 209, por el gobierno federal, healthcare o “cuidado de la salud” ha pasado a ser sinónimo de negocio privado. De ahí que, aunque la respuesta demorada, luego ignorante, luego contradictoria y, a esta altura, incoherente del gobierno federal pueda atribuirse en parte al presidente, Donald Trump, la realidad estructural es que este negocio es la peor forma de encarar un problema de salud pública a nivel nacional.
“El negocio llamado ‘cuidado de la salud’ organiza a los médicos y los pacientes en un sistema donde su relación pueda explotarse financieramente y pueda extraerse de los hospitales, clínicas, aseguradoras, de la industria farmacéutica y de los fabricantes de aparatos médicos tanto dinero y tan frecuentemente como sea posible”, escribía en noviembre de 2017 Nick Sawyer, del Departamento de Medicina de Emergencia de la Universidad de California. “Si es posible, cuanto más disconformes estén los pacientes de sus médicos, mejor para el negocio. En tanto persista esa dinámica, los pacientes y los médicos jamás estarán en la misma sintonía. Si lo estuviesen, sería la amenaza fatal para el negocio del ‘cuidado de la salud’”.
Estados Unidos tiene el sistema de salud más caro del mundo y el que peores resultados obtiene en comparación con otros países de nivel económico similar. Casi el 30 por ciento de ese costo se va para la administración de los servicios de salud, una maraña de compañías privadas que cobran lo que se les ocurre por los servicios médicos que eligen cubrir en porciones arbitrarias, y cuyo motivo primordial es asegurar e incrementar los réditos de sus accionistas.
Cuando un paciente va al hospital para una cirugía o para un parto, por ejemplo, le llegan luego las facturas separadas de las empresas que proveyeron: la ambulancia (si fue necesaria), el anestesista, los asistentes, la sala de operaciones, los radiólogos, los laboratorios donde se procesaron las biopsias, la farmacia que vendió los medicamentos posoperatorios, la atención psicológica, si fue necesaria, y de la empresa que opera la cocina del hospital. Los únicos que no cobran son los capellanes.
La presión por “producir” se refleja en médicos recargados de tareas administrativas y de pacientes, y en pacientes que encuentran médicos a quienes se les ha agotado “el idealismo brillante con que salieron de la facultad de medicina”, escribió Sawyer. “En las clínicas de primeros cuidados, los pacientes sienten que no se les presta atención porque los médicos tienen apenas 15 minutos para atenderlos. Los médicos sienten que no tienen tiempo para escuchar porque han de cubrir cuotas de pacientes.” A todo ello se suma el aluvión de avisos comerciales en radio, televisión, Internet y distintas publicaciones que promocionan medicamentos nuevos y milagrosos, en muchos casos para enfermedades que nadie conoce, y alientan al público a que pregunte al médico sobre esos compuestos.
Un argumento central del negocio de la salud contra la instauración de un sistema nacional de salud pública ha sido y sigue siendo que si eso sucede, habría una burocracia anónima que intervendría entre el médico y el paciente. Pero en el negocio actual son las burocracias de las empresas privadas las que multiplican el papeleo y le dicen al paciente qué médicos puede consultar, qué medicamentos están pagados parcialmente, cuáles clínicas u hospitales pueden atenderlo.
Mientras que en países con un sistema nacional de salud pública se hacen esfuerzos por la prevención, por la educación sobre la alimentación y las maneras de mantener a la población saludable, en el negocio de la salud estadounidense el enfoque está en realizar numerosos exámenes –a veces innecesarios y redundantes–, en administrar medicamentos y hacer cirugías, en vender aparatos y construir hospitales gigantescos. Los problemas de dieta, contaminación ambiental y hábitos insalubres no han de resolverse: si no hay enfermos, no hay negocio.
Este sistema opera sobre la falacia de la libertad individual de los consumidores. El asunto es que el consumidor puede elegir qué auto compra o qué ropas, comidas, entretenimientos y hasta qué empleos prefiere. Pero nadie elige enfermarse, nadie elige cuál enfermedad padecerá. El enfermo no tiene más opción que buscar asistencia médica.
La muy mentada reforma del sistema de salud que el presidente Barack Obama promulgó en 2009 –la más importante en el área de la salud en medio siglo– consistió mayormente en modificar las reglas con que operan las aseguradoras privadas para permitir que millones de personas, que no tenían seguro, pudieran adquirirlo. Uno de los aspectos sobresalientes del Obamacare fue la prohibición de que las aseguradoras rechacen a un solicitante, o le cobren más, por “condiciones preexistentes”, como lo hacían antes. Pero la incorporación de unos 20 millones de personas al sistema de seguros no quita el hecho de que las aseguradoras siguen siendo empresas privadas que, con esta reforma, aumentaron su clientela.
FEDERALES Y UNITARIOS. Este negocio –enfocado en la competencia y el lucro, que son los principios fundamentales de la empresa privada– ha crecido, por añadidura, en un sistema político en el que el gobierno federal tiene atribuciones limitadas y los gobiernos de los estados son muy proclives a reafirmar las suyas.
Como consecuencia de esa tensión dinámica que ha existido en toda la historia de Estados Unidos, no existen agencias o instituciones centralizadas que puedan mantener actualizado, digamos, un inventario de cuántas camas de hospital hay disponibles a nivel nacional, en qué medida puede ampliarse la capacidad de los hospitales, cuántas mascarillas o cuántos ventiladores hay que puedan movilizarse a dónde y cómo.
El gobierno federal mantiene reservas gigantescas de alimentos, medicamentos y equipos para emergencias, pero su distribución y transporte están sujetos a requisitos legales y a una colaboración delicada con los estados. A su vez, estos pueden contar con sus propias reservas, de las que el gobierno federal no tiene censo.
La llegada de la asistencia y los equipos de emergencia a la población debe transcurrir, a su vez, por los canales burocráticos, administrativos y empresariales, de hospitales y clínicas que pertenecen al sector privado. Estos hospitales y clínicas pueden tener su inventario de equipos para emergencias, pero no figuran en los cálculos nacionales porque no hay ni la obligación, ni el mecanismo para informarlos.
Cada uno de los 50 estados tiene sus propias juntas de calificación de médicos y personal de enfermería, sus reglamentos hospitalarios y sus leyes, que van desde diversas limitaciones del aborto hasta las decisiones sobre los pacientes desahuciados. Así fue que en la emergencia por covid-19, los estados y ciudades más afectados por la rápida propagación del mal salieron a gemir por la insuficiencia de equipos de protección personal para las enfermeras, los médicos, los socorristas. Y luego –muy a piacere del modelo de la salud privada– tuvieron que competir en el mercado libre para comprar los implementos necesarios.