La sangre cubre el rostro de Fabiola. No puede ver. Tiene 36 años y ya no volverá a ver nada, nunca más. Un policía le disparó una bomba lacrimógena a escasos metros de distancia, cuando salía de su casa rumbo al trabajo. Sin advertencias ni provocaciones, la bomba impactó con violencia sobre su rostro, reventando el ojo izquierdo, astillando sus huesos y destrozando por dentro el ojo derecho. Pero Fabiola todavía no lo sabe. Hasta el día de hoy se encuentra en un estado de coma inducido.
“Yo me cuidaba de los delincuentes y ahora me voy a tener que cuidar de Carabineros para que no me maten”, acusó la hermana de Fabiola con la voz quebrada a la radio chilena Adn (28-XI-19). A la luz de los hechos, su frase no es exagerada. Desde el inicio del estallido social en Chile, el 18 de octubre pasado, se hizo patente que la violencia policial estaba quebrando todos los protocolos. Primero con una ola de denuncias en tiempo real que desbordó las redes sociales y llegó a inundar las salas de prensa, los noticiarios televisivos, hasta los discursos de distintas autoridades extranjeras. Luego lo comprobó con hechos el demoledor informe de Amnistía Internacional, y, ahora por último, el de Human Rights Watch (Hrw). Ambos reportes documentaron la misma violencia en distintas ciudades del país: detenciones arbitrarias, golpizas, torturas, disparos y abusos sexuales contra manifestantes por parte de Carabineros (la policía nacional) y las fuerzas armadas.
Los testimonios que se acumulan en las páginas de los informes dejaron al descubierto la máquina de violencia que se echó a andar para reprimir una protesta multitudinaria y transversal, que ni las mentes más incendiarias habían podido imaginar en el Chile de hoy. Un joven que recibió balines en ambos ojos mientras tomaba fotos, mujeres detenidas obligadas a desnudarse para ser tocadas por los uniformados, un joven homosexual que fue violado con un bastón de la policía, detenidos golpeados luego de ser colgados desde las esposas e incluso un hombre que fue asesinado a golpes entre un grupo de carabineros son algunos de los ejemplos más cruentos.
La cifra de fallecidos subió a 23 con la muerte de Abel Acuña a mitad de noviembre, un joven de 29 años que sufrió un paro cardíaco en medio de los gases lacrimógenos en Santiago, mientras los paramédicos que intentaban ayudarlo eran agredidos por la policía.
Según el Instituto Nacional de Derechos Humanos (Indh), en los 47 días que lleva el estallido social, más de 240 personas han sufrido lesiones oculares por acción de la policía. La institución ha presentado más de 670 acciones judiciales, incluyendo 517 querellas por torturas y tratos crueles, 106 querellas por violencia sexual y 15 querellas por homicidio consumado o frustrado, de acuerdo al último recuento publicado el 3 de diciembre. Un dato escalofriante es la alta cifra de menores de edad involucrados: sólo entre las víctimas representadas por el Indh en estas querellas hay casi doscientos menores de 18 años. En sólo un mes de protestas, la institución presentó cuatro veces más querellas que todas las interpuestas durante los últimos nueve años, y casi el doble por torturas.
LA RESPUESTA DE PIÑERA. La primera reacción del gobierno de Sebastián Piñera fue un apoyo irrestricto al actuar de Carabineros. “Estamos en guerra contra un enemigo poderoso”, dijo el presidente durante la primera semana de manifestaciones. Una frase que ya había usado en años anteriores para referirse al narcotráfico y a la delincuencia en general. Hoy esa máxima se ha transformado en uno de los argumentos basales tanto de la acusación constitucional que inició la oposición en su contra por las violaciones a los derechos humanos como de una querella por crímenes de lesa humanidad interpuesta por un grupo de abogados.
El informe de Amnistía Internacional, publicado a fines de noviembre, golpeó con dureza en La Moneda. El reporte concluyó que las fuerzas de seguridad en Chile están “cometiendo ataques generalizados, usando la fuerza de manera innecesaria y excesiva con la intención de dañar y castigar a la población que se manifiesta”, y apuntó directamente a la responsabilidad de mando. “En vez de tomar medidas encaminadas a frenar la gravísima crisis de derechos humanos, las autoridades bajo el mando del presidente Sebastián Piñera han sostenido su política de castigo durante más de un mes, generando que más personas se sumen al abrumador número de víctimas”, dijo a la prensa Erika Guevara, directora para las Américas de Amnistía Internacional. El gobierno rechazó el informe e insistió en que Carabineros y las fuerzas armadas actuaban de acuerdo a sus protocolos. Pero la gravedad de las denuncias comenzó a correr el cerco: “Si no se cumplieron esos protocolos, que yo creo que en algunos casos es posible que no se hayan cumplido, eso va a ser investigado”, dijo Piñera.
