Memorias migrantes - Semanario Brecha
Entre la hospitalidad, la hostilidad y la hibridación

Memorias migrantes

↑ Sadaf Ahmed, pakistaní, integrante de la Comunidad Musulmana Ahmadía. Maurcio Zina

Extender el mapa del mundo es un sencillo ejercicio que nos permite reflexionar en torno a las injusticias que nos atraviesan. A simple vista no se ven los muros, pero con claridad se distinguen las fronteras que arbitrariamente nos separan. Los Estados nación y sus símbolos aglutinantes son construcciones relativamente jóvenes que predisponen nuestra forma de construir lazos con quien, desde nuestra mirada, ostenta la calidad de un otro.

Si bien la gran mayoría de las personas en el mundo continúa viviendo en el país en el que nació, por distintas razones, cada vez más personas migran a otros países, especialmente dentro de su región. Otras, se desplazan a países más lejanos, en su mayoría, considerados de altos ingresos.

Según estimaciones del Migration Data Portal, el número total de migrantes internacionales asciende a 280,6 millones (ONU DAES, 2020), es decir, el 3,6 por ciento de la población mundial. En el portal, esta cifra es acompañada por un mapa que fue elaborado por la división de población de las Naciones Unidas en el que podemos identificar las distintas concentraciones de migrantes en el mundo. Si bien los flujos han cambiado y se han consolidado nuevos flujos Sur-Sur, aún es posible distinguir el lugar que detentan los países del Norte en ofrecer la idea de que en su territorio es posible alcanzar una mejor calidad de vida que en los países del tercer mundo.

El panorama actual de la movilidad humana desnuda la crisis humanitaria y política en la que nos encontramos. Millones de personas que huyen de guerras convencionales y no convencionales peregrinan buscando un refugio. En busca de pan, paz y trabajo, no son fácilmente recibidos ni «asimilados» en ningún lugar.

Se repite como estúpida e irremediable fatalidad aquella descripción que hacía Hannah Arendt en Los orígenes del totalitarismo sobre las migraciones que sucedieron en el período de entreguerras: «Una vez que abandonaron su país, quedaron sin abrigo; una vez que abandonaron su Estado, se tornaron apátridas; una vez que se vieron privados de sus derechos humanos, carecieron de derechos y se convirtieron en la escoria de la tierra».

En un diálogo actualizado que hace Donatella Di Cesare, a partir de los postulados de Arendt, en el libro Nosotros, refugiados, encontramos algunas pistas sobre un pasado y un presente que peligrosamente se tocan: «Desde las periferias del planeta, desde la desolación y las guerras, del infinito arrabal de la miseria y de las persecuciones, el pueblo de los refugiados se mueve y cuestiona inevitablemente las fronteras del orden mundial. Contra este pueblo se yergue el Estado, el último baluarte del viejo orden político, del obsoleto nomos de la tierra».1

En diferentes partes del mundo, guardias armados se atrincheran en las fronteras para impedir la entrada de «invasores», demostrando la «abstracta desnudez» que significa ser un ser humano. Vemos naufragar nuestros buques insignias sobre la «universalidad e indivisibilidad de los derechos fundamentales».

Los grandes desplazamientos en los corredores migratorios regionales ponen en evidencia que también en las venas de nuestra América Latina fluye el veneno de la xenofobia. Con la misma fuerza que repelen el muro que anhela Donald Trump, en las fronteras sur de México o Guatemala, en Colombia, Ecuador o Brasil, muchos empuñan sus armas contra nicaragüenses, hondureños, cubanos, haitianos, dominicanos, venezolanos.

Ante este panorama, ¿cómo podemos transformar las fronteras en lugares de encuentro?, ¿de hibridación? Parecería que ser migrante fuera una forma de supervivencia, que desafía la mercantilización de la vida, que se resiste ante las fronteras que se multiplican. Pero ¿cómo volvemos a reconocernos y encontrarnos como seres humanos, humanas, más allá de la idea de nación?

Migrante, ¿identidad fija o transitoria?

Los nuevos desplazamientos humanos del mundo globalizado reflejan en qué medida la movilidad se ha interiorizado en la subjetividad, en nuevas construcciones que se manifiestan en una cultura que, de acuerdo con Byung-Chul Han, «se vuelve sonora y que se abre a un espacio de sonido hipercultural, que se desespacializa, una cultura en la que tonos diferentes, sin distancia entre sí, se amontonan unos con otros».2 Asistimos a lo que Han ha llamado la transformación de la topología de la «felicidad nacional» a través de «la constitución hipercultural de la yuxtaposición, de la simultaneidad o de la disyunción inclusiva».

