Un suicidio interrumpe la fiesta de cumpleaños de un patriarca de la clase alta mexicana y deja al descubierto secretos, historias paralelas, deudas, mentiras, amor y conflictos morales que dislocan la vida cotidiana de la familia De la Mora.
Una suerte de sutiles comportamientos melodramáticos, cargados de contradicciones y fuerzas en pugna, destrozan los arquetipos de los personajes –a veces– unívocos de los culebrones clásicos. La serie original de Netflix, dirigida por Manolo Caro, toma la tradición de la telenovela mexicana y ubica en la plataforma virtual la consistencia de un género popular que conmocionó a televidentes de toda América Latina durante las décadas del 80 y el 90.
“No pongas condiciones/ basta de hipocresías/ soy la mujer tú el hombre/ solos frente a la vida/ un par de corazones buscando amor/ no me digas que no”, canta en el karaoke la actriz que interpreta a Virginia de la Mora, la inmensa Verónica Castro, recordada por ser protagonista de los teleteatros Los ricos también lloran, El derecho de nacer y Rosa salvaje. Encarnando a una mujer que se diferencia del estereotipo que llora y mendiga por el amor de un hombre que la engaña y la deja, Castro se arriesga a perder su lugar de diva y a interpretar con fuerza la ruptura de estructuras morales que su personaje de matriarca atraviesa durante la serie. La actriz-reina se expone, entra y sale de su zona de confort para articular con solvencia a Virginia, una señora que, ante el inminente desmoronamiento de su reino, decide evadirse fumando “faso” y reinventándose a sí misma. Verónica Castro es la tradición que se resignifica, que ya no juzga lo que no puede entender o domesticar, que acepta ceder para abrirse paso.
Un paneo muestra los preparativos del festejo onomástico en La Casa de las Flores, florería que administra Virginia de la Mora, y que recibe como herencia materna. Los invitados llegan mientras Mecano ilumina la escena y suena “Me colé en una fiesta”, como un guiño extradiegético. En una revisión impecable de la cultura pop mexicana, el dramatismo sostiene el esqueleto de la serie y contrasta con el humor patético e irónico que se introduce desde lo dialógico. Y, aunque la forma de articular las tonalidades y texturas del guion demuestra que el pop no es solamente fiesta y que las telenovelas no son sólo exageraciones banales, en cada episodio se retoma la concepción del melodrama clásico con momentos de canto y breves brotes festivos. Ciertos instantes épicos encadenan la trama: histriónicos travestis y drag queens hacen karaoke y cantan la música de Gloria Trevi, y un muchacho asume su homosexualidad oculta entonando “¿A quién le importa?”, de la cantante mexicana Olvido Gara, más conocida como Alaska. Los considerados himnos de las personas Lgtbiq+ hacen de banda sonora y envuelven una historia que ofrece secuencias de porno soft homoerótico y climas actorales excelentes.
A pesar de alejarse de las series sobre el narcotráfico, está presente el vínculo de corrupción entre la clase alta y la policía. Paulina de la Mora, hija de Virginia, intenta mantener el poder y el control sobre las situaciones familiares, aunque se muestre de aspecto frágil. Los acontecimientos la sobrepasan y la única ayuda que recibe viene de una abogada trans con quien mantiene una relación afectiva más que fuerte. La actriz Cecilia Suárez, que ya había trabajado junto a Manolo Caro en No sé si cortarme las venas o dejármelas largas, Elvira, te daría mi vida pero la estoy usando y La vida inmoral de la pareja ideal, hace del personaje un hallazgo que imanta y se destaca por una particularidad en la modulación de la voz, que al principio genera extrañamiento pero luego se torna una cadencia hipnótica.
Con dos próximas temporadas confirmadas, los espectadores anhelamos que la niña de 10 años Alexa de Landa tenga una mayor participación y vuelva a cantar, como lo hace Micaela de la Mora en el velorio de su madre con el tema de Yuri: “Sí para enamorarme ahora/ volverá a mí la maldita primavera”. Los 13 capítulos, que duran entre 27 y 37 minutos y pueden deglutirse de corrido, habilitan la reflexión sobre lo políticamente incorrecto en el arte y pretenden buscar otras formas de hacer humor, que en ocasiones bajan línea pero inmediatamente después nos sorprenden y lo cuestionan todo.