—¿Qué tipo de desafíos supone armar una muestra retrospectiva?
—Llevarla a cabo es una parte del premio Figari. Uno puede encarar el armado de muchas formas. Nos juntamos con Verónica Panella, que conoce mucho mi trabajo, y acordamos que, si bien debíamos cumplir con la función de que se conociera la obra con su historia, sus orígenes, desde sus sistemas, no podía ser en orden cronológico, porque eso le daría a la exposición una frialdad que no me interesa. La idea es que sea algo vivo, que muestre esta cosa espiralada de lo temporal. Hay temas que siempre están ahí, subyacentes. Yo misma confronto mis ideas y luego vuelvo a ellas. La pintura más antigua que incluimos es del 87, y también hay una pieza que hice ahora, especialmente para esta muestra, que es un video.
—¿Cuándo empezaste a pintar?
—Soy hija única. Nací en la Ciudad Vieja, en un tercer piso. Tenía pocas chances de salir a jugar con otros niños. Éramos mis primas y yo en lo de mi abuela. Había como un caldo familiar y también había acuarelas. Las viejas historias familiares cuentan que yo estaba todo el día pintando y que vino el director de un museo de Milán que era amigo de un tío y mi tío le mostró lo que yo hacía –porque él se quedaba con mis acuarelas; elegía entre ellas las que más le gustaban–. El italiano vino y dijo: «Esta niña tiene que tener papeles y acuarelas abajo de la cama». Y seguí pintando. Eso fue hasta los 18 años. Tenía muchas dudas, porque, claro, a una le gustan muchas cosas. Cuando hay intereses creativos, estos se derraman para varias áreas: el cine, el teatro, la música. Entonces empecé a estudiar arquitectura, porque, bueno, esto de querer ser artista era como un camino muy sacrificado y difícil; qué se yo. La cosa es que ahí sí, dejé durante diez años y luego, a los 29, dije: «Bueno, no se puede más». Me faltaba poco para recibirme, pero tenía casi 30. Me preguntaba: «¿Qué soy? ¿Qué voy a ser?”. En ese momento me empecé a ver como pintora.
—¿Cómo fue ir por ese deseo?
—No había sido mi plan. Yo asustaba a mis amigos diciendo que no me interesaba nada: ni casarme ni tener hijos. Pero me enamoré y me quedé embarazada muy jovencita. Me casé con 19 años, en la dictadura, y tuve hijos. Hijos, no sólo uno, porque yo había sido hija única y me pareció que había sufrido en ese lugar, así que tengo cuatro. A los 29 años ya tenía tres, así que decidí que necesitaba parar un momento y pensar en lo que estaba haciendo. Trabajaba como dibujante en un estudio de arquitectura. Era un estudio adorable, pero yo sentía que estaba postergando algo. Y, bueno, les dije a mis jefes, que habían sido mis profesores, que me iba del estudio porque me iba a recibir. Pero en cuanto me fui me di cuenta de que la arquitectura no era para mí, porque es una disciplina que te obliga a estar atado a la economía. Yo me asfixiaba con eso, entonces me incliné por la pintura. Porque la pintura me permite trabajar con mis herramientas, con mis medios, y hacer lo que tengo que hacer, lo que no está hecho a pedido de nadie.
De todos modos, considero que los artistas tenemos que estar muy conscientes de que no pintamos por una cuestión egoísta o egocéntrica, ¿no? Estamos todos vinculados en una delicada trama que nos une: hay que detenerse a pensar y sentir qué es lo que tenemos que hacer porque los demás lo están necesitando. Eso ya no se parece a decir: «Quiero una casa linda con un montón de plantas». Hay que tratar de conectarse con esta cosa que es de todos y ver cómo hacer, como artista, para darle forma a eso y entregarlo.
—Tu obra está atravesada por la ciudad como idea, como motivo. ¿Cuál fue la influencia del estudio de la arquitectura en tu pintura, en la manera de mirar el paisaje?