En el caso uruguayo, ante este auténtico desplazamiento del mundo, ¿cómo nos despojamos de los ropajes del 1800 que aún gobiernan las reglas de nuestra comunidad? ¿Cómo logramos como comunidad mirar con los múltiples ojos del mundo que hoy nos interpelan en un mismo territorio y no a través de la grisura de las burocracias que reciben a los «migrantes» como seres transitorios, gestionando el umbral de su ajenidad, manteniendo a raya a los «intrusos», no admitiendo la hibridación, la vida en común, la expansión de múltiples mapas sonoros e hiperculturales, la construcción de otra idea de patria, matria?

¿Sos de acá? Somos coterráneos, compartimos la tierra.

Experimento la frontera, la vivo, la siento, la atravieso, la padezco, la resignifico. Shahram Khosravi afirma que escribir sobre las fronteras es tratar con dicotomías: asimilación y diferenciación, aceptación y rechazo, recepción y expulsión. «Se trata de hospitalidad y al mismo tiempo de hostilidad.»

Soy una mujer latinoamericana que hace más de una década «arrancó» para el sur.

No me pidieron visa, traspasé las fronteras en un confortable Boeing, la migra fue amable.

Salí de México a Montevideo sin dimensionar la inmensidad que se abría a mi paso.

Experimenté el transtierro. Muchos años después, recuperé mis derechos civiles y políticos como ciudadana, un 11 de diciembre, cuando finalmente pude obtener mi credencial cívica, el mismo día que Hannah Arendt consiguió la suya, como ciudadana en los Estados Unidos.

En estos años compartidos, he sido testigo de cómo nuestra comunidad se ha seguido transformando, sin dejar de nutrirse de nuevas y diversas subjetividades, de nuevos paisajes situados, más allá de las coordenadas y las fronteras de esta tierra austral.

Desde la academia y más allá, solemos clasificar los orígenes nacionales en porcentajes, en cifras, pero si prestamos atención, existen historias que dan voz y rostros, y nos aportan mucho más que lo que puedan indicar los recientes datos censales sobre migración.

El testimonio es un vehículo para conocer los rostros que integran el crisol de la tierra prometida, de los callos en las manos y en los pies por el camino transitado, por quienes en su paso disputan la idea de patria, quienes han librado por años la tarea titánica del derecho de piso. El testimonio es un vehículo para entender los sucesos que son alegría, pero también del dolor que aún repta en la memoria y en la experiencia que supone habitar la extranjería. En palabras de Pilar Calveiro, «el testimonio es una experiencia subjetivante»: logramos salir del lugar del objeto, «historizamos» la vivencia y la transformamos en experiencia.3

Y es así que, cuando escuchamos las historias, las voces, que se superponen a la imagen idílica del país de puertas abiertas, algunas preguntas tendrían que taladrarnos la cabeza: ¿qué tipo de patria es posible sentir en una pensión hacinada? ¿Es ese rinconcito inmundo el lugar que se reserva a los recién llegados?

¿En los últimos 30 años, qué tanto ha cambiado la experiencia migrante en Uruguay? ¿Qué significa ser migrante en el país de los pájaros pintados? ¿Cuándo se deja de ser migrante? ¿En qué nos convertimos cuando renacemos en otra tierra? ¿Qué ciudadanía es posible adoptar cuando sos mirado a partir del vínculo con un Estado nación y no a partir de tu propia identidad y sentido de pertenencia? ¿Es posible salir del determinismo a prueba de tierra y sangre? Entendida la identidad como sentido de pertenencia híbrida y paradójica, ¿es posible reivindicar el ser uruguaya y de otra «nación» al mismo tiempo? ¿Qué nos depara este futuro atravesado por los nacionalismos y la segregación violenta?

Tan ciudadanos como valientes

Hannah dice que el inmigrante ideal, donde quiera que lo haya arrastrado su terrible destino, descubrirá y amará enseguida las montañas del lugar.

Al principio hasta pareciera que el calor pega distinto, pero el cuerpo se adapta a los colores, a los olores nuevos, a los nuevos sabores, a los vientos inhóspitos. Encarnamos un acento que no se reconoce, que es fisura, que la vida misma va transformado en otra voz, en una voz del transtierro.

