Los montevideanos somos afortunados. No necesitamos ningún experimento social para saber cómo nos comportaríamos en estado salvaje, con reglas cambiantes o ausentes, prácticamente sin monitoreo alguno, librados al azar de nuestra suerte en diversos enfrentamientos con otros seres, a veces más y a veces menos poderosos que nosotros, seres que ignoramos si sus intenciones son amigables u hostiles. Para eso, en Montevideo tenemos el tránsito.
No nos preocupa. Sólo hay ocasionales vestiduras rasgadas cuando algún accidente particularmente atroz ocupa las pantallas de nuestros televisores y la culpa social se agita un poco. El demonio, en estos casos, suele adquirir rostros diversos: el alcohol, la velocidad, y, dentro de poco, seguramente también la marihuana. La culpa es siempre de algún exceso. Pero lo que hace del tránsito de Montevideo un sistema perverso es, precisamente, una falta.
Hay una canción de Black Box Recorder, una banda británica ya disuelta, que se titula “The British Motorway System”. La letra comienza afirmando que el sistema de carreteras británico es hermoso y extraño. La canción es la historia de una ruptura amorosa y hábilmente confunde los sentimientos de vacío emocional que deja una separación con los que se producen al manejar distancias largas. Sin embargo hay una estrofa que siempre me hace pensar en Montevideo: “el sistema de carreteras británico es un accidente inminente (…) y uno se pregunta si en verdad hay alguien que efectivamente decide”. Es eso: en Montevideo también uno se pregunta si en verdad hay alguien que efectivamente decide. O más bien, uno está prácticamente seguro de que no puede haber nadie que haya decidido la insanía sincopática de nuestros semáforos, la asesina carencia de señalización, la crónica falta de ordenamiento y control y la insensata ausencia de educación y entrenamiento de conductores y peatones.
Un sistema de tránsito es, como dice la canción, algo esencialmente bello. Bello como todo lo que funciona de acuerdo a una lógica y unas leyes. Hay algo que los humanos difícilmente olvidamos, esto es, la maravilla infantil cuando comenzamos a entender cómo funcionan las cosas. ¿Hay alguien que haya olvidado la emoción de entender cómo funcionan los cambios de la bicicleta? Los cumpleaños infantiles deberían contratar mecánicos, en lugar de magos.
Diseñar y mantener funcionando adecuadamente, a lo largo del tiempo y las condiciones cambiantes, un sistema de tránsito, es una de las tareas más interesantes imaginables. Porque, siendo un asunto de ingeniería, involucra, además, una cuota importante de psicología humana. El tránsito es un sistema esencialmente cooperativo en el cual unos individuos básicamente competitivos deben moverse colectivamente con el mayor éxito posible. Es, además, un sistema donde la predecibilidad y la confianza son indispensables. Si no confío en que el auto que llega a una intersección con la luz roja va a detenerse, el sistema colapsa. Tanto, que hay un viejo chiste de un taxista que pasa siempre con la luz roja, afirmando que hace lo mismo que su hermano, y cuando se enfrenta a una luz verde, frena, por miedo a que justo pase su hermano. Tiene su gracia.
Hace unos años la web de subastas online eBay realizó un aviso publicitario que se apoyaba en el eslogan “La gente es buena”. La finalidad de eBay era asegurarles a los usuarios que podían confiar en los desconocidos que vendían cosas en el sitio y enviarles el dinero aunque no tuvieran la más mínima garantía de que lo que compraran fuera a llegarles algún día. Curiosamente, para reafirmar la idea de que “la gente es buena” el spot televisivo de eBay usaba imágenes de cooperación en el tránsito. Digo “curiosamente” porque no es la idea que se tiene del tránsito, sin embargo el aviso funcionó a la perfección. La clave es que, si bien nadie diría que “los otros” en el tránsito actúan de esa manera, es así que nos gusta pensarnos a nosotros mismos. Caballeros andantes dispuestos a ayudar a una dama en peligro, damas infaliblemente solidarias, seres altruistas dispuestos a deponer su interés inmediato en beneficio del prójimo.
