Al contrario de lo que podría imaginarse (y de lo que en ocasiones se quiere dar a entender), el foco de plombemia que prendió en La Teja a principios de los dos mil –y se extendió rápidamente a casi todo el departamento– está, aún, lejos de extinguirse. Sobre el significado de aquel movimiento rebelde de los tejanos envenenados y sobre la presencia silenciosa del plomo en el cuerpo de los uruguayos en la actualidad, Brecha conversó con viejos y nuevos protagonistas de esta larga pelea sin cuartel.
Hace 18 años, un viejo anarquista y un grupo de mujeres organizadas pusieron en vereda a todo el sistema político uruguayo. No pasa muy a menudo. Sucedió en La Teja, en 2001, y es una historia conocida. Al amanecer del siglo, Uruguay se encontró con lo que algunos –sin miedo a equivocar el diagnóstico– señalaron como uno de los más importantes eventos de “contaminación masiva” en la historia del país. El plomo (peligroso compañero de la aventura humana desde la antigüedad) había invadido el cuerpo de miles de niños y niñas de la periferia urbana de Montevideo, que enfermaban a montones sin saber por qué.
Migrañas. Anemia. Déficit intelectual. Convulsiones. Temblores. Retraso en el crecimiento. Dolores articulares, óseos, estomacales. Pérdida de apetito. Letargo. Irritabilidad. Agresividad. Pérdida de la audición. Los síntomas eran muchos y corrían como un reguero de pólvora. Sus desconcertados portadores –en su mayoría, habitantes de los márgenes urbanos– no hallaban más que respuestas esquivas, insuficientes o imprecisas en los centros de salud a los que llegaban (cuando llegaban) a plantear la consulta.
El tema fue esbozado originalmente por el periodista Carlos Amorín en las páginas de este semanario el 16 febrero de 2001. Con el título “Barrio de plomo”, se aseguraba que La Teja era, en ese momento, un “escenario de mega contaminación”; hipótesis que fue comprobada en una serie de reportajes que se sucedieron, madrugando a las autoridades respecto de un problema de grandes dimensiones y un barrio organizado para enfrentarlo. La Comisión Vivir sin Plomo (Cvsp), integrada mayoritariamente por mujeres desconcertadas pero valientes, se formó en La Teja desde abajo, con un articulador particular: Carlos Pilo, veterano anarquista y experiente obrero gráfico, conocía los efectos del metal en carne propia. El antropólogo Daniel Renfrew –uruguayo de nacimiento, pero residente en Estados Unidos– se sumaría por esos años a la comisión, que rápidamente fue dando forma a una pequeña máquina de guerra.
El viernes 28 de junio, Renfrew presentará en Montevideo su libro Vivir sin plomo,1 una investigación académica de una década acerca de la experiencia de los uruguayos con el mal del Saturno. En sus páginas, afirma: “Fue el primer problema ambiental que llegó a alcanzar la conciencia popular masiva, obtener una gran cobertura mediática y movilizar a las tres ramas de los poderes del Estado. A través de un profundo sentido de urgencia, el descubrimiento y el despliegue de la contaminación por plomo suscitó preguntas acerca de la naturaleza del riesgo ambiental urbano, la tensa y cambiante relación entre los ciudadanos y el Estado, y el paisaje social, económico y político transformador de un país en crisis”.
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Empleado en las más diversas áreas por los seres humanos desde hace aproximadamente 6 mil años ‒principalmente debido a su versatilidad‒, el plomo es estudiado como uno de los más arcaicos venenos industriales conocidos. Sus efectos nocivos, descritos tempranamente por Hipócrates, son relevantes en la historia antigua y moderna. Al punto, por ejemplo, de que se discute su papel en la caída del imperio romano, debido a las toneladas del elemento utilizadas por Roma, entonces, para componer artilugios de la vida cotidiana. Vinculado con Saturno por los alquimistas, el envenenamiento con este metal pesado (uno de los “siete metales planetarios”) se conoció como “saturnismo” desde tiempos remotos. En la modernidad, en tanto, estuvo presente en los más insospechados productos de la vida urbana y aumentó su incidencia con la industrialización.