—El paisaje urbano me atrae, me interesa. Es una cosa muy tejida con mi historia, porque mi tío Luis tenía una empresa constructora que funcionaba en un viejo edificio de la familia, que también había sido una tienda. Era fascinante. Los objetos que llegué a ver ahí… Vivíamos en un piso, y el resto era la empresa de mi tío Luis. Y, claro, mi papá trabajaba ahí: proyectaba planos. La arquitectura era algo natural. Mi padre me paseaba por toda la Ciudad Vieja y me decía: «Mirá, este edificio es de aquel y este, de aquel otro». Cuando decidí dedicarme a la pintura, empecé por ahí. Traté de ser cuidadosa y respetuosa con lo que había vivido. Trabajo desde el amor, no creo en destruir nada. A veces hay que desarmar algo y dejarlo, pero no destruir, no negar. Fui al taller de Pepe Montes y sus técnicas no eran lo que yo intuía que iba a usar, pero consideré que asistir a su tutoría era un tránsito importante para mí. Siempre creí en hablar con los demás. En el grupo de estudios urbanos en el que estaban mis compañeros, por ejemplo, había aprendido a sentir amor por la ciudad y su memoria. Cuando empecé a pintar, empecé por ahí.
—¿Cuál es tu relación con la perspectiva clásica?
—Decidí cambiar mi ojo. Había una liberación en esto. No es destruir, no es negar.
—¿Enrarecer?
—No me servía ponerme a dibujar y pintar la arquitectura de Montevideo desde una postura de perfección, de perspectiva, porque entonces habría sido arquitectura y no plástica. En mis pinturas todo está caído, fuera de lugar, porque responde a la emoción. Es más emoción que materia. Tampoco era deformar por deformar; era algo pequeño, un corrimiento. Era yo cometiendo pequeños errores que reconocía como verdades desde otro lugar, desde otro punto de vista.
—¿Qué tenía que ver ese método con la realidad política de ese momento?
—Era una manera de decir, sin que fuera folletinesco, hiperexplícito, que todo estaba mal. O sea, que todo aquello… No te olvides que cuando yo paseaba con mi papá eran los años cincuenta y Montevideo todavía tenía una imagen homogénea: había aquella sensación de que estábamos muy orgullosos de nuestra ciudad, de nuestra cultura, de nuestra democracia. Pero todo se había enrarecido y yo tenía que manifestarlo de alguna manera. A un nivel más profundo, me interesaba la arquitectura de la casa, donde se vive tanto lo doméstico como lo institucional, tanto lo privado como lo comercial. Las casas estaban todas raras, enrarecidas. Era emblemático el tema de que habíamos quedado encerrados. Así como ahora estamos encerrados por una pandemia, que es otro tipo de encierro, estábamos encerrados en nuestra ideología, en nuestras convicciones, en nuestro pensamiento. Por eso fue que a mi primera exposición, que hice en 1986, la titulé «Ventanas a la calle». Ahora tengo la oportunidad de explicar mejor mis intenciones. Tal vez en aquel momento… Siempre he intentado decir con mi obra y no con palabras, más allá de que comprendo –y lo he asumido con los años– que hacer relatos paralelos o anexos ayuda al diálogo, a la comprensión. Igual, la mayor parte de las veces son los otros quienes me explican lo que puse ahí.
pinto estas mujeres, que son libres y vuelan. No vuelan como una palomita ni como una santita: vuelan con todo su ser y su disfrute o el descubrimiento de su cuerpo.
—Hay una parte que no se sabe, ¿no? Entendés con el tiempo.
—Ahí, en la vitrina, puse un retrato que hice cuando tenía 29 años. No es mi inicio como artista profesional al público –eso fue después de la dictadura–, pero es el inicio de mi camino, de mi búsqueda, y son 40 años. Mirando para atrás, son 40 años: hay mucho para descubrir sobre por qué hice lo que hice. Igual, eso no me importa demasiado; es anecdótico. Lo que importa es que las cosas vienen de ese otro lugar, un poco como decían las brujas, y es una de las grandes cuestiones de lo femenino estigmatizado. Las brujas relataban sus viajes a otro lado. Por ejemplo, en los pueblos en Europa, en la Edad Media, iban a luchar contra los espíritus malignos que podían destruir las cosechas. No lo hacían físicamente, lo hacían de otras maneras. Una siente eso tan misterioso cuando está trabajando en una tarea artística con absoluto compromiso, absoluta entrega. Decís: «Bueno, acá estoy. Soy una herramienta. Tengo que hacer esto». Tenés ideas que elegís, pero luego, cuando estás en el momento creativo, no sabés bien si sos tú, cómo es, dónde estás. Y lo que se encuentra y lo que se trae tienen que ver con una postura que no es para nada lógica ni racional.
