Es uno de los últimos discípulos directos de Joaquín Torres García. Con el fallecimiento de la pintora y diseñadora Olga Piria, en agosto pasado, sólo pueden hablarnos de la experiencia del trato con el maestro, Manuel Aguiar, Andrés Moscovich y Joseph Vechtas, pero el último apenas si tuvo un acercamiento circunstancial al “Viejo”, como respetuosamente lo recuerdan. En todo caso, Julio Mancebo (Montevideo, 1933), que tenía 11 años cuando entró al taller y 15 cuando murió Torres, es el que se mantiene fiel a esa línea del constructivismo reconocible en el bagaje de símbolos y en la preocupación por el tono de la pintura. Muy activo, como el que más en la Escuela del Sur, se anima en esta muestra1 con cinco cuadros de grandes dimensiones, a la vez que exhibe también algunos de los bocetos preparatorios y pinturas de formato mediano. Predominan en estas obras las superficies circulares surcadas por horizontes ondulados y estilizadas embarcaciones, retomando el tópico del puerto, tan caro al mundo torresgarciano. Se integran, además, símbolos abundantes. Algunos muy recurridos en la estética del universalismo constructivo, como el pez, el compás áureo, la escalera y el hombre universal; otros como las gaviotas y fragatas, el ying-yang y la medusa, de impronta más personal.
La simbología parece flotar entre sinuosos estratos con cierta cadencia adocenada que se “levanta” gracias a una paleta cálida, de naranjas subidos y toques azafranados. Una pintura que en términos generales no ofrece conflictos ni tensiones internas, sino que busca equilibrios y secuencias cansinas, ritmos de una contemplación interior no exenta de dicha. En ese sentido, de llana claridad, su propuesta se arrima a la estética de un Pailós y se aleja de la carga metafísica de un Fonseca, y por el sentido acumulativo y por momentos abigarrado del repertorio sígnico, está más próxima de Gurvich que de la síntesis de un Francisco Matto, por poner ejemplos encontrados. Caminos que la tradición emparenta y también define.
Quizás la tonalidad de su pintura –especialmente en las obras de gran porte– conserve algo del timbre de calidez que en el pasado observamos en sus esmerados gobelinos o en el brillo de los bronces martelados, en los cuales Mancebo cultivó una idea de equilibrada composición. En cambio, los bocetos preparatorios para estas grandes pinturas, realizados en lapicera, lápiz y tinta sobre papel, ofrecen una veta mucho más vigorosa, cobrando autonomía como medio expresivo. En estos dibujos la línea duda, “registra” el pulso, tiembla, seduce. Consigue una intensidad que pareciera diluirse en el pasaje de escala y finalmente perderse en los grandes lienzos.
La práctica del dibujo ayudó a Mancebo en otras épocas a reconstruir obras que había perdido o no había podido realizar en las condiciones de reclusión carcelaria, como preso político de la dictadura, y que desarrolló en el exilio ulterior en Suecia. Interesante resulta hoy, enraizado el artista en la cresta del Cerro –barrio que también fuera de Gurvich y de Fonseca–, analizar el diálogo de más de tres décadas que se establece entre los dibujos de concentrada potencia expresiva y las telas: formas de una memoria pictórica que sigue navegando en pos de la amplitud y el sosiego.
1. Espacio Cultural de Fundación Unión. Plaza Independencia 737.