A medida que el conocimiento científico sobre los efectos del metal fue avanzando, hacia la segunda mitad del siglo XX, comenzaron, a nivel internacional, los intentos –no del todo infructíferos– de que su afectación a gran escala en la salud pública disminuyera. Por ejemplo: bregando por la restricción de la utilización de plomo en la fabricación de combustibles o en la elaboración de pinturas.
Con el tiempo, los científicos apuntaron particularmente a un aspecto medular del problema: la salud infantil. Importantes alteraciones a nivel cognitivo y déficits significativos en el desarrollo llevaron a ubicar a la infancia como víctima principal del antiguo saturnismo. Se comprobó que la exposición temprana de los niños al metal genera efectos cuasi irreversibles en su desarrollo físico e intelectual. Así de simple. En el mundo contemporáneo, el viejo metal de Saturno se granjeó el apodo de “ladrón de inteligencias”. En este sentido, una de las principales batallas contemporáneas de la salud pública tiene que ver con bajar los niveles de plomo en sangre de la población. El valor estándar aceptado como “normal” en las últimas décadas había sido de 10 miligramos por decilitro de sangre. No obstante, este valor ha sido descartado, y actualmente –al compás de las investigaciones– se discute si debería rondar los 5 miligramos, con tendencia a una cantidad menor.
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En Uruguay, el empuje masivo de este proceso comenzó a abrirse camino desde La Teja, en el verano de 2001. Una vez que se supo que gran parte de la periferia montevideana estaba contaminada, nadie dudó en adjudicar aquella organización casi espontánea de los tejanos frente al plomo a una herencia histórica de un barrio que fue reducto de la resistencia y organización obrera durante el siglo XX. Algo prendió.
A partir de la presión social y las olas que surgieron desde la Comisión de La Teja, el Estado adoptó medidas concretas para combatir lo que se había convertido en un problema público, que hasta entonces desconocía. Por ejemplo, restringió la utilización de plomo en las pinturas, reguló el comercio de baterías, limitó el uso del metal en la fabricación de combustibles, realojó a barrios enteros y desarrolló estrategias varias a nivel de la atención en salud.
El antropólogo Daniel Renfrew reside en Estados Unidos, pero está de paso en Montevideo para presentar su libro acerca de la experiencia de 2001. Aprovechó esta semana para visitar a Carlos Pilo en La Teja, con Brecha como testigo. Ambos recuerdan historias de un grupo de vecinos (vecinas, habría que decir) que tuvieron que aprender química, geología y medicina de un tirón, para comprender a qué se atenían. “Al principio, en ese momento, éramos uruguayos enemigos del Estado, de la ciencia, etcétera”, recuerda Pilo. “Estábamos enfrentados a todos, porque no se sabía nada de este problema. Además, éramos pobres, de La Teja y negros. Reuníamos las condiciones para no importarle a nadie. Pero igual denunciábamos. Después fue cayendo gente como Daniel. Porque uno no sólo necesita rebeldía, también necesita conocimiento.”
“La lucha contra el plomo ha sido parte de la historia de los logros de Salud Pública de Uruguay”, opina Daniel. Y sintetiza: “Se redujo la cantidad de cientos de miles de niños contaminados (potencialmente) a mucho menos, se realojó a cientos de familias, se limitó la producción industrial. Pero de ninguna manera se erradicó. Se redujo el problema. Donde se busque el plomo hoy en día, se lo va a encontrar: en los suelos, en las casas, en las industrias. La exposición sigue. Una de las cosas diferentes, en 2001, fue la potencia simbólica que tenía el plomo, como metáfora. Se asoció con La Teja, con la militancia, con un montón de uruguayos que, con la crisis, cayeron en asentamientos contaminados, a un gobierno, a un modelo económico y político en derrumbe. Y lo interesante es que, cuando surgió la izquierda en el poder, el plomo ya no servía de metáfora, la historia ya no podía ser narrada de la misma manera, ya no era el símbolo del declive de aquel Uruguay. Entonces, uno de los desafíos era encontrar nuevas maneras de relatar esa historia, de construir otras metáforas. Tiene que haber una narración. Porque lo curioso es que, objetivamente, materialmente, el problema sigue ahí”.