—¿Y los sueños? ¿Qué papel cumplen?
—En mis años de primera juventud eran, incluso, pesadillas: sueños en los que había peligro, sufrimiento; sueños simbólicos, que me explicaban cosas. Con los años he pasado a tener sueños en los que sé que estoy soñando: no hay miedo, no hay angustia, no hay sensación de peligro. De allí he tomado material para la poesía, no para la pintura. No te puedo decir que haya pintado un sueño. El sueño –no sé cómo decirlo– es demasiado misterioso para atrapar y demasiado sintético de algo muy amplio. La pintura también se trata, en sí misma, de atrapar sintéticamente algún misterio.
—En los noventa, ¿sentiste alguna diferencia, algún impedimento por ser una mujer pintora? Es una pregunta con muchas aristas, pero quería saber cuál era tu registro de eso.
—En los noventa la sociedad estaba mucho más preparada para recibir y darle valor al arte de un hombre que al de una mujer. Yo siempre fui muy cuestionadora del tema del género, desde niña. Me preguntaba por qué, en el matrimonio, mi mamá le agregaba a su apellido el «de Patrone» y con mi papá, al revés, no sucedía lo mismo. Para ser una mujer nacida en 1921, mi madre tenía un pensamiento completamente libre y maravilloso, pero se quedó en la casa. Estudió música, dio clases, pero quedó muy encerrada. Mi padre era –es: todavía vive– más conservador. No quería que yo estudiara arquitectura, por ejemplo. «No, ¡una mujer en las obras!», decía. Quería que yo fuera profesora de inglés [risas].
Es cierto que hay muchos señores que se sienten maestros, que hablan de sí mismos en tercera persona, que parece que hubiera que rendirles pleitesía. Eso me parece mal desde todo punto de vista. También hay otros niveles. Hay muchos colegas con los que el respeto es muy correspondido. Pero en aquel entonces –fue la primera década en la que trabajé profesionalmente– para las mujeres todo era más difícil. Si era hombre, iba a haber más seguridad al decir: «Vamos a aplaudir, que es un maestro». Con las mujeres: «No estamos muy seguros, ¿no?» [risas].
Aparte, lo mío es netamente femenino. Digamos que yo tengo una cosa un poco samurái. Siempre me puse en un lugar como si a mí no me pisara nadie. No me quería poner en una postura de víctima moral, sino en una postura fuerte, diciendo: «¿Sabés qué? Somos iguales como artistas. Pero, bueno, siempre han existido los comportamientos machistas. Es un tema tenebroso. Si el hecho de ser mujer podía jugar a tu favor era gracias al importante papel que hacían las críticas de arte Amalia Polleri, María Luisa Torrens y Alicia Haber, y Clara Ost como coleccionista. Porque, claro, es muy difícil pelearla sola, ¿no?
—¿Hubo una relación concreta entre el sentir de época y tu obra?
—Me parecía fundamental arrancar la nueva década desde el expresionismo. Primero, porque me era afín, simpático. Era –y es– mi sistema. Pero también pensé que teníamos que ser muy expresivos, hablar con mucha emoción, sin ser explícitos. Porque cuando uno es folletinesco, le está hablando a muy poca gente. La idea era abrir, comunicar con el método más amplio posible. Por eso el expresionismo fue clave. A Seveso, a Musso y a mí nos interesaba mucho la escuela alemana contemporánea. Sentíamos que nos venía bien para expresarnos y trabajar, cada uno a su manera. También estaba Hugo Longa, que tomó mucho de los artistas estadounidenses y trabajó con una enorme fuerza, con el color, porque había que romper todo aquello. Había que hablar de otra manera, decir las cosas de otro modo.
