Museo de inmigrantes - Semanario Brecha

Museo de inmigrantes

Hasta no hace mucho la isla por la que durante décadas entraron masivamente los inmigrantes a Estados Unidos permanecía cerrada. Hoy es un museo sorprendentemente conmovedor.

Una artista neoyorquina fue condenada a 200 horas de servicio comunitario por sus intervenciones en varios parques públicos de Estados Unidos. Después de comunicar en su sitio de Internet que había intervenido algunos monumentos, se generó una discusión en las redes sobre el daño ocasionado y, muy pronto, una suerte de ataque masivo virtual, y luego un juicio. La noticia tiene esa cuota desagradable de linchamiento que no pocas veces se hace en nombre de la ecología o algún otro principio progre. Aunque la pena esté lejos de ser ominosa, en el proceso los preocupados activistas cibernautas hicieron pública la dirección de la artista, a quien tildaron de vandálica. Finalmente ella optó por declararse culpable y borró fotos de Instagram que incluían dibujos en las Rocallosas o grabados en otros parques. Ahora se le prohibió la entrada a lugares como el Yosemite o el Cañón del Colorado, que integran el llamado Servicio de Parques Nacionales de Estados Unidos y que al parecer cubre el 20 por ciento de la superficie total del país. De pronto el celo (justo aunque semifanático de los indignados) estuvo propiciado porque este año se cumple el centenario del National Park Service. Para celebrarlo Obama dispuso que todos los niños de cuarto grado de las escuelas públicas visiten uno de los sitios que lo integran: la Isla de Ellis. Por eso los barquitos que llevan turistas a la Estatua de la Libertad en Nueva York iban esta primavera repletos de escolares ruidosos.

Hasta no hace mucho la isla por la que durante décadas entraron masivamente los inmigrantes a Estados Unidos permanecía cerrada. Hoy es un museo sorprendentemente conmovedor. En un país que destaca por la manera didáctica y seductora que da a sus museos, este es un poco diferente. Menos espectacular, más modesto en su tecnología, podría decirse que es un museo narrativo. La disposición es competente, pero el secreto está en que se armó a través de los testimonios de los inmigrantes que entraron por esa puerta a hacer la América. Entre 1902 y 1930, 12 millones de personas ingresaron por esa puerta a Estados Unidos.

Ahora el visitante va recorriendo en el mismo orden en que lo hicieron ellos las distintas etapas y las pruebas a que debían someterse para ser admitidos. Los inmigrantes descendían de los barcos agotados, temerosos, esperanzados. Hay fotos que los muestran, pero la verdadera historia está en el registro de sus testimonios. Las voces cascadas recuerdan lo que vivieron en su primera juventud o de niños. A los que se sospechaba enfermos, portadores de infecciones o mentalmente incapaces, se los marcaba en el abrigo con una tiza, luego se separaban para someterlos a examen, y eventualmente eran devueltos al país de origen.

Una mujer recuerda que un guardia la ayudó diciéndole que se diera vuelta el saco, luego su madre descubrió que había sido marcada. Otra mujer cuenta que su abuela fue rechazada por tener una uña negra: “Qué gente ignorante, toda la vida tuvo esa uña negra, con esa uña crió nueve hijos; qué crueles e ignorantes, la mandaron de vuelta, la separaron de su familia”. La voz se le quiebra y agrega: “Nunca más supimos de ella”. Para entrar se les exigía tener 20 dólares. Un hombre viejo recuerda que ellos no tenían más que un billete entre tres. La solución fue mostrar siempre el mismo, el primero lo mostraba y luego lo guardaba en el bolsillo de atrás del pantalón, de donde lo tomaba el segundo y lo volvía a mostrar. Así pasaron. Habían invertido todo en pagar los pasajes en los grandes barcos de vapor, donde viajaban hacinados durante varias semanas, como el joven Di Caprio en el Titanic. “Los inmigrantes necesitaban a las compañías navieras, pero ellas también a ellos”, los boletos de primera clase eran subvencionados por los pobres. Los ricos requerían tantos servicios que resultaban antieconómicos; en cambio esas muchedumbres que no esperaban nada y recibían lo mínimo mantenían los nuevos vapores en marcha. Es imposible no recordar cantidad de escenas de películas que han recogido estos orígenes (Pandillas de Nueva York, de Scorsese, lo hizo memorablemente), pero lo que surge naturalmente de estos testimonios es una historia coral poderosa, y a la vez íntima. Hecha con una buena investigación y mucho tacto e inteligencia. ¿Cómo sería una análoga de este sur también aluvional? Acaso sea tarde para descubrirlo.

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