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Actualmente, en Uruguay, la batalla institucional contra la contaminación pasa principalmente por el Departamento de Toxicología del Hospital de Clínicas. En concreto, por la Unidad Pediátrica Ambiental (Upa). Creada en 2010 –en la órbita conjunta de la Universidad y Asse–, la Upa se transformó en el principal órgano de referencia en salud en la materia, luego de que el Ministerio de Salud (MS) decidiera cerrar la Policlínica de Contaminantes Químicos Ambientales, conocida como “la clínica del plomo, en medio de controversias internas.
En Montevideo, donde se entiende que los niveles de contaminación son los más concentrados del país, la Upa trabaja en coordinación con el Servicio de Evaluación de la Calidad y Control Ambiental de la Intendencia. En 2014, gracias al financiamiento de una Ong extranjera, ambas instituciones llevaron adelante una intervención en asentamientos del departamento. Encontraron allí altos niveles de contaminación con plomo, a través de análisis del suelo con un dispositivo de rayos X. La estrategia, que fue adoptada de allí en adelante, es simple: se realiza una remoción del terreno contaminado, componiéndolo con nuevo material inerte. Lo llaman “sustitución de suelos”, según comentó a este semanario Hugo González, geólogo responsable del área Suelos, de ese servicio.
No por simple parece ser más efectiva. De un tiempo a esta parte, según supo Brecha, la estrategia comunal no se ha revelado como una solución definitiva, en virtud de la construcción de nuevos asentamientos aledaños en terrenos contaminados y la repetición de las prácticas que habían dado origen a la contaminación inicial. La solución “superficial” de la Intendencia fue admitida a este semanario por integrantes de la Upa, valorada ‒no obstante‒ desde el punto de vista médico. Al respecto, Amalia Laborde (especialista en toxicología y directora del Departamento de Toxicología del Clínicas), explicó a Brecha: “El norte terapéutico nuestro es ‘detener la exposición’. Claro que la forma es hacer calles, veredas y tener viviendas dignas. Esa es la forma, definitivamente. El tema es que eso son planes a largo plazo. Y el período de mayor vulnerabilidad de los niños es desde que empiezan a gatear hasta los tres años. Nosotros lo hemos visto en familias enteras. Entonces, limpiar las zonas es fundamental. Pero no es la solución definitiva. El tema es que, a veces, es la solución para detener el ingreso de plomo, porque después tenemos poca posibilidad terapéutica”.
Según el geólogo, las “sustituciones” no son el único trabajo que realiza la Intendencia. También realiza “monitoreos de viviendas” y evalúa la posibilidad de realojos o regularización de los terrenos, en busca de mitigar la contaminación y brindar otros servicios básicos. Esta es la estrategia más prominente del Estado actualmente en Montevideo, que se conjuga con un trabajo clínico, informativo y territorial de la Upa. Mayormente, según ambos profesionales, las intervenciones se realizan en la zona oeste de Montevideo.
Mientras que este pequeño engranaje clínico-administrativo está a cargo del Estado, la investigación científica en torno a la plombemia está vanguardizada por la Universidad Católica (Ucu). Laborde convino que este trabajo “es un debe” de la Universidad de la República (Udelar), cuyo trabajo actual en relación con la plombemia –en palabras de la propia doctora– “no existe”. Consultada acerca de si hay una relación académica con la Ucu, Laborde se limitó a contestar que no.
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“Nosotros somos una isla trabajando, porque Salud Pública no apoya en nada.” La exclamación corresponde a la doctora Elena Queirolo, quien fue la última directora de la llamada “clínica del plomo”, cuando en 2016 fue cerrada por el Msp, sin argumentos claros. Queirolo dirige, desde el Departamento de Neurocognición de la Católica, investigaciones acerca de la relación entre los metales pesados y el desarrollo intelectual de niños y niñas de la periferia de Montevideo. Desde allí, ha presentado datos acerca de la contaminación con plomo y sus efectos en la infancia, que le permiten afirmar con soltura que la plombemia sigue siendo un grave problema de salud pública que el Estado no ha asumido como debería.
