Mirándonos en espejos cóncavos - Semanario Brecha
Murió Jacobo Langsner (1927-2020)

Mirándonos en espejos cóncavos

Hay injusticias que, quizás, tienen su razón. Pero son igualmente injustas. Que a Langsner se lo recuerde solamente por Esperando la carroza es no reconocer una figura que merecería ser valorada de otra manera. El dramaturgo murió la semana pasada, a los 93 años, en Buenos Aires.

Ilustración: Federico Murro

Año 1974. Tiempos difíciles. Teatro Circular. Todavía no existía la sala dos. Por lo tanto, hablar del Circular era referirse a ese espacio que, desde los años cincuenta, buscó reflejar por estas latitudes el Teatro Arena, de Brasil. Yo estaba en mis primeros tiempos de clases de teatro con la actriz Maruja Santullo, una maestra única. Con los compañeros nos dedicábamos a ver todo el teatro que había por entonces en Montevideo: lo bueno, lo malo y lo feo. De todo se aprende. Más todavía de lo malo. Pero esa noche de 1974 iba a ser distinta.

Se apagaron las luces y empezó a sonar aquella música inefable de la Cadena Andebu. Ya la risa empezó a colarse en la oscuridad. Y, cuando se encendieron los focos de la sala, aparecieron las criaturas más montevideanas que uno pudiera imaginar. Una casa de barrio. Dos personajes de barrio. El hombre de la casa con su eterno pijama, ya ajado por el uso. La mujer con su batón onda Tiendas Maipú y su pañuelo en la cabeza. Sergio y Elvira, los habitantes de esa casa, estaban en un domingo que no sería como cualquier otro. Esperaban invitados, la parte ricachona de la familia. Y había que hacer ravioles. Unos ravioles caseros con tuco. Pero se cortó el agua. Y había que pedirle el agua a la vecina. Al final, no quedaba otra: los ravioles terminaron hirviéndose con Salus. Quedaron duros como piedra. A todo esto, llegaron los parientes pobres, los que tenían a la abuela Cora en su casa dándoles vuelta todo. Pero la abuela desapareció. No se sabía dónde estaba. Y ahí empezó el enredo. La máquina infernal se largó a andar. Esperando la carroza se instaló con una catarata de risas, que no terminó hasta el final. Hasta ese final entre cómico y patético, en el que uno de los personajes decía simplemente, mientras se reía entre lágrimas: «De ustedes, de todos me río». Apagón.

Recuerdo todavía la ovación de aquella noche. Recuerdo la desfachatez de Walter Reyno, la malevolencia de Nidia Telles, la aparente inocencia de Isabel Legarra, la falsa aristocracia de Gloria Demasi, la sufrida imagen de Carlos Frasca, la rabiosa angustia de Susana Castro y la sibilina elegancia de Carlos Banchero. La garra de todos. Y la dirección impecable, certera y a la vez filigranada de Jorge Curi. Empezaba un éxito que iba a seguir por años. Y al que yo iba a volver por lo menos cinco veces.

Pero al principio la obra fue un fracaso: la sociedad uruguaya no estaba dispuesta a mirarse en ese espejo deformante. Así lo dicen quienes recuerdan aquella versión de 1962 en la Comedia Nacional, dirigida por Sergio Otermin. Según el dramaturgo Dino Armas, era demasiado adelantada para su época. Lo que convirtió a Esperando la carroza en un hito rioplatense fue la películwa de Alejandro Doria, vapuleada en su momento por la crítica y hoy reverenciada como una supuesta gema. Nunca me gustó la película. Demasiado teatral, se le veían los hilos a cada momento. La sutileza de Curi en la puesta uruguaya no condecía con las tintas cargadas de la pantalla. Lo que en el escenario se deslizaba en el cine se pintaba con brocha gorda. Claro, ahí había grandes de la actuación, monstruos que se movían en el teatro como dioses y constituían un espectáculo en cualquier formato: China Zorrilla, Betiana Blum, Luis Brandoni, Juan Manuel Tenuta… Pero en el cine el grotesco es un desafío y es toda una tentación subrayar la intención de hacer reír. Y saber desde el principio que la abuela Cora –mamá Cora para siempre, Antonio Gasalla para siempre– estaba frente a la famosa casa, vivita y coleando, le sacaba todo misterio a aquel gigantesco tablado que bromeaba con la muerte.