Aunque seamos de acá, pesa la otredad que se nos asigna. Aunque seamos una misma, pesa la extranjeridad.

Con asombro y velocidad de escáner, se detecta la otredad. De extranjeras pasamos a migrantes, de migrantes a residentes, y ya como ciudadanas nos siguen llamando extranjeras. Aun con el pasaporte en mano, con la carta de ciudadanía, exhibiendo la flamante credencial cívica, nos siguen llamando extranjeras.

Una maquinaria jurídica de más de 200 años traza un estatus diferenciado y se refuerza la extranjería a través de la interpretación constitucional basada en el legado de un constitucionalista que profesaba el nacionalismo étnico, colocando a Uruguay junto con Myanmar como los únicos países del mundo que no otorgan el derecho a la nacionalidad a sus ciudadanos legales.

Hoy prevalece una diferencia de trato (in)justificada basada en el ius soli y en el ius sanguinis, es decir, en los derechos adquiridos por lugar de nacimiento y por vínculos sanguíneos, respectivamente.

El extranjero no podrá dejar de serlo aunque así lo desee, aunque ya no sea extranjero, sino ciudadano.

Jean-Luc Nancy lo expresó de esta manera: «Se sigue siendo extranjero y mientras se siga siéndolo, en lugar de simplemente naturalizarse, su llegada no cesa: él sigue llegando y ello no deja de ser en algún aspecto una intrusión, es decir, carece de derecho y de familiaridad, de acostumbramiento».

Cuesta imaginar el mañana juntas, juntos, cuando se trata de pensar, de soñar y de construir un piso común, en lo que Julia Kristeva ha llamado la comunidad paradójica, donde «todo habitante está condenado a seguir siendo el mismo y el otro: no olvida su cultura original, pero la pone en perspectiva a tal punto que esta no solo se le presenta en relación de contigüidad, sino también como alternativa a la cultura de otros».

Cuesta demostrar que no importa el color de la tapa del pasaporte que nos fue asignado al nacer. Trazar un nosotros donde sea posible poder construir una comunidad paradójica que logre escapar no solo de los vericuetos de los mapas burocráticos, sino también de una subjetividad creada a partir de la existencia del Estado nación, que sentencia la ajenidad y la distancia.

Orígenes diversos, presentes en común

La conformación de nuevas identidades que resistan simultáneamente los procesos de asimilación y de folclorización constituye un proceso de recuperación de la memoria migrante, de la existencia de las mujeres y los hombres que forman parte de la comunidad, pero no siempre «se sientan en la mesa» del país del cual forman parte, del país que es su casa y el de sus hijas e hijos, ese que se define a sí mismo como un «país de puertas abiertas».

La transmisión intergeneracional e intercultural se nos presenta como una forma de resistir la asimilación y la pérdida de referencias: «Una transmisión lograda ofrece a quien la recibe un espacio de libertad y una base que le permite abandonar (el pasado) para (mejor) reencontrarlo. Desprenderse de la pesadez de las generaciones precedentes para reencontrar la verdad subjetiva de aquello que verdaderamente contaba para quienes, antes que nosotros, amaron, desearon, sufrieron o gozaron por un ideal […] siempre existe un desgarro en la transmisión, por más lograda que esta sea, y un deseo que intenta situar al sujeto en el espacio mismo de su verdad, de su vida, de su existencia».4

La transmisión es una nueva forma de habitar el territorio en el que se vive y también de resistir los prejuicios implícitos, las injusticias históricas o los meros mandatos administrativos que imponen fronteras donde no las hay; la transmisión es también un intento de conciliar las historias pasadas con el presente, prepararse para las dificultades mismas de la existencia en esa confrontación de realidades y entornos.

Nuestros orígenes diversos y nuestro presente en común nos disloca y nos encuentra en una gran trama. ¿Qué implica pensar la migración como parte constitutiva de la identidad nacional, como elemento aglutinante de nuestra comunidad? 

1. Hannah Arendt, Nosotros, refugiados, edición de Donatella Di Cesare, Altamarea, 2024.

2. Byung-Chul Han, Hiperculturalidad. Herder, Buenos Aires, 2018.

3. Pilar Calveiro, «Sentidos políticos del testimonio en tiempos de miedo», en Donde no habite el olvido, 2020. Disponible en https://books.openedition.org/ledizioni/8719.

4. Jacques Hassoun, Los contrabandistas de la memoria. Ediciones de la Flor, Buenos Aires, 1996.

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