En esto de andar indagando en las raíces del negacionismo científico, con particular atención sobre sus fundamentos filosóficos, hacía referencia en una columna anterior a expresiones del historiador Eric Hobsbawm y de filósofos como Maurizio Ferraris y Daniel Dennett.1 Pero como veremos en este segundo ejercicio, el espectro de autores que pusieron su atención en estos asuntos es bastante más amplio, incluyendo a algunos personajes clave del pensamiento posmoderno.
En el año 2017 el filósofo sueco Sven Ove Hansson, editor jefe de la revista Theoría, la única revista internacional de filosofía revisada por pares en Suecia, publicó una monografía en la revista arbitrada Mètode Science Studies Journal titulada “Cómo están conectadas las principales formas de irracionalidad” en la cual analizó “la pseudociencia, el negacionismo científico, la resistencia a los hechos y los hechos alternativos”, tal era el subtítulo del trabajo.
Hansson identificó algunas características comunes entre las pseudociencias clásicas que promueven pseudo-teorías (como la homeopatía, la frenología, la astrología, la cienciología, la ufología, etcétera) y el negacionismo científico, que normalmente es una corriente que se focaliza en oposición a alguna teoría o rama de la ciencia en particular (la ciencia del clima, la biología evolutiva, la eficiencia de las vacunas, los perjuicios del tabaco, etcétera). Estas semejanzas o aspectos en común son el rechazo de la información que las contradice, el uso de la falacia de prueba incompleta (cherry picking data), la negativa a considerar todo el cuerpo de la evidencia científica, su incapacidad para publicar en revistas arbitradas de prestigio y su propensión a caer en las teorías conspirativas. Pese a estas similitudes, se diferencian, según Hansson, en que el negacionismo científico actúa «creando falsas polémicas», es decir, afirmando que existe una controversia científica allí donde no la hay, mientras los defensores de disciplinas como la astrología o la homeopatía presentan sus teorías como «mucho más compatibles con la ciencia convencional de lo que realmente son”. Los “hechos alternativos” con los que se nutre la posverdad, -prosigue Hansson- suponen el mismo tipo de negacionismo que caracteriza a los defensores de la Tierra plana, los antivacunas o los creacionistas. “Donald Trump repitió una y otra vez que su ceremonia de inauguración había atraído a una multitud más grande que la de su predecesor, a pesar de que las pruebas fotográficas y de otro tipo mostraban, sin lugar a dudas, que, de hecho, su multitud había sido mucho menor.” El único motivo por el cual no se consideran estas declaraciones como pseudocientíficas es porque se trata de afirmaciones por fuera del dominio de la ciencia, pero lo significativo es que suponen el mismo proceso de negación de la realidad.
El filósofo y escritor Lee McIntyre, investigador de la Universidad de Boston, publicó en 2018 su libro Posverdad,2 en el que aborda los orígenes de ese concepto y sus relaciones con el negacionismo científico. Uno de los elementos en común, según McIntyre es el uso de un doble estándar para reforzar el sesgo de confirmación. Mientras los negacionistas se muestran extremadamente escépticos hacia los hechos que no quieren aceptar, aunque estén avalados por un sólido consenso científico, son extraordinariamente crédulos hacia las fuentes y estadísticas que eligen cuidadosamente para confirmar sus prejuicios o ideologías. Esta dualidad de criterios sugiere que lo que caracteriza a la posverdad es la convicción de que “los hechos están subordinados a nuestro punto de vista político” y no tanto una creencia de que la verdad no exista como tal.
McIntyre establece el origen del negacionismo científico en el año 1953, cuando se reunieron en Nueva York los jefes de las principales compañías tabacaleras, preocupados por la difusión de un informe científico que demostraba la conexión causal entre el alquitrán de los cigarrillos y el cáncer de pulmón en ratones. La estrategia tabacalera podía leerse en un informe de un ejecutivo que la describía con toda claridad: “la duda es nuestro producto, ya que es la mejor forma de competir contra ‘el conjunto de hechos’ existente en las mentes del público en general”. De este modo se dio inicio a la táctica de fabricar un disenso científico artificial, financiando a expertos propios encargados de mostrar “la otra campana”, y aprovechar la confusión pública, como mínimo, para ganar tiempo. Algunas décadas después se repitió el mismo método con el negacionismo climático, y las armas de la posverdad estaban ya suficientemente ensayadas como para ser utilizadas en el terreno de la política, allí donde suele ser suficiente “elegir un equipo, más que atender a la evidencia”. McIntyre resume este proceso afirmando que “las tácticas actuales de desinformación de la posverdad, se aprendieron en las anteriores campañas de los negacionistas de la verdad», que se propusieron combatir el consenso científico.
