Desde hace 22 años la ciudad de Rosario, Argentina, convoca al cine latinoamericano y le devuelve, con justicia, el espacio al que cada vez más le cuesta acceder. Los problemas en la distribución, la hegemonía de las majors, del cine de fórmula, la escasez de circuitos alternativos de exhibición, tienen como resultado que, para la mayor parte de los espectadores de cine de hoy, Glauber Rocha, Raymundo Gleyzer, Jorge Sanjinés, Eduardo Coutinho, Santiago Álvarez, Miguel Littín y tantos otros directores con largas carreras sean ilustres desconocidos.
El Festival Latinoamericano de Video y Artes Audiovisuales de Rosario se ha propuesto, obstinadamente, subsanarlo. Y vaya si lo logra, consiguiendo, por ejemplo, que una soleada tarde de primavera una sala repleta reciba y ovacione a Miguel Littín, que ha venido desde Chile a hablar del cine latinoamericano de los años sesenta, y que el entusiasmo se repita por la noche, cuando presente su última película, Allende en su laberinto. El día era emblemático: 11 de setiembre.
La charla de Littín –titulada “El nuevo cine latinoamericano: a la búsqueda de una identidad perdida”– consistía, según el director, en sus notas para reconstruir una posible estética inconclusa del cine latinoamericano, comenzando por aquella frase emblemática “una cámara en la mano y una idea en la cabeza” y el festival de Viña del Mar del 67, donde jóvenes cineastas de todo el continente se reunieron y comenzaron a cambiar el rostro del cine de nuestros países. “Y fue así como frente a nuestros ojos asombrados, apretujados en una pequeña sala de cine, vimos por primera vez a los rostros de los mineros de Bolivia, a las mayorías devastadas por la miseria de Brasil, a los alfareros de Argentina, a los estudiantes luchando en las calles de Montevideo al son de nuestra Violeta Parra que afirmaba, guitarra en mano, ‘Me gustan los estudiantes/ porque son la levadura’ del futuro y del presente.”
Escuchando a Littín contar de nuevo aquella historia –no exenta de autocrítica, pero todavía cargada de la misma convicción– resulta notable constatar cuánto ha cambiado el cine latinoamericano en estos 50 años, pero cuán similares son las aspiraciones de hoy y de entonces: “En aquel encuentro afirmamos el derecho a una cinematografía propia, plena de libertad y abierta a la experimentación y búsqueda de un nuevo lenguaje, alejado de las formas y contenidos del cine industrial y de consumo, y se acordó estudiar la forma de conformar un mercado del cine latinoamericano, expresando nuestro derecho de acceder a las pantallas y al contacto con el público, verdadero destinatario de toda obra cinematográfica, y establecer acuerdos que permitieran las coproducciones entre nuestra cinematografía, como una forma de buscar los caminos de la integración”.
Inevitablemente, finalizada la charla las preguntas habrían de derivar no solamente a un repaso de sus películas (como El chacal de Nahueltoro o Actas de Marusia) sino al relato de Gabriel García Márquez Miguel Littín, clandestino en Chile, que narra el regreso del director a su país, en plena dictadura pinochetista, disfrazado de empresario uruguayo y con el fin de realizar un documental. Littín recordó que su “aventura” no hubiera sido posible sin el apoyo de su esposa Eli y de Franqui Fasano (hermano de Federico). “Habían pasado 12 años y yo me preguntaba qué era Chile, qué pensaba la gente, qué sentía. ¿Era verdad que ese pueblo era tan luchador, tan valeroso? ¿Era cierto que su espíritu rebelde no había sido avasallado nunca? ¿Recordaba la gente la palabra, el rostro de Allende, aquel hombre que había entregado su vida por defender sus derechos y darles dignidad? (…) Y entonces tomé la decisión de volver, de hacerme clandestino e ir en busca de una respuesta a esas preguntas.”
García Márquez le pidió luego en Madrid que le contara toda la historia. “Yo pensaba que iba a escribir un artículo de prensa o algo que sirviera para la causa chilena. Pero cuando recibí el manuscrito y vi toda esta historia en primera persona, que empieza ‘Yo, Miguel Littín, hijo de Hernán y Cristina…’, al principio me sorprendió, ciertamente me agradó y por momentos me preocupó, porque llegando a ciertos puntos del relato había cosas que no habían sido como las contaba el Gabo. Y fui a hablar con él. Le dije: ‘Esto no puede ser. Esta parte del libro, no. Esto, tampoco’. Y él me dijo: ‘Pero cómo, ¿me vas a censurar?’. Y yo le dije: ‘No te voy a censurar ¡pero estoy hablando yo!’. Y tal vez fueran tonterías, pero cuando se trata de la identidad de uno no lo son tanto. Decía que yo tenía unas chaquetas de cuero llenas de charreteras… ¡yo nunca usaba esas cosas! Gabo me decía: ‘¿Pero qué te importa? A mí siempre me hubiera gustado tener una’. ‘Bueno, a ti sí, pero a mí no.’ ‘Y esta otra parte que dice: Y entonces corrí como conejo asustado. Yo no corro asustado ni como conejo.’ Éramos muy amigos y por eso estos diálogos eran posibles. Pero también le dije que no sabía qué era más difícil, si estar frente a Pinochet o estar frente al Gabo escribiendo un libro sobre uno. Al final me dio un lápiz y me dijo ‘Borra lo que tengas que borrar’. Y eso fue lo que hice.”