Pepe Montes –yo había transitado por su escuela– era un muy buen maestro. Aprendí la cocina de la pintura con él. Un día, a principios de los noventa, me lo encontré por la calle y me dijo que había visto una pintura mía que se titulaba Querubín. Era un bebé muy grande que venía cayendo al vacío y estaba pintado con toda la cosa esa furiosa, expresionista. Pepe me hizo un pequeño gesto de resignación y me dijo, nostálgico: «¡Tú tenías unos grises tan finos!» [risas]. Ahí resumió todo. Era horrible aquello para él, pero no me censuró: me dejó ir por mi camino.
—¿La emergencia del color tiene que ver con la expresión?
—Tiene que ver con la emoción. Así funcionamos los humanos. Cuando te levantás, si abrís la ventana y ves blanco y negro, sentís determinada emoción; si ves un cielo azul, plantas verdes y flores rojas y amarillas, la emoción es otra. A su vez, los colores se comportan entre sí de una forma que podría trasladarse a lo emocional. Hay colores que se hacen daño, colores que se apoyan o se exaltan, colores que se apagan… Ese juego siempre me pareció fascinante.
—En tus obras hay una relación especial entre las formas, los colores y el sufrimiento que transmiten los personajes.
—El dolor, el espanto, el sufrimiento, el erotismo están vinculados al color. Es que así vemos lo que vemos. En una pintura el rojo puede significar desesperación; como, por ejemplo, en Claustro, que es esa mujer encerrada que flota patas para arriba. Pero en otra puede ser pasión, puede ser que una muchacha se ponga roja de deseo por un caballero que está abrazándola. El color es un código, pero no está encasillado.
—En tus pinturas no hay color en solitario: siempre hay personajes, escenas, encuadres, muchos elementos que se tejen. Quería preguntarte por el motivo del monstruo y las mujeres que son dobles y triples.
—He trabajado mucho sobre lo monstruoso, con personajes mitológicos como la sirena, por ejemplo. Ese monstruo nos pertenece, nos habita, y lo tenemos que reconocer. Hay que evitar que se considere monstruoso lo que no lo es, porque es otra cosa: es un lugar, es ser diferente. Lo monstruoso te pertenece, pero también te pertenecen otras cosas: lo doble, lo triple. Busco trabajar sobre lo femenino en un abanico muy amplio vinculado a poder ser. Exploro el lugar de monstruo donde se pone a la mujer desde la Antigüedad, ese lugar donde la mujer es lo que está mal: lo peligroso, lo deforme. No somos divinas, buenas y geniales; no hay una inocencia perfecta del ser femenino. Las diferencias de género tienen mucho que ver con la construcción cultural: esencialmente, no son tan distintos los hombres de las mujeres. Hay que mostrar, poner en evidencia, todo lo que ha sido construido: Lilith, la sirena, la que atrae para destruir, la milonga, mala, malvada, que me seduce, me hechiza, me deja… Me parece muy importante recorrer toda esa monstruosidad. Sí, maravillosas, creativas, santas, bellísimas, pero monstruosas también. Con pasiones y necesidades humanas.
—Me interesa la idea de problematizar lo erótico, ese querubín que cae en caída libre y tus mujeres que vuelan, que sobrevuelan.
—El tema del erotismo siempre está presente. Es uno de los grandes derechos que las mujeres tenemos, y ha sido pisoteado y negado. Va más allá del género, por supuesto. El erotismo es lo que les da encanto y gracia a las cosas. Por algo nos hace reproducirnos. Pero no es una sola cosa, porque lo espiritual y lo erótico no están reñidos. Eso lo vemos a lo largo de la iconografía religiosa: los artistas manifestaban un gran deseo erótico por aquel Jesús o aquel san Sebastián. Es cierto que, desde el punto de vista budista, el deseo implica apego y el apego te quita libertades, pero creo en los niveles, en los formatos. Se puede amar intensamente y tener unas vivencias sumamente eróticas sin ningún cuerpo ahí. Y, bueno, pinto estas mujeres, que son libres y vuelan. No vuelan como una palomita ni como una santita: vuelan con todo su ser y su disfrute o el descubrimiento de su cuerpo y de su relación con la noche y con las brujas. Yo, como mujer, me siento muy así, muy de volar. Por otro lado, el vuelo es como la contrapartida del encierro, del estar apretadas, del estar negadas. En esta exposición lo planteo: pongo frente a frente a las mujeres que vuelan y a las que están encerradas, en el claustro.