El feminismo contemporáneo ha instalado el cuestionamiento de los roles sociales asignados tradicionalmente a los hombres y a las mujeres. Uno de los espacios en que ese cuestionamiento genera más resistencias y conflictos es el de la educación de los niños.
En una declaración del año 2014, la Conferencia Episcopal uruguaya sostuvo que la crítica en el aula de los modelos establecidos de conducta vulnera “el derecho humano fundamental de los padres a elegir libremente la educación de sus hijos”. Y también que “al Estado laico no le compete promover ninguna concepción filosófica de la persona y de la sexualidad”.
La idea de que hay algo así como un espacio vedado en la educación de los niños al que sólo los padres tienen acceso legítimo está detrás de movimientos como Con mis hijos no te metas, que nació en Perú a fines de 2016 y que desde entonces se ha extendido por América Latina. La idea que anima a ese movimiento –y que ya antes había sido sostenida– es que ciertos valores y determinadas orientaciones que operan en la construcción de las identidades individuales pertenecen a la esfera de lo privado y sólo pueden trasmitirse en el ámbito de lo estrictamente familiar. Cuando la escuela pública invade ese espacio viola, presuntamente, un principio constitutivo del Estado democrático moderno: el principio de laicidad.
LAICIDAD Y NEUTRALIDAD DEL ESTADO. El principio de laicidad del Estado y de sus instituciones remite al ideal de emancipación de la esfera pública respecto del poder religioso y afirma la separación del Estado de las distintas iglesias y confesiones, así como su neutralidad en los asuntos que conciernen a las materias propias de la fe, que son considerados asuntos privados. Aquí emerge ya un problema, que es el sentido exacto en que debe entenderse esa neutralidad. Es posible identificar al menos tres sentidos, tres maneras en que el laicismo uruguayo –según los distintos intérpretes y críticos– ha promovido la neutralidad religiosa del Estado. Estos tres sentidos aparecen muchas veces confundidos entre sí y entremezclados en el debate público.
En primer lugar, la neutralidad laicista puede ser entendida como tolerancia, como reconocimiento de la pluralidad existente de ideas de la vida buena y las diferentes concepciones del mundo en que se asientan. Esta forma de concebir la laicidad está íntimamente enraizada en la filosofía política del liberalismo y la idea de que cada individuo debe ser el soberano de sí mismo y dueño de su existencia.
La neutralidad laicista también puede ser entendida, en segundo lugar, como exclusión de los elementos religiosos y de las expresiones de la fe del espacio público y su reclusión en el ámbito de lo privado. Esta forma de concebir la laicidad tiene que ver con lo que algunos han creído es una idea de construcción de la identidad nacional de carácter excluyente y homogeneizador.
En tercer lugar, la neutralidad laicista puede ser entendida como búsqueda de la objetividad y como exclusión de los elementos anticientíficos y culturalmente obsoletos del aula. Una idea anclada, según sus críticos, en una concepción positivista, cientificista, materialista y decimonónica del conocimiento: la típica idea iluminista según la cual la religión es un resabio de tiempos antiguos, que el progreso del conocimiento, que se equipara al progreso de la ciencia y de la tecnología, ha convertido en obsoleta.
Hay, entonces, al menos tres sentidos en que el laicismo promueve la neutralidad religiosa del Estado; el primero es un sentido positivo, que usan sobre todo los defensores de la tradición laica, y los otros dos negativos, que usan casi exclusivamente sus críticos.
IDEOLOGÍAS DE GÉNERO. Ahora bien, en Uruguay al menos, el concepto de laicidad ha sido extendido hasta cubrir la totalidad o la casi totalidad de los temas conflictivos. En particular, el concepto ha sido extendido para reclamar la neutralidad del Estado y de sus instituciones en lo que concierne a los asuntos ideológicos y filosóficos en general. Tal lo que demandaba en 2014 la Conferencia Episcopal: que el Estado se abstuviera de promover cualquier concepción filosófica de la persona o de la sexualidad, que fuera neutral en esas cuestiones.
Pero eso es absurdo, porque de plano resulta imposible.
Hay por lo menos dos sentidos de ideología. En forma muy resumida, uno es el de ideología como falsa representación de las cosas y el otro el de ideología como conjunto de ideas que enmarcan nuestra relación activa y cognitiva con el mundo. Los enunciados que son ideológicos en el primer sentido son simplemente falsos, mientras que de los enunciados que son ideológicos en el segundo sentido podría pensarse que carecen de valor de verdad, pero, en cualquier caso, no se trata de meras patrañas o embustes. Cuando el liberalismo enseña, por ejemplo, que el cuerpo les pertenece a las personas (el principio de autopropiedad) y no al Estado, al rey ni a dios, sienta las bases de una ideología; no se trata de una afirmación acerca del mundo y por lo tanto no es verdadera ni falsa, pero es ciertamente una afirmación que enmarca nuestra relación con el mundo, no una paparrucha.
Aquí aparece de lleno el problema, porque la escuela simplemente no puede ser ideológicamente neutral en el primer sentido del término (no puede, como es obvio, enseñar lo que es falso) pero tampoco puede serlo propiamente en el segundo sentido (porque las ideas que enmarcan nuestra relación con el mundo se cuelan por todos lados, no solamente en la educación pública, sino en las demás instituciones del Estado).
Entonces, ¿qué tipo de neutralidad piden la Conferencia Episcopal uruguaya y los que demandan que con sus hijos no se metan? Está claro: la neutralidad frente a lo que enseñan las familias y las iglesias.
Pero el Estado no puede ser ideológicamente neutral: el Estado indoctrina, por su propia naturaleza. Sólo que el Estado democrático, el Estado de derecho, indoctrina a la luz del día (las doctrinas que enseña pueden ser sometidas, y de hecho lo son constantemente, a escrutinio público), mientras que las familias y las iglesias indoctrinan en privado (sus enseñanzas no son sometidas a ninguna clase de escrutinio o contralor).
Un modelo de familia que fomenta, por ejemplo, el papel del hombre como elemento proveedor y el de la mujer como elemento reproductor es una ideología. Una ideología de género. Esa expresión viene siendo utilizada, rigurosamente en singular, para referir vagamente a las diversas concepciones que sostienen la idea de que la identidad sexual de las personas, así como los roles tradicionales, son construcciones sociales. Pero no hay una sola ideología de género: hay muchas. Las hay muy antiguas y las hay muy recientes. Las hay compatibles con las teorías científicas hoy aceptadas y las hay incompatibles con ellas.
La demanda de que las ideologías de género sean consideradas un asunto privado es insostenible. Busca sustraer del debate democrático un asunto de gran importancia, bajo el argumento de que los padres tienen el derecho de educar a sus hijos a su imagen y semejanza. Pero los padres carecen en absoluto de ese derecho, porque sus hijos no les pertenecen. La educación de los ciudadanos es siempre un asunto público. Y porque es público, todos los críticos de una u otra ideología de género pueden alzar legítimamente su voz, como efectivamente lo hacen, un día sí y otro también.