Pese a su altura, a su extraño rostro de fuertes facciones y mirada intensa en unos ojos estirados y claros, atributos que en el Hollywood del star system sólo podían allanarle el paso a participaciones como actor de reparto, Martin Landau, aunque ya maduro, sí pudo llegar al “estrellato”. Antes, el larguirucho nacido en Brooklyn en 1928 que empezó aun adolescente como dibujante de tiras cómicas –en el New York Daily News– había debutado en Broadway, estudiado en el Actor’s Studio de Lee Strasberg y participado en papeles secundarios en algunas películas, y en roles destacados en la televisión. Como actor de reparto, en papeles de distinta relevancia, revistó bajo las órdenes de Hitchcock en 1959 en Con la muerte en los talones (haciendo de villano, el que se cae en el monte Rushmore), de Joseph Mankiewicz en Cleopatra (1963), de George Stevens en La más grande historia jamás contada (1965) o de Henry Hathaway en Nevada Smith (1966). Se volvió asimismo un rostro popular gracias a su participación en series televisivas de los años setenta, como Superagente 86, Columbo, y especialmente Misión imposible. En 1988, con 60 años, Landau pareció ingresar en un nuevo camino donde cosechó sus mayores éxitos y un montón de premios, camino que inició ese año con Tucker, un hombre y su sueño, de Francis Ford Coppola, por la que fue propuesto a un Oscar, que no ganó. Pero vendría su impresionante desempeño en Crímenes y pecados (1989) de Woody Allen, como el asentado oftalmólogo que asesina a la exasperada amante que amenaza con arruinar su vida, y la culminación de Ed Wood (1994), de Tim Burton, donde interpreta con brillo y humor a Bela Lugosi, obteniendo al fin el Oscar y una adicional catarata de premios. Con más de setenta películas y decenas de telefilmes y series en su haber –su última actuación, en Entourage, es de 2015–, también maestro de actores en su Actor’s Studio, Martin Landau, fallecido el 15 de julio, fue un trabajador incansable en realizaciones que no siempre estuvieron a su altura.
Un día después que Landau, murió George Romero (1940), precursor en un tema que el cine explotaría hasta el cansancio –y el disparate– en décadas sucesivas. Así como Roman Polanski preanunció la moda del diablo con El bebé de Rosemary (1968) –moda inaugurada a todo trapo cinco años después con El exorcista–, en el mismo 1968 Romero introdujo a los zombis en la mitología cinematográfica –y en el incansable cálculo de las productoras– con La noche de los muertos vivientes. Con un protagonista negro, Duane Jones –algo absolutamente inédito en esa época–, en un inquietante blanco y negro y con un velado trasfondo de crítica social, la empresa independiente de Romero y sus amigos recaudó 30 millones de dólares con una película que costó 100 mil, que se convirtió en una suerte de clásico en un género por entonces bastante devaluado. La siguieron El amanecer de los muertos (1978), El día de los muertos (1985), Tierra de los muertos (2005), El diario de los muertos (2007) y La reencarnación de los muertos (2009). Además de la saga zombi, Romero realizó otras películas, como Knightriders (1981) o la exitosa Creepshow (1982), con libreto de Stephen King, de quien adaptara también su novela homónima La mitad siniestra en 1993. Como en alguna película fantástica, el invento mató al inventor, y la explosión de zombis en cine y televisión, destripando gente, primero, y convirtiéndose en dramáticos y hasta amigables monstruitos, después, anestesió a un público ya altamente masificado, distinto de aquellos amigos del puro y simple terror que convirtieron a La noche de los muertos vivientes en una película de culto.