Nunca se quedó quieta. Jacqueline Bouvier, al convertirse en primera dama de Estados Unidos, hizo todo lo posible para abrir las puertas de la Casa Blanca y hacer que dicho espacio dejase de considerarse un sitio inexpugnable y ajeno a las visitas. Por cierto que por allí supo pasearse como joven, bonita y elegante que era, a lo largo de buena parte de los acontecimientos en los que aparecía siempre en primera plana junto a John Fitzgerald Kennedy, su marido, asesinado en 1963. Acerca de los días que siguieron a la traumática muerte de éste y los pasos que la protagonista sintió que debía dar se extiende la historia que firma Noah Oppenheim, decidido a poner en claro que, más allá de cualquier idealización de sus años matrimoniales y de una situación política progresista en la cual la mención de la Unión Soviética, Fidel Castro y los derechos humanos daba lugar a encontrados comentarios, la mujer apostó a que la totalidad de los ceremoniales póstumos dictados por la ocasión se desarrollase con el respeto, el decoro y la dignidad que la personalidad del extinto merecía.
Discutible o no, la aparición de la viuda y sus dos hijos en el transcurso de los honores brindados a Kennedy, y la larga caminata de ésta en procesión detrás del ataúd, constituyeron etapas para las cuales no siempre contó desde el comienzo con la venia de quienes entonces la rodeaban, en un ambiente aun más enrarecido al ocurrir un sorpresivo nuevo asesinato: el de Lee Harvey Oswald, culpable del primero. Jackie se salió con la suya, hizo todo lo que se propuso y por ello recibió la general aprobación de un mundo entero solidario con su situación. Tal lo que muestra la película dirigida por el chileno Pablo Larrain mediante la reconstrucción del programa de televisión en el cual Jackie abría las puertas de la Casa Blanca a la mirada pública, las idas y venidas de una entrevista periodística que recién ahora se conoce en toda su extensión y, claro está, los altibajos de las reuniones, discusiones y declaraciones que, en los difíciles días posteriores al atentado, la dama en cuestión tuvo que atravesar.
El retrato, habida cuenta de que hay quienes sostienen que Jackie solía tener un cierto afán de protagonismo ante los medios de prensa, resulta empero favorable, aparte de formular un interesante repaso a tantos hechos que dieron y dan que hablar. Larrain se las arregla además para descartar cualquier asomo de énfasis, apostando a la sobriedad para narrar el asunto con la agilidad esperada y hasta otorgándole el bienvenido vuelo que trae consigo la comparación del mandato presidencial de Kennedy con el período del rey Arturo en la legendaria Camelot –la banda sonora echa mano a la canción del musical del mismo nombre interpretada por el gran Richard Burton–, comparación tesoneramente sostenida por Jackie que aquí aflora hacia el final con agridulce intención. El elenco responde con puntual sobriedad a un compromiso al cual Natalie Portman entrega una equilibrada dosis de superficial fragilidad que sabe hacer contrastar con la fortaleza de la mujer de temple que, en realidad, fue la señora Kennedy. La actriz, al igual que la propia Jackie, es dueña de un encanto que llega rápidamente al espectador. Para las malas lenguas que de todos modos insisten en recordar que la viuda, años después, al decidir contraer matrimonio por segunda vez, eligió como marido nada menos que al multimillonario Onassis, cabe sostener que, aun durante tan sonada unión, supo mantener su imagen fuera de la amenaza de cualquier asomo de escándalo. Genio y figura.