Consultada por este semanario en relación con los efectos de la contaminación, mencionó que son múltiples, y la literatura científica lo asegura cada vez con menos dudas: “Trastornos de conducta es lo que más preocupa en este momento”, advirtió. “Dentro de eso, la impulsividad, la agresividad y la hiperactividad. Incluso, en algunos países se realizan exámenes de plombemia para determinar atenuantes ante un delito. Luego, si el niño tiene plomo, hasta los dos años va a tener asegurado un trastorno del lenguaje. También la coordinación visoespacial, la lectoescritura, la atención, la memoria, la visión, la audición, etcétera. Es una afectación directa del sistema nervioso.”
Queirolo establece una crítica frontal a los servicios públicos de salud, respecto de lo que entiende como una “omisión” delante del problema. “Salud Pública no podría decir nada de los barrios, si no es por lo que hizo la Universidad Católica. Si ellos no van a los barrios, ¿cómo podés decir que Peñarol está o no está contaminado? Para ellos, no hay ningún problema. ¿Cómo vas a decir algo de Colón si no fuiste? Es como un juego de niños. Me tapo los ojos y juego a que el otro no está ahí. Pero esto de inocencia no tiene nada y de estupidez tiene mucho. Porque esto es como meter la cabeza adentro de una olla y decir: ‘El problema se fue’.”
Su visión recoge una demanda que está latente desde 2011 y tiene que ver con que nunca se realizó un estudio epidemiológico para determinar la real prevalencia de la contaminación a nivel nacional. Por tanto, se niega a afirmar que el problema es menor que el de 2011. “Hay formas muy fáciles de decir que esto se acabó”, plantea. “Por ejemplo, decir que no hay más casos. ¿Cómo que no hay más casos? ¿Dónde no hay más casos? Lo peor que se puede decir es que los casos bajaron. Eso es una falacia y una mentira. La plombemia no bajó, porque no hay estudios que lo avalen.”
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La directora del Departamento de Toxicología, Amalia Laborde, comparte que no existen datos de fondo que permitan hacer evaluaciones terminantes sobre la situación actual de la plombemia en relación con 2001. “No lo sabemos”, contestó cuando fue consultada por Brecha acerca de la prevalencia actual: “No sabemos cuántos niños y niñas están contaminados. Ese estudio nunca se realizó y es un estudio que requiere de la participación intersectorial. Es un estudio complejo y costoso”.
La especialista sostuvo, no obstante, que ‒en lo sustancial‒ el problema no ha variado demasiado, en el sentido de que predomina en sectores de mayor pobreza, relacionada con las actividades económicas de reciclaje y las manipulaciones y el almacenamiento de metales. Geográficamente, se trataba, sin dudas, de la periferia de Montevideo y, en especial, los asentamientos. “Atrás del plomo, básicamente, lo que se encontró en La Teja y en otros lugares fue carencias habitacionales, nutricionales, falta de acceso al agua potable, a la higiene, etcétera. A lo que se sumaban los trabajos informales que implicaban un riesgo de exposición”, detalló.
Para la toxicóloga, sin embargo, hoy el plomo no es un problema de “barrios contaminados”. Aludió, en cambio, a “manchas de contaminación en toda la ciudad y en todas las urbanizaciones”, que pueden ubicarse tanto en Montevideo como en el interior del país: Young, Canelones, Paysandú, Salto, etcétera. “No quiere decir que la contaminación es más extendida. Sí que hay zonas con alto nivel de contaminación”, aclaró Laborde. Y agregó: “La principal fuente que nosotros identificamos hoy es la acumulación y el manejo de chatarra metálica con un fin comercial (de lo que hoy llaman ‘minería urbana’). Basta ver los carteles de ‘compro plomo’ en algunos lugares. También encontramos las quemas de cable, que constituyen una fuente de exposición en lugares de asentamientos precarios, donde los territorios comunes y de vivienda están muy mezclados. Hay zonas donde se encuentra una quema al lado de la otra. Hay muchas familias que están en el más alto riesgo. Porque esas actividades (que implican liberar polvo o humo con plomo, o dejar restos en el piso) contaminan a niveles muy elevados”.