Pero ¿cómo encajan en este puzle los fundamentos filosóficos del posmodernismo? En un trabajo académico elaborado en 2010,3 el filósofo estadounidense Robert T. Pennock, doctorado en historia y filosofía de la ciencia de la Universidad de Pittsburgh, estudió los lazos entre el movimiento creacionista del Diseño Inteligente (DI) y el posmodernismo radical, basado en los escritos y entrevistas a Philip E. Johnson, el principal difusor de la teoría del DI. Algunas de las afirmaciones de Johnson recogidas por Pennock son muy elocuentes: “No hay que pensar que la ciencia tiene algo que ver con la realidad. La evolución no es más que una historia imaginaria. Simplemente es la que cuenta la tribu de la ciencia. Según la opinión del posmodernismo radical, la ciencia no tiene ningún privilegio especial sobre otras visiones del mundo, incluso ni siquiera en relación con las cuestiones de los hechos científicos. Toda tribu puede tomar su propia historia como punto de partida para sus creencias. Los creacionistas del DI están igualmente justificados a la hora de tomar la creación de Dios y la voluntad del hombre como su suposición inicial”.
Y continuaba Johnson más adelante: “El gran problema desde el punto de vista cristiano es que toda la controversia sobre la evolución se ha formulado como una cuestión de Biblia vs. Ciencia y entonces, la cuestión se transforma en ¿cómo defiende uno la Biblia? […] Ahora bien, el problema que tiene este modo de abordar la cuestión es que en nuestra cultura la ciencia se entiende como un procedimiento objetivo de búsqueda de hechos. Y si uno se pone a discutir la cuestión en términos de Biblia vs. Ciencia, entonces la gente piensa que uno está discutiendo a favor de la fe ciega contra el conocimiento o la experimentación objetivamente determinados. […] Mi plan, por así decirlo, es deconstruir esas barreras filosóficas […] Les conté que era un posmoderno y un deconstruccionista como ellos, pero buscando un objetivo un poco diferente”.4 Pennock pone especial énfasis en el peligro para la ciencia que plantean tanto el creacionismo como el posmodernismo radical y remata su estudio con una frase lapidaria:“el creacionismo del DI es el hijo bastardo del fundamentalismo cristiano y el posmodernismo”.
Alguien podría objetar a esta altura que todo lo anterior no es más que una sumatoria de opiniones de filósofos y analistas que reflejan la visión de un lado del debate, el de los realistas, o incluso cientificistas, defensores de la idea de que existen de leyes físicas naturales que operan con independencia de los colectivos sociales, pero que bien podría escucharse lo que tiene para decir la otra campana. Nada más significativo entonces que atender, sin intermediarios, a uno de los cerebros responsables de toda esta trama. Bruno Latour es uno de los autores posmodernos más aclamados. Filósofo, antropólogo y sociólogo de la ciencia, considerado uno de los padres del llamado “construccionismo social”, esa teoría sociológica según la cual los datos empíricos que sirven de base a las investigaciones científicas no sólo están influidos por la sociedad, sino que son construidos por ésta. Latour y Woolgar publicaron en 1979 un libro muy influyente,5 un verdadero clásico de la posmodernidad cuyo subtítulo era toda una declaración de principios: “La construcción social de los hechos científicos”. El relativismo en el que derraparon sus especulaciones los llevó a extremos como afirmar que una bacteria (el bacilo de Koch, responsable de la tuberculosis), o una hormona descubierta en un laboratorio (la TRH) no eran más que puras construcciones sociales. Tal el grado de confusión entre la realidad física y nuestra comprensión de la misma, entre hechos y teorías.
En 1994 apareció el filoso libro de los científicos Paul Gross y Norman Levitt Higher superstition, criticando el uso abusivo, pretencioso y a por lo general chapucero de conceptos provenientes de las ciencias duras, por parte de la izquierda académica posmoderna, en particular de los estudios culturales que surgieron en la segunda mitad del siglo XX. Dos años después, el físico Alan Sokal elaboró su famosa parodia, enviando para la publicación en la revista Social Text un artículo más bien cantinflesco titulado “Transgredir las fronteras: hacia una hermenéutica transformadora de la gravedad cuántica”. Un texto enviado como señuelo, para dejar en evidencia la superficialidad y falta de rigor de una de las publicaciones señeras de los estudios culturales en los EEUU. Repleto de jerga oscura, juegos de palabras absurdos y errores técnicos deliberados, el escrito concluía sin demostración alguna que la gravedad era un constructo social y que la “ciencia posmoderna” había logrado abolir el concepto de realidad objetiva. El hecho de que el artículo fuera publicado, una vez desenmascarada la parodia, se transformó en un misil bajo la línea de flotación de la credibilidad y la honestidad intelectual de un medio muy prestigioso entre los intelectuales posmodernos. Era un golpe fulminante en la llamada “guerra de las ciencias”, una historia bien conocida, y sobre la cual hay abundante literatura a mano para adentrarse en sus escabrosos detalles.6