No hay nada más peligroso para una sociedad que la distancia exagerada entre la autopercepción y la realidad. Y, en Uruguay, esa brecha crece día a día, a pasos agigantados. Estamos convencidos de que somos solidarios y educados, justos y racionales, mesurados y amables. Pero el tránsito nos desmiente cada día.
Somos gente buena que estaciona sistemáticamente en doble fila hasta para ir a la panadería y que se siente absolutamente justificada para generar un embotellamiento porque tiene que pasar a buscar a su hijo al colegio (¡si son cinco minutos!). La prueba irrefutable de nuestra bondad es que si escuchamos la sirena de una ambulancia somos capaces de subir el auto al cantero con tal de ayudar a salvar una vida, y nos sentimos virtuosísimos, aunque es mucho mejor si la sirena nos permite saltarnos un semáforo. Somos gente racional que estaciona un camión de reparto en cualquier lugar y a cualquier hora, que planta los contenedores de residuos y las paradas de ómnibus en las esquinas, las cebras en el sentido contrario al del tráfico, donde las calles no tienen ni nombre ni flechas. Somos paladines del control de la velocidad del auto que viene atrás de nosotros, pero si llegamos a la esquina con el semáforo en amarillo, aceleramos y pasamos con la roja. Conducimos a 30 quilómetros por hora porque, mientras lo hacemos, hablamos por teléfono, mandamos mensajes de texto y hasta miramos vidrieras, porque es la velocidad la que causa accidentes, no nosotros, y si nos llevamos puesto a un cuidacoches la culpa es de él, por estar parado en medio de la calle. Aceleramos cuando los peatones cruzan con la luz roja, porque se lo merecen, y frenamos cuando se nos viene en gana, porque si nos chocan la culpa es del que viene atrás, por no guardar distancia. Manejamos con una rueda en cada carril –cuando hay carril– porque nunca sabemos cuál de los dos se va a trancar primero, si el de la derecha por los que estacionan en doble fila, o el de la izquierda, por los que doblan.
Esta situación se agrava cuando uno se da cuenta de que si esto es así en un país donde hace años que los accidentes de tránsito son la primera causa de muerte en menores de 30 años, difícilmente algo vaya a cambiar, porque evidentemente no hay nadie a quien le importe seriamente lo que suceda con el tráfico, con aberraciones que llegan muchas veces a extremos casi kafkianos.
Hace unas semanas descubrí que, gracias a la conjunción desafortunada de obras viales no relacionadas, debía conducir siete cuadras adicionales para poder entrar el auto al garaje en la casa de mi familia, sin infringir ninguna norma de tránsito. No es que sea grave, sólo que, a poco de realizar tal descubrimiento la esquina fue flechada en sentido contrario al habitual. Estuve a punto de provocar y tener un accidente sólo porque al “ingeniero” a cargo le pareció una genial idea no solamente revolucionar el tránsito de todo un barrio haciendo coincidir obras que nunca debieron coincidir, sino cambiar (¿provisoriamente?) el sentido de una calle (la ignota y muy literaria Dulcinea, convertida de la noche a la mañana casi en una avenida) que tiene el récord de haber sido flechada, en una década, en todos los sentidos posibles. El comportamiento de nuestros planificadores viales es verdaderamente extraordinario, y la omisión de la Intendencia de Montevideo respecto a sus obligaciones más primarias respecto al tránsito, alarmante.
Considerando el crecimiento exponencial del parque automovilístico en los últimos años y la patente ausencia de cualquier medida para afrontarlo, la sola visión de decenas de coches-escuela entrenando nuevos conductores hasta la medianoche en las inmediaciones del estadio pone los pelos de punta. De no mediar una seria reorganización y una campaña de educación intensiva, el tránsito de Montevideo será, muy pronto, intransitable. Pero eso sí, lleno, llenísimo de gente buena.