1) Porque no me gusta que el miedo mande.
Allá por 1544, las tropas del general Francisco de Carvajal ocuparon la ciudad de Lima. Ante la prepotencia militar, los oidores de la Real Audiencia inclinaron sus cabezas. El licenciado Zárate fue el último en firmar el acta de la humillación. Con su pluma de ganso, el licenciado dibujó una cruz y debajo, antes de firmar, escribió: “Juro a Dios y a esta Cruz y a las palabras de los Santos Evangelios, que firmo por tres motivos: por miedo, por miedo y por miedo”.
Esta ley de impunidad es también hija del miedo. Cuando los militares amenazaron con matar la legalidad democrática, la mayoría de los parlamentarios se ofreció a suicidarla. La presión militar no era un problema a resolver, herencia maldita de la dictadura, sino un veredicto del Destino. Muchos parlamentarios olvidaron súbitamente sus promesas de justicia y el poder civil mostró, así, una capacidad de abyección que confirmó, paradójicamente, la mala opinión militar sobre los políticos.
Ahora, cuando el plebiscito pone a prueba la ley obscena, el gobierno da nuevas pruebas de la ninguna fe que esta democracia tiene en sí misma: “Y después, ¿qué?”.
2) Porque tengo sentido común.
Mi sentido común me impide entender por qué un criminal de guerra merece castigo si ha nacido en Alemania, y si ha nacido en Uruguay merece ascenso.
Y mi sentido común me dice que todos los ciudadanos debemos ser iguales ante la justicia. Los militares, ni más ni menos que cualquier hijo de vecino. El hecho de tener uniforme no autoriza a nadie a torturar, violar, secuestrar ni matar al prójimo.
La ley de impunidad no “perdona” a los verdugos de la dictadura, sino que simplemente los declara intocables. Los militares quedan situados más allá del bien y del mal. Nada tiene que ver esta ley con la amnistía que benefició a los presos políticos, al fin del tiempo del terror. En todo caso, ahora, en democracia, esos verdugos no corren el riesgo de que se haga con ellos lo que ellos hicieron con sus víctimas civiles en los campos locales de concentración.
3) Porque no creo que las cosas sean más importantes que las personas.
La ley no absuelve a los militares que robaron; pero de antemano absuelve a los que violaron los derechos humanos. Para la ley, el derecho de propiedad es sagrado. El derecho a la vida, no.
En este sentido, la ley uruguaya de impunidad es como la ley de punto final del presidente Alfonsín, en la otra orilla del Río de la Plata. Una y otra parecen haberse inspirado en el ejemplo de la bomba de neutrones, símbolo de nuestro tiempo, que mata a las personas pero deja intactas las cosas.
4) Porque la libertad no es una viejita paralítica.
En vísperas del plebiscito, la propaganda oficial asusta y amenaza. La ley ha consagrado el derecho militar a ejercer impunemente la violencia terrorista. Para defenderla, la propaganda practica, caraduramente, el terrorismo de la violencia terrorista. Sangrientas imágenes de actualidad en nuestra América del Sur: la desesperada violencia de la pueblada de Caracas, la estúpida violencia del asalto al cuartel tramposo de La Tablada, en Buenos Aires. Cuidado, advierte la propaganda: el voto verde amenaza la seguridad y la paz. Y además, por si fuera poco, detrás del voto verde se esconde la promesa del paredón.
La propaganda oficial identifica a la seguridad con la impotencia, a la paz con la resignación y a la justicia con la venganza y el odio. Apoyándose en las rutinas de la obediencia, pulsa los resortes más conformistas de una numerosa clase media y mediocre que cree que más vale pájaro en mano, que lo mejor es enemigo de lo bueno y que más vale mal conocido que bueno por conocer. Al fin y al cabo, la reivindicación de la dignidad civil implica una voluntad de cambio. Y la voluntad de cambio, como se sabe, pone en peligro la tranquilidad pública y merece el castigo divino de los ríos de sangre.
El Uruguay tiene fama de ser un país de espectadores. Hay toda una tradición que nos entrena para la contemplación y nos hace desconfiar de la acción. Tenemos la mayor cantidad de críticos y criticones, por metro cuadrado, de todo el hemisferio occidental. Hasta en el fútbol, que es la pasión nacional, hay más ideólogos que jugadores.
Contra esa tradición de pasividad, el plebiscito revela una voluntad popular de protagonismo democrático. Los uruguayos nos hemos tomado la democracia tan a pecho, que actuamos defendiéndola de una ley que la niega. No sé si el voto verde ganará el plebiscito, pero ya son una victoria las más de seiscientas mil firmas que lo han hecho posible, en este país de apenas tres millones de habitantes. Una victoria contra la costumbre de la parálisis y contra la poderosa máquina del miedo.
5) Porque la alegría es lo más serio que hay.
La propaganda oficial se basa en el miedo. La propaganda verde, en la alegría. El gobierno se enoja y dice que la alegría es poco seria.
Las momias se llevan mal con la alegría, porque se llevan mal con los jóvenes. Jodida cosa, ser joven en Uruguay. ¿Cuántos jóvenes abandonan, cada día, este país de viejos? La cifra exacta no se conoce. Cincuenta, cien, quién sabe. La economía les niega trabajo y los echa, la policía los apalea, el sistema educativo no los escucha, los políticos los ignoran.
Un vigilante electrónico se ocupa de ellos desde la infancia. En el programa infantil más popular de la televisión, hay un robot, Ultratón, que denuncia a los niños que se han portado mal. Los padres le escriben cartas de queja y Ultratón señala públicamente al que se hace pichí en la cama, al que dice malas palabras, al que se niega a dejar el chupete, y a todos los malos uruguayitos que no obedecen.
6) Por el anticuado, y quizás ridículo, sentido del honor
El poder militar no se nota, ahora, a simple vista. Un gobierno paralítico y una izquierda que se muerde la cola, ocupada en sus líos internos, han hecho posible el aparente eclipse. Pero los uruguayos trabajamos para quienes nos vigilan. Militares y policías devoran el presupuesto nacional. La Universidad, la única que hay, recibe veinte veces menos que ellos: la Biblioteca Nacional está a oscuras desde hace 6 meses, porque no hay dinero para arreglar la luz, y la Biblioteca Pedagógica dispone de doscientos dólares por año para comprar libros a los educadores.
El Uruguay tiene una larga tradición civilista. Los doce años de dictadura militar no hicieron más que confirmarla. Con los dientes apretados, el país resistió. Quienes ahora lo queremos verde, creemos que merece algo mejor que una democracia vigilada, donde el poder militar, enmascarado, se ocupa de que nadie se salga de la raya. Y creemos que merece algo mejor que una economía cada vez menos democrática, que enriquece a los ricos y empobrece a los pobres.
El plebiscito no es fácil. No votan los que están fuera del país, que son muchos, quién sabe cuántos, quizás medio millón de uruguayos corridos por la falta de trabajo y de destino; y en cambio votan, dentro del país, los indiferentes que no se tomarían la molestia si el voto no fuera obligatorio.
Yo no sé si el voto verde ganará. Al fin y al cabo, Uruguay forma parte de una región del mundo, América Latina, que tiene la costumbre de trabajar por su propia perdición. Pero, en todo caso, estoy seguro de que no ha sido en vano la larga campaña contra esta ley que llama paz a la humillación nacional. El país ha confirmado que están vivas las energías de su propia dignidad y que el viejo y querido sentido del honor, que tan fuera de moda está en el mundo, sigue siendo nuestra más porfiada manía colectiva. El país verde no nace de una victoria, ni muere cuando pierde. Por eso vale la pena.