Pero lo interesante del caso y seguramente menos conocido es que muchos años después, en un ensayo del año 2004,7 Latour dio un giro inesperado en sus posiciones, lamentando públicamente aquel monumental ejercicio teórico en el que había invertido buena parte de su vida, alarmado al ver cómo sus ideas venían siendo apropiadas por el extremismo ultraderechista en los EEUU. Veamos de qué modo expresaba esta autocrítica el propio autor: “[…] los programas de Doctorado están diseñados para asegurar que los buenos chicos estadounidenses aprendan por el camino difícil que los hechos son creados, que no hay tal cosa como un acceso natural, sin prejuicios y sin mediadores hacia la verdad, que siempre hemos sido prisioneros del lenguaje, que siempre hablamos desde un punto de vista, y más; mientras que los extremistas están utilizando el mismo argumento de construcción social para destruir la evidencia que podría salvar nuestras vidas. ¿Cometí un error al participar en la invención de este campo conocido como estudios de ciencia? ¿Sería suficiente decir que no quisimos decir lo que dijimos? ¿Por qué arde mi lengua al decir que el calentamiento global es un hecho, les guste o no? ¿Por qué no puedo decir sin más que esa discusión está concluida, definitivamente? […] ¿Deberíamos disculparnos por haber estado en un error todo este tiempo? O ¿deberíamos mejor sacar la espada de la crítica, o a la crítica misma, y realizar un examen de conciencia?, ¿Detrás de qué estábamos exactamente cuando queríamos mostrar la construcción social de los hechos científicos? […] ¿En qué se ha convertido la crítica cuando un general francés, o mejor, un mariscal de la crítica, llamado Jean Baudrillard, clama en un libro que las Torres Gemelas se destruyeron a sí mismas debido a su propio peso, es decir, minadas por el nihilismo inherente en el mismo capitalismo, como si los aviones terroristas hubiesen sido atraídos al suicidio por la poderosa atracción de ese agujero negro?8
Pero sus reflexiones no se quedaban en puros lamentos: “Mi argumento es que una cierta forma de espíritu crítico nos ha enviado por el camino incorrecto, alentandonos a pelear en contra de enemigos incorrectos, y peor aún, a ser considerados como amigos por los aliados erróneos debido al pequeño desliz en la definición del objetivo principal. La cuestión nunca fue alejarnos de los hechos, sino acercarnos a ellos, no pelear contra el empirismo, por el contrario, renovarlo.”
En una entrevista a la revista Science, ya en 2017, Latour se refería a sus posiciones durante la llamada “guerra de las ciencias” reconociendo que “había algo de entusiasmo juvenil” en su estilo. Preguntado sobre cómo deberían librar esta nueva guerra los científicos contra el negacionismo y la posverdad, Latour respondía: “Tendremos que recuperar algo de la autoridad de la ciencia. Eso es todo lo contrario de donde comenzamos a hacer estudios de ciencias. Ahora, los científicos deben recuperar el respeto.”9
La elocuencia de Latour no es menos admirable que su valentía y honestidad intelectual. Si los hechos no eran otra cosa que un relato más, ¿por qué habría de aceptarse como verdad la teoría de la evolución de Darwin o las evidencias del cambio climático que nos muestran los científicos? ¿Por qué no aceptar en igualdad de condiciones, y enseñar en las escuelas, la opinión de los grupos evangélicos fundamentalistas, el creacionismo del DI o el negacionismo climático? Las armas del escepticismo posmoderno, ideadas desde la teoría crítica por la izquierda posmarxista para negar la primacía del “cientificismo” occidental, poniendo en pie de igualdad a la ciencia con los mitos ancestrales y las prácticas pseudocientíficas, habían pasado a manos del enemigo. Y ahora, reconozcámoslo, este se está haciendo una fiesta.
Los negacionistas de hoy, los que discuten la existencia de la pandemia y hasta lo hacen con orgullo -aunque para ello deban realizar verdaderos malabarismos semánticos, transformando a «negacionista» en sinónimo de «librepensador»- harían bien poniendo en pausa el rol autoasignado de vanguardia esclarecida, y prestando atención al ejemplo de humildad del viejo maestro francés, con sus sabias lecciones de madurez.
1. “Las raíces del desvarío”, Brecha, 5-II-2021.
2. Lee McIntyre, Posverdad, (2018), ediciones Cátedra, Madrid.
3. Pennock, R.T. “The Postmodern Sin of Intelligent Design Creationism”,(2010), Sci & Educ Nº 19, 757–778 pp. . https://link.springer.com/article/10.1007/s11191-010-9232-4
4 Citado en McIntyre (2018), p.149
5 Bruno Latour y Steve Woolgar, La vida en el laboratorio, (1979), Beverly Hills, California.
6. Una pieza imprescindible para este abordaje es el magnífico libro Imposturas intelectuales de Alan Sokal y Jean Bricmont (1998). Para un análisis epistemológico más profundo ver: Más allá de las imposturas intelectuales, Alan Sokal (2009)
7. Latour, Bruno “¿Por qué se ha quedado la crítica sin energía? De los asuntos de hecho a las cuestiones de preocupación”,(2004), Convergencia, Revista de Ciencias Sociales; Disponible en: https://www.redalyc.org/articulo.oa?id=105/10503502
8. Latour hace referencia a Jean Baudrillard, autor de The Spirit of Terrorism (2013) y Réquiem for the Twin Towers ( 2002).
9. “Bruno Latour, un veterano de las «guerras científicas», tiene una nueva misión”, revista Science, 10-X- 2017. https://www.sciencemag.org/news/2017/10/bruno–latour–veteran–science–wars–has–new–mission