Los mapeos –o esa búsqueda de determinar generaciones literarias–, cuando están bien hechos, pueden resultar útiles para hipotéticos lectores; son el intento de organización de un universo muchas veces inasible y disperso. Hacer sociología de la literatura, categorizando a los escritores por temática o por año de publicación, es útil como guía o como manual de lectura, pero también construye lugares de autoridad, en una especie de moralismo literario. Y los juicios de valor que hace quien delinea el recorrido se vuelven determinantes en la conceptualización misma de ese mapa. Esta, entonces, no es una discusión nueva.
Publicada este año por Criatura Editora, la nueva novela de Inés Bortagaray, Cuántas aventuras nos aguardan, cuenta con un precioso prólogo en el que la autora explica el proceso que la llevó a la escritura y posterior publicación del libro. Allí cuenta sobre la creación de ciertos personajes que terminó dejando ir por encontrarlos aburridos o por no sentir verdadero entusiasmo por ellos, y comenta que ese trabajo surgió a partir de creer que tenía que hacer el esfuerzo de cambiar su propia literatura. Según la autora, esa necesidad de modificar su escritura estuvo motivada por la lectura de una serie de artículos publicados en 2009; los textos intentaban categorizar a quienes estaban escribiendo a principios del 2000 en Uruguay. En ellos, la literatura considerada más valiosa era la que se contaba desde una tercera persona; ese punto de vista, más tradicional, era considerado más digno de “la buena literatura” porque esquivaba, a toda costa, el infantilismo de la literatura del yo.
Bortagaray explica cómo ese trabajo, ese esfuerzo por cambiar su manera de escribir, sólo logró detener su ímpetu creativo; cómo alejarse de esa forma, propia de su escritura, para satisfacer la visión de ciertos críticos, la llevó a embarcarse en un largo recorrido que sólo terminó cuando pudo reencontrarse una vez más con su voz primera. Esto se deja ver en un comentario en particular: “(…) un crítico ensayó una especie de mapa con categorías que más o menos aglutinaban a los que estábamos escribiendo durante la primera década del 2000. Estaban los egoístas, los pop y los serios. Era evidente que los que el crítico consideraba de verdad buenos eran los serios, varios poetas devenidos narradores, conscientes de ser parte de una tradición, ocupados en probar los géneros (el policial, la ciencia ficción), con reconocimientos en varios concursos. Los serios eran todos hombres. Las egoístas, creo recordar, eran casi todas mujeres y se ocupaban con una parsimonia satánica en mirarse el ombligo y recorrer lentamente todos los vericuetos de sus días chiquitos para hacer una literatura de diario íntimo. Otro crítico subió el volumen de la reseña en todos los lados que encontró para ensalzarla y aludirla, y por ahí apareció mi nombre en la pandilla egoísta”.
Hablar de “egoístas” o de “intimistas” en ese “empeño en desconocernos y en castigarnos, en silenciarnos y aplacar todo resabio más o menos personal e íntimo de nuestra voz”,para referirse a un tipo de literatura tradicionalmente asociada a lo femenino, es dar a entender que, al igual que la literatura de los pop –cuyos ejemplos son, además, Dani Umpi y Natalia Mardero, escritores queer–, es un tipo de literatura menor. Y lo que producen los serios –sobre cuyo análisis se extienden bastante ambos críticos, porque es en realidad lo que les importa– es la verdadera y legítima herencia de una larga tradición literaria nacional; son ellos quienes logran continuar con las formas onettianas de la letra uruguaya, tan sólo tomando, cuando es necesario y no abusando de ello, algunos rasgos “experimentales” de los pop y las egoístas.
Así, la moral literaria se impone, determina el deber ser de la letra, culpabiliza a los que se manifiestan de formas distintas a las de la tradición. No todas las voces de la literatura femenina son la misma, porque no somos todas la misma: no existe una sola forma del hablar de la mujer. Aun así, pensar esa literatura íntima y confesional –la literatura mínima–, no sólo como un género menor, sino como uno que además debe ser evitado, es negar una voz fuertísimamente femenina. La discusión no es nueva, pero el problema sigue estando presente: más allá de su proliferación y de que haya cientos de autores que hablen ese mismo idioma, se sigue condenando la presencia de la intimidad real en la literatura y se la considera una voz “de diario íntimo”, expresión que la infantiliza y la descarta, calificando esa letra de superficial, frívola y egoísta; todos términos que se han usado no pocas veces para hablar de las mujeres que se saben sujetos.
Lo bueno que tienen los recovecos de ese ombligo que tanto nos miramos es que suelen ser eternos y todos distintos. Hay texto para rato.