Consultada por las consecuencias de la contaminación, opinó: “No hay duda sobre los riesgos de la contaminación con plomo. Sin embargo, no es una prioridad de las políticas sanitarias. El plomo no solamente afecta el desarrollo neuropsicológico de los niños, sino que además es un factor de riesgo absolutamente definitivo en enfermedades cardiovasculares: en hipertensión arterial, en accidentes cerebrovasculares y en problemas cardiológicos en general”. Respecto del papel que está jugando el Msp, Laborde juzgó: “Se necesita una actitud más positiva, investigando y reconociendo dónde están los riesgos, facilitando las capacidades para la intervención, etcétera. No somos un país con valores muy altos, pero no escapamos a la realidad regional e internacional”.
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Es un consenso en la comunidad científica mundial la aceptación de los efectos irreversibles del plomo a nivel intelectual y cognitivo. Sin embargo, en Uruguay, nadie parece arriesgar públicamente una opinión certera acerca de qué fue de aquella generación entera de niños y niñas pobres de las periferias urbanas de Montevideo, que durante años fueron envenenados por el metal maldito. Pero todos lo intuyen. Luego de menuda experiencia, nadie sabe responder tampoco, a ciencia cierta, cuáles son las dimensiones actuales de un problema que sigue entre nosotros.
De pocas pulgas, Carlos Pilo, anarco de viejas mañas, se inclina sobre una silla y sostiene una mirada acuosa y desafiante. Dieciocho años después, levantando la voz, sigue entendiendo el asunto sin demasiadas vueltas, al modo tejano: “¿Sabés, hermano, cuándo se va a terminar la contaminación? Cuando tengamos derecho a la cultura, a la vivienda y al trabajo digno. Mientras haya cante, gente que se reproduce en las peores condiciones, que vive en piso de tierra, que pasa hambre, pasa miseria, pasa violencia, mientras exista eso, el tema del plomo no se va a terminar”.
1. Life without Lead. Contamination, Crisis and Hope in Uruguay, University of California Press. 2018. Presentación: viernes 28 de junio en el Espacio Interdisciplinario. Udelar.
[notice]Números oficiales de la plombemia, según el Ministerio de Salud
No se va
De acuerdo a una serie de ordenanzas internas, el Msp recibe periódicamente los registros de casos de afectación por contaminación con plomo por parte de los efectores de salud. A fines de 2018, el ministerio contestó a un pedido de informes de la senadora Carol Aviaga (PN) respecto del tema. Aunque en el documento las cifras cedidas por la cartera se encuentran discontinuadas, allí se certifica que en los últimos años se han registrado casos de egreso hospitalario por intoxicación con la sustancia (que han requerido internación). Fueron ocho en 2011, 33 en 2016 y siete en 2017 (en 2013, 2014 y 2015 no hubo egresos). En cuanto a los casos de plombemia que no implicaron una internación hospitalaria (y se clasifican como “exposición ambiental”), se incluyen las siguientes cifras:
2001 | 2002 | 2003 | 2005 | 2006 | 2007 | 2008 | 2009 | 2010 | 2015 |
5.942 | 1.931 | 873 | 1.768 | 1.591 | 1.260 | 128 | 621 | 275 | 452 |
Además de presentar cifras incompletas, el documento aclara: “El mayor número de plombemias reportadas en el año 2001 se atribuye a una mayor demanda para su determinación vinculada a la contaminación ambiental en el barrio La Teja”. Al no estar sujetas a un estudio epidemiológico, las cifras corresponden únicamente a los casos en los que los afectados tuvieron contacto con un servicio de salud.
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