El informe de Hrw, que surgió luego de que el propio gobierno invitara a esa organización a evaluar la situación del país, también comprobó las graves violaciones, pero llegó a una conclusión distinta respecto a los responsables. “Los abusos durante el período de detención y las graves lesiones sufridas por cientos de manifestantes ocurrieron en gran medida debido a falencias estructurales para asegurar una adecuada supervisión y rendición de cuentas por las actuaciones de Carabineros”, reza el informe. En otras palabras, centra la responsabilidad en los altos cargos de Carabineros y su descalabro interno, no en la cadena de mando que podría llegar hasta el presidente.
La reacción del gobierno cambió entonces de tono. “Este informe nos entrega una serie de antecedentes que sin duda nos preocupan y que, por supuesto, recibimos con dolor, pues da cuenta de graves vulneraciones a los derechos de las personas”, sostuvo en una conferencia de prensa la subsecretaria de Derechos Humanos del gobierno. Lo planteado por Hrw podría transformarse en la salida menos dañina para la administración de Piñera, porque implicaría limitar la responsabilidad, y por ende el castigo, a una institución que comenzó a morir por dentro hace años.
LA DESCOMPOSICIÓN DE CARABINEROS. El primer gran golpe a la imagen de Carabineros fue la malversación de fondos que se descubrió dentro de la policía nacional a comienzos de 2017. Una asociación ilícita, dirigida y protegida por el alto mando de la institución, que extraía dinero fiscal de manera sistemática para beneficiar principalmente a oficiales y altos cargos. El caso se transformó en el fraude más grande de la historia de Chile, con más de 36 millones de dólares malversados. La prensa documentó ampliamente cómo la corrupción se extendía también a todo tipo de contratos, licitaciones y compras públicas en muchos departamentos de la institución policial. Sin embargo, el general director de la época mantuvo su cargo.
Mientras la investigación por ese fraude seguía en curso, explotó la Operación Huracán. Una serie de reportajes publicados por el centro de investigación Ciper Chile develó la estrategia de una unidad de inteligencia de Carabineros de inculpar con pruebas falsas a un grupo de comuneros mapuche acusados de ataques incendiarios en el sur del país. La revelación empeoró la ya alicaída imagen de la institución frente a la ciudadanía y puso en tela de juicio el trabajo investigativo y pericial de la policía. Las sucesivas pruebas que se fueron acumulando tras la revelación inicial no dejaron espacios para las dudas. La unidad de Carabineros que ejecutó el plan fue disuelta, el aparato completo de inteligencia fue intervenido y el general director, con una larga carrera justamente en el área de inteligencia policial, tuvo que dejar el cargo.
Pero la caída en picada de Carabineros no se detiene ahí. En noviembre de 2018 un nuevo altercado en la zona mapuche puso en jaque a los agentes de seguridad. Camilo Catrillanca, un joven comunero de 24 años, fue asesinado de un tiro en la cabeza por el Comando Jungla, un equipo especializado que fue presentado por Sebastián Piñera para combatir la violencia en la Araucanía. La primera versión de Carabineros, que fue repetida por el gobierno y distintas autoridades, aseguraba que Catrillanca había muerto en un enfrentamiento con la policía, tras el robo de unos vehículos. Pero una vez más, gracias a las investigaciones periodísticas, se comprobó que el escenario planteado por la policía para justificar la muerte del joven nunca existió.
Primero Carabineros aseguró que ninguna cámara había grabado el altercado. Luego reconoció que había cámaras, pero que las grabaciones habían sido destruidas. Finalmente Ciper Chile reveló el video con la secuencia completa, que muestra cómo los uniformados abrieron fuego contra el comunero, sin provocaciones ni enfrentamiento alguno, además de la indolencia en el trato de los policías, que no hicieron ningún intento por salvarle la vida. El general director, que no alcanzó a cumplir un año en el cargo, salió del mando y fue Mario Rozas el que ocupó su lugar, mismo general que hoy sigue a la cabeza de la institución. Los sucesivos escándalos y mentiras en Carabineros han provocado la salida de decenas de generales, dados de baja o llamados a retiro por la fuerza, dejando a la institución sin liderazgos fuertes y profundamente dividida, con un aparato de inteligencia insuficiente, sin mecanismos reales de control y con la moral de los uniformados por el piso.
