Las cosas suceden en su tiempo real, y suceden además por los relatos –literarios, cinematográficos, pictóricos– que se han hecho sobre ellas. Así, puede causar extrañeza, a lectores y espectadores que han abrevado en innumerables manifestaciones muchísimo, si no todo, sobre la Segunda Guerra Mundial y lo que fue y significó el nazismo, el primer dato que aporta esta película. Que es: en Alemania, a 13 años del fin de la guerra y de la derrota de Hitler, muchos alemanes, probablemente una mayoría, no tenían idea, por ejemplo, de qué fue Auschwitz. Como al final un letrero informa sobre la verdad de los hechos que aquí1 se narran, y en qué culminaron, habrá que aceptar entonces lo que la película enseña: que los que eran niños durante los últimos años de la guerra no sabían nada del asunto, y que los que ya eran adultos eligieron borrarlo. Y pensar que Noche y bruma, de Alain Resnais, es de 1955… Esa gente no iba al cine.
Es 1958, y el joven fiscal Jonathan Radmann (Alexander Fehling), alguien que encarna la rectitud extrema pero por ahora está constreñido a ocuparse de las faltas en el tránsito, se sorprende al igual que todos los de su edad en la Fiscalía cuando el periodista Gnielka (André Szymanski) lleva la noticia de que alguien que trabajó en Auswichtz es maestro en una escuela primaria, y los increpa cuando comprueba que ninguno de ellos sabe qué fue Auswichtz. Gnielka no sólo introduce al intonso Radmann en un mundo bohemio y noctámbulo sino que será también su guía en el comienzo de la identificación de esos criminales de guerra que viven normalmente como un ciudadano cualquiera. Y uno de los amigos del periodista, Simon Kirsch (Johannes Krisch) será el que dará el toque definitivo al interés, luego devenido obsesión, del joven fiscal por desenmascarar a esos criminales, al revelarle el destino que les cupo a sus pequeñas mellizas en manos de Mengele. Radmann tendrá que vérselas no sólo con la dificultad de identificar a esos tipos sino con la de obtener los testigos que los identifiquen, y con los palos en la rueda que le pone alguno de sus superiores y otros, poco interesados en turbar una paz cimentada en un conveniente olvido, porque, como le dice un oficial de la embajada de Estados Unidos –y estamos en plena Guerra Fría–, ahora “el enemigo es otro”.
La película es el repaso a los trabajos de Radmann, los problemas para llevarlos a cabo –sólo el fiscal general Bauer (Gert Voss)– le da un apoyo que resultará fundamental–, y los costos emocionales y afectivos que tal camino le va deparando. Laberinto de mentiras, postulada al Oscar para representar a Alemania, es una de esas películas justificadas por su tema.
Vaya tema. Con sus subtemas: la frágil línea entre la “obediencia debida” y la criminalidad, por ejemplo (y cualquiera entenderá que eso no es sólo asunto de los alemanes, o del pasado). Pero el director Giulio Ricciarelli (sí, así se llama), como si temiera que mucha gente aún esté en la situación de Radmann al empezar la película, eligió una forma didáctica, pausada, detallista en la información y previsible en la resolución, con un tratamiento visual chato y parejo, una música que apoya cada situación, como para que todo sea comprendido aun por el menos formado o informado. No hay ninguna sutileza ni estallido que pueda hacer pensar, sorprender o iluminar, alguno de esos momentos de cine que electrizan la sensibilidad del que mira y parecen justificar toda una película. Información, sí. El asunto (real) culminó en un gran juicio en la República Federal de Alemania que, bastante después de Nú-remberg, llevó a juicio y condenó a los reciclados asesinos nazis de segunda fila que pretendían continuar con sus vidas como si nada.
El asunto en sí es estremecedor. Pero ese despertar de Alemania debió merecer una película más honda.
1. Im Labyrinth des Schweignes. Alemania, 2014.