SUR, SÁNCHEZ Y DESPUÉS

Después de la muerte de Florencio Sánchez, el teatro uruguayo quedó en medio de un vacío creativo que no encontró una fuerza arrolladora que lo superara. O que lo igualara, al menos. Hubo intentos aislados de José Pedro Bellán, de Francisco Espínola, de Francisco Imhof… Pero tuvimos que esperar más de 40 años para que irrumpieran en la escena dos figuras que patearían el tablero: Carlos Maggi y Jacobo Langsner. Maggi, con La trastienda, mostró con un sabor amargo y un humor inteligente la sociedad uruguaya de aquellos tiempos, algo que retomó en La biblioteca y que, ya en los sesenta, llegó a la plenitud con El patio de la torcaza. Se atrevió a partir del sainete para registrar la negrura de un país que se derrumbaba.

Pero llegó este rumano casi uruguayo. O un uruguayo con origen rumano que empezó a balancearse con las vanguardias de aquellos tiempos. Tiempos en los que otros también intentaron mirarse en Europa, porque supuestamente allí estaba la verdad de la milanesa: lo nuevo, lo simbólico, lo absurdo, lo neorrealista. Y surgieron sus primeras obras, como El juego de Ifigenia y Los artistas. Pero, poco a poco, se fue dando cuenta de que el modelo estaba acá. Mucho más cerca de lo que creía. En aquel grotesco que Armando Discépolo había forjado como nadie. En el universo realista que había acuñado el propio Florencio y que se había fundido con el alma del sainete.

Langsner empezó con Esperando la carroza, pero siguió ahondando en el alma local. Fue el creador de la histórica El tobogán, una visión premonitoria de un destino aciago en el que la amargura se colaba en cada personaje, en cada situación, mientras alguna ráfaga de humor asomaba, en esa familia, en medio de las carencias, de los afectos en declive. Un personaje autobiográfico se metería en la trama y uniría las dos orillas. Omar Grasso, en la dirección, y China Zorrilla, a la cabeza del reparto, la convirtieron en un hito. Varias décadas después, la Comedia Nacional la revivió de la mano del fallecido Juan Worobiov y mostró, una vez más, las bondades de este creador que se había afincado en Buenos Aires para sobrevivir, para triunfar en los resplandores porteños, en la escena, en la televisión y el cine. Como Florencio, se mudó mucho antes de cualquier marquesina o cualquier pantalla.

Cuando la dictadura uruguaya estaba en su momento quizás más feroz, otro cimbronazo de Langsner clavó el estilete en muchos de quienes lo vimos: Pater noster, una obra mayor, un mundo de clausura en esa pareja aparentemente bondadosa que se metía en el universo de un joven al que empezaban a dominar hasta destruirlo por completo. El poder de la pseudomoral, la tiranía desde el microcosmos, el tránsito entre el realismo y lo simbólico horadaban los cimientos desde las figuras de Armando Halty, Elena Zuasti y Enrique Mrak.

Langsner también se dio el lujo de regodearse con una comedia que tenía mucho de su vida y de sus ganas de salir adelante. Un agujero en la pared fue un éxito descomunal en la Comedia, con una Maruja Santullo inolvidable en el papel de esa anciana que protegía a un joven con el cual nacía un enamoramiento totalmente sui géneris. Más adelante la obra sería, en la vecina orilla, Una margarita llamada Mercedes, con China a la cabeza; en el cine sería Besos en la frente, también con ella. «¿No saben que soy inmortal?», terminaba diciendo esa Mercedes que se burlaba de todo, hasta de la muerte.

Hubo más. Mucho más. Tuvo un primer paso en El Galpón, también en los setenta, con la inquietante La gotera, juego que oscilaba, una vez más, entre lo realista y lo alegórico, con esa gotera convertida en inundación, con sus criaturas ahogadas tanto como Uruguay. Varias veces sus obras formaron parte del repertorio de la Comedia: fue el caso de La planta, La máquina rota y Damas y caballeros. Tuvo una segunda vuelta de «La carroza» en Barbacoa, con diferente suerte. Y otros éxitos porteños y locales, como Locos de contento. Y ni que hablar de los múltiples ciclos televisivos y de aquel melodrama estremecedor llamado Darse cuenta, otro de los opus de Doria.

Hacía tiempo que se había alejado del mundo del espectáculo. Hacía tiempo que se había alejado del mundo. O que el mundo se le había ido. Sus últimos años no impidieron que Esperando la carroza siguiera rodando a través de las generaciones. Pero Langsner fue mucho más que eso. Un maestro del diálogo, del humor chirriante, de la realidad más cruel. Tan uruguayo y tan rioplatense como un rumano. Sabio retratista de un universo hipócrita, sumergido en una doble moral que nos interpela en este siglo, mientras la carcajada se cuela triunfante, vengándose de nuestras propias miserias.

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