EL MARATÓNICO DESAFÍO DE LA JUSTICIA. A pesar del desgaste físico y psicológico que vive la población después de casi siete semanas de protestas, las manifestaciones públicas se han mantenido en varias ciudades del país. En Santiago, la Plaza Italia, que está en el centro de la ciudad, se ha convertido en una especie de zona cero, constantemente en disputa entre manifestantes y las fuerzas especiales de Carabineros. Los árboles que rodean la plaza guardan en sus troncos las marcas de los balines de la policía. Y las paredes, todas y cada una de ellas, se han convertido en un collage de rayados, afiches, fotos y dibujos que retratan el descontento social (véase nota de Raúl Zibechi en página 15).
El aire es irrespirable por el sostenido y abundante uso de gas lacrimógeno, y el comercio se resignó a cerrar. Las puertas y ventanas están ahora cubiertas de lata y tablas para protegerse de los proyectiles que vuelan de lado a lado. Y también para resguardarse de los saqueos. Hay locales que han sido completamente destruidos y otros incluso quemados en medio de las protestas. Las calles y veredas están corroídas a punta de martillos y piedras para alimentar las barricadas y el poder de ataque de la denominada “primera línea”, el grupo de jóvenes que con capucha e improvisados escudos se enfrenta a la policía. En los días de mayor convocatoria se levantan puestos de primeros auxilios con paramédicos para atender a los heridos en distintos puntos circundantes a la plaza. Incluso un cine ubicado a un par de cuadras se transformó en un improvisado centro de atención, con voluntarios del Servicio de Atención Médica de Urgencia, debido a la cantidad de heridos y la gravedad de las lesiones que presentan muchos de ellos.
El escenario se repite en Valparaíso, en Concepción, en Antofagasta, entre otras ciudades, y también con particular violencia en las poblaciones de la periferia capitalina, como San Bernardo, donde quedó ciega Fabiola. Pero mientras la fuerza policial se concentra en contener las manifestaciones, la violencia delictual se ha desenvuelto sin freno. Supermercados, bancos, farmacias, tiendas de retail, bodegas y comercios menores han sido arrasados por el fuego y por los saqueos en diversos puntos del país, pero los barrios más pobres son los que han recibido este golpe con mayor fuerza: en muchos casos, esos locales destruidos eran el único punto de acceso a ciertos bienes dentro de estos territorios. Aún no está claro si los ataques han sido espontáneos u organizados, ni cuál es la identidad o el perfil de los que participan en ellos. Las investigaciones que lleva adelante el Ministerio Público implican ahora una tarea maratónica para todo el aparato de justicia chileno.
“La Fiscalía ha iniciado 2.974 causas por violencia institucional”, dijo este lunes 2 Rodrigo Bustos, un representante del Indh ante la Cámara de Diputados. Para ilustrar la situación ante la audiencia, Bustos usó el ejemplo del Servicio Médico Legal, la institución a cargo de las autopsias y otros exámenes claves en este tipo de investigaciones judiciales. “Antes de esta explosión de causas, [en el servicio] había muchas dificultades para la realización del protocolo de Estambul, que es una pericia que se requiere para las causas de tortura. En muchos casos se estaba citando a las víctimas para seis o nueve meses de ocurridos los hechos. Eso antes de este período. Ahora imagínense”, sostuvo Bustos.
Respecto al origen y los responsables de la violencia contra la propiedad pública y privada, el viernes 29 de noviembre surgieron algunas luces desde la Fiscalía Sur de la región metropolitana, una fiscalía que ha arrestado a más de mil personas por saqueos desde que comenzaron las protestas, según información publicada por La Tercera (27-XI-19). La fiscal jefa de Robos de esa repartición dio a conocer la línea investigativa que se abrió tras la captura de un clan familiar implicado en los saqueos que cuenta con antecedentes por narcotráfico. Frente al hecho, dijo, existen dos hipótesis: una es la búsqueda del lucro a partir de la venta de los artículos, y la otra, la entrega de los bienes en las poblaciones como una especie de caridad y de lealtad a sus clanes.
Mientras tanto, la Cámara de Diputados aprobó y despachó al Senado una ley que tipifica como delito la alteración a la “paz pública”, que castiga con cinco años de cárcel los bloqueos al tránsito y la construcción de barricadas, entre otras acciones. Ad portas de su aprobación también se encuentra la ley propuesta por el gobierno que permitirá convocar a las fuerzas armadas, sin decretar un estado de excepción, para resguardar “infraestructura crítica”. Un proyecto que ha causado polémica porque eximiría a los militares de la responsabilidad penal bajo criterio presidencial. Una medida que las fuerzas armadas ya le habían pedido a Piñera a mediados de noviembre, cuando estuvo a punto de convocarlas nuevamente a las calles.