Es gracioso lo que puede suceder con los títulos en español de los filmes en otro idioma. El sencillo y elocuente “El fundador”,1 que sería la traducción directa y eficaz del título original, es acá sustituido por este Hambre de poder. Podría haber sido “Sed de poder”, o “Ansias de poder”, tan traficados, o alguna variante así. Pero dado que el asunto de la película es cómo McDonald’s llegó a transformarse en la más poderosa empresa dedicada a la comida rápida –el contemporáneo y saludable término “comida chatarra”, obviamente por razones de época y vaya a saberse por cuáles más, no se menciona en ningún momento–, lo del hambre pega que ni pintado.
El hambre apurada de centenares de ciudadanos de los años cincuenta era la que satisfacían, a muy económicos precios, los hermanos Dick (Nick Offerman) y Mac (John Carroll Lynch) McDonald en la localidad de San Bernardino, California. Lugares de comida rápida ya había muchos en Estados Unidos, pero los hermanos diseñaron un sistema de producción y comercialización perfectamente orquestado en todas sus partes para que la popular hamburguesa llegara rápidamente al buche de los clientes sin perder ninguna de sus características en ninguna de sus unidades, y dejando de lado platos y cubiertos. (Una de las mejores escenas es la toma cenital que muestra cómo los hermanos ensayan variantes de desplazamiento para todo su personal en torno a figuras geométricas dibujadas en el suelo de una cancha de tenis, hasta obtener el diagrama perfecto para la funcionalidad de su cocina y el mostrador de ventas.)
Hasta la hamburguesería de los hermanos llega un afamado pero no muy exitoso vendedor de batidoras, Ray Kroc (Michael Keaton), que impresionado por la eficiencia del sistema les propone a Mac y Dick, y sobre todo se propone a sí mismo, convertir el próspero pero localmente acotado negocio en un multinegocio. Y lo consigue; no hace falta ver la película para saberlo, pero lo que ésta se encarga de mostrar son los caminos de astucia y de aprovechamiento de oportunidades que va manejando Kroc para llegar a eso, y cómo la obsesión por su “descubrimiento” lo lleva, a cierta altura, a barrer con cualquier escrúpulo. Es como la contracara de Tucker (1988, Francis Ford Coppola), a quien el tamaño de su ambición llevó a la derrota por enfrentarse a poderosos intereses en el mismo ramo.
Dado que los McDonald, sin aspirar a mucho más, estaban de lo más contentos con el éxito de su negocio local y se resistían, a partir de cierto momento, a las audacias crecientes de Kroc, el filme podría ser un interesante manual para entender, al menos en parte, las diferencias entre dos formas de capitalismo. Las simpatías del director, John Lee Hancock (El sueño de Walt), y del libretista, Robert Siegel, van indudablemente hacia los hermanos McDonald, pero la figura fuerte, el protagonismo, es de Kroc. Desprejuiciado, atento, todo ojos y oídos a los detalles que mejoren su propuesta, animado por un eficiente Michael Keaton –mucho más controlado que en la insoportable Birdman–, este personaje refleja muy bien esa mentalidad de conquista que sustenta la mitología estadounidense del “tú puedes”, de la religión del éxito, y sí que hay más de una alusión a las relaciones entre cómo conseguirlo y la religión, o cierta forma de ella. Kroc se autohipnotiza con su machacona apelación a la persistencia. Esa combinación de simpatía por el “buen estadounidense medio” –los hermanos– y el dinamismo que emana del personaje de Kroc termina otorgándole a la película un aire de ambigüedad que ha permitido distintas lecturas en cuanto a sus intenciones. Denuncia, retrato del triunfo. Bueno, hay de los dos.
- The Founder. Estados Unidos, 2017.