Memoria sesgada - Semanario Brecha
Olvidos y recuerdos de los expresidentes en los 40 años de la democracia

Memoria sesgada

Luis Alberto Lacalle Herrera Focouy, Gastón Britos

La conmemoración de los 40 años de la reinstalación democrática celebrada en la casa del Partido Colorado merecía algo más que una autosuficiente simplificación histórica, un canapé sospechosamente insulso regado con el licor de la nostalgia cuartelera. Cuatro presidentes, tres ex (Julio María Sanguinetti, Luis Alberto Lacalle Herrera y José Mujica) y uno en funciones (Yamandú Orsi), fueron convocados por el anfitrión, el hoy senador y secretario general del Partido Colorado, Andrés Ojeda, para demostrarle al mundo que como el Uruguay no hay: «Señores, esta foto es única y nuestra democracia es la envidia de países más grandes y poderosos», dijo el maestro de ceremonias ante un auditorio compacto, reiterando un cliché para significar que en este paisito los contrincantes son capaces de hacer un alto el fuego para intercambiar sonrisas en un estrado y que eso, supuestamente, nos pone en el top del ranking.

La «foto única», entonces, sería la razón principal del encuentro, lo que explicaría la ausencia de reflexiones profundas sobre un momento crítico de la historia del país. La síntesis de Julio María Sanguinetti fue elocuente: el 1 de marzo de 1985 era todo alegría y festejo, «pero detrás de eso había sectores del Ejército no convencidos de la salida». «Mi mayor preocupación ese día eran los bancos, porque sabíamos que el 60 por ciento del sistema bancario estaba fundido.»
Pero no abundó en las causas de ese descontento militar ni en el vaciamiento provocado por el proyecto de plaza financiera, impulsado por algunos de quienes en su primera administración ejecutaron la economía del «cambio en paz».

El aporte del presidente Orsi fue modesto, porque era un pibe en 1985: «Mi admiración era que se podía decir lo que uno quisiera […]. Nunca había visto eso de que se pudiera escribir y discrepar con el poder, y cómo se decían cosas que hasta ese momento para mí eran prohibidas».

Luis Alberto Lacalle agarró el toro por los cuernos. «Lamentablemente, no hubo amnistía para todos»; se refería a los militares, olvidando que él, senador en 1985, no votó la amnistía irrestricta para los presos políticos. Sanguinetti pretendió una enmienda, afirmando lo que en su momento había negado: «Más allá de lo que podamos decir sobre ella [la ley de caducidad], a favor o en contra, en plena campaña electoral, en 1989, la misma gente que había votado en contra de la propuesta constitucional militar [el plebiscito de 1980] votó una propuesta que significaba una amnistía militar».

Pese a la enmienda, Lacalle no se inmutó: «Lamentablemente, a la ley de caducidad hubo que vestirla de unos circunloquios jurídicos espantosos. Hoy en día está siendo ignorada y se están alimentando odios», advirtió, soslayando que lo que había sido olvidado era el artículo cuarto, que obligaba a investigar las desapariciones. El exmandatario blanco aportó su granito de arena a la cosecha de odio: «Hoy de mañana dos coroneles fueron presos porque en 1972 hicieron no sé qué cosa. Tenemos que pensar en un cierre definitivo». Su memoria es muy selectiva: no recordar «qué cosa» hicieron sugiere que los motivos judiciales no son relevantes y, por ende, aporta agua al molino del descrédito de la Justicia en el que tanto se empeña su partido político. Quizás el Cuqui se estaba refiriendo al pedido fiscal de prorrogar las medidas cautelares para los militares acusados de reiteradas torturas a los vecinos de San Javier, en las redadas que terminaron en el asesinato del médico Vladimir Roslik; o se sensibilizaba por las resoluciones de una jueza penal que dispuso la prisión de notorios torturadores, Alberto Grignoli y Sergio Caubarrere, este último involucrado también en el asesinato del médico de Río Negro. En cualquier caso, el «no sé qué» tiene tufo de complicidad.

La intervención del expresidente José Mujica diluyó un posible conato de debate ríspido entre los dos primeros presidentes de la democracia reinstaurada. El Pepe prefirió internarse en otros senderos, y, para ello, acudió a esa estructura de mensaje un tanto críptico y oracular, que tanta aceptación logra: «Me preocupa muchísimo el mundo que se nos viene encima. Tenemos que recordar, para esa hipótesis de futuro, que somos apenas 3 millones de orientales y no podemos darnos el lujo de desparramarnos en pedazos». Puesto que no definió la hipótesis de futuro (¿el fascismo arrollador?, ¿la guerra comercial?, ¿el imperialismo trumpista?, ¿el libertarismo carajiento?, ¿el desastre ambiental?), es difícil imaginar cuál sería la causa de ese desparrame que a la vez es fractura. Pero Mujica tenía claro el objetivo de su mensaje: «Hay que apurar el tranco de tener una juventud, que es poca». No hay muchas maneras de reproducir la juventud, pero el Pepe tenía algo en mente: «Tenemos que multiplicar la capacidad cerebral, porque no alcanza con la inteligencia: se necesita la emoción profunda de la subjetividad». Cuando el auditorio se aprestaba para masticar los conceptos, Mujica se adelantó: «Entonces, yo no sé si estamos haciendo historia. Somos medio ampulosos. Yo lo que he vivido es apenas historieta», y recordó una vez más que está por morirse. Ahí el público, por unanimidad, se puso de pie y lo aplaudió, dejando de lado cualquier otra emoción profunda de la subjetividad.

La muerte, esa circunstancia democrática como ninguna, hubiera sido un buen broche para la conmemoración, pero una señora tuvo la peregrina idea de reivindicar a su marido militar como preso político. La gente pedía que se callara. Sanguinetti intervino: «Le ruego buenamente que no actúe con esa intolerancia». La señora, finalmente fue invitada a salir del salón, y Sanguinetti, que sabe de puntos finales, redondeó: «El que se enoja se enoja. Eso también es democracia». 

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