Las reacciones ante la muerte de Fidel parecen una caricatura de La divina comedia: la risa y las lágrimas se producen casi en el mismo rostro. Más allá de esta nueva muestra de maniqueísmo, que siempre ha acompañado al excesivamente largo reinado de Fidel Castro, existe en América Latina otro punto de vista sobre la muerte del “líder máximo”. Y esa otra mirada es la que ahora se pregunta: ¿qué es lo que la izquierda puede guardar de la historia y la obra de Fidel?
En primer lugar, algunos hechos.
Debemos recordar que la revolución de Castro fue la primera y la única que no fue aplastada por Estados Unidos. Hoy en día ya se nos olvidó la innumerable lista de democracias progresistas sacrificadas durante 30 años por el gobierno de Estados Unidos. Para aplastarlas, además de la “ayuda” de Estados Unidos, se contó con la asistencia “técnica” y económica de la Francia democrática, que envió a sus especialistas: a la lucha contra la insurgencia latinoamericana la entrenaron los generales que habían reprimido en Argelia. La Escuela de las Américas, en Panamá, fue entre 1960 y 1970 el lugar de paso casi obligatorio para los oficiales latinoamericanos que se entrenaban en los métodos de la represión y la guerra “antisubversiva”.
Sin embargo, no podemos olvidar que los cincuenta años de la era de Castro fueron también los del autoritarismo, la represión contra los disidentes y los homosexuales (aun cuando no sea comparable con la tremenda escala de la represión soviética). Fueron años de un igualitarismo salarial que originó la socialización de la pobreza y el dominio de la mediocridad burocrática en cada barrio, con los Comité de Defensa de la Revolución organizando la vida comunitaria a través de un sistema de informantes y vigilancia.
La experiencia cubana en su multiplicidad no puede, en ningún caso, ser objeto de análisis en términos de juez: a favor o en contra.
No podemos entender la doble cara del castrismo y su estatus sin tener en cuenta que en América Latina, a lo largo del siglo, hubo al menos 20 intentos democráticos que terminaron en matanzas cada vez más trágicas para las personas que se atrevieron a afirmar su soberanía frente a la disciplina y el orden estadounidenses.
¿Se puede decir ahora que otra alternativa era posible?
¿Era posible derrocar a la dictadura de Batista y establecer un programa político y social progresista sin el autoritarismo de Fidel?
Se argumenta que entre sus parientes sus ideas fueron abandonadas, y se machaca que Camilo Cienfuegos murió “demasiado pronto”, o que al Che se lo abandonó en la selva boliviana, o que, más recientemente, a los comandantes Arnaldo Ochoa y Antonio de la Guardia –supervivientes del ala guevarista– se los fusiló en 1989 para cubrir los acuerdos de Fidel con la mafia de la cocaína, y hay quienes incluso resaltan que estos acuerdos fueron para costear la intervención en Angola y no para enriquecimiento personal.
Pero la pregunta es otra: ¿las rutas alternativas, que evitaran el autoritarismo, habrían evitado también la desestabilización y la represión estadounidenses?
Soy guevarista, muy crítico respecto del régimen de Castro, y mi respuesta es: lo dudo…
El contexto histórico ha cambiado.
Es difícil de comprender en profundidad –es decir, en la interioridad– un período histórico cerrado durante dos décadas. Sin embargo es posible entender que ni las lágrimas ni las fiestas son necesarias hoy.
Lo que necesitamos hoy es pensar –en nuestro actual contexto– cómo es posible luchar contra el nuevo orden mundial represivo –ese que hoy y en democracia daña a las personas y pone en peligro la vida de nuestro planeta– sin caer en la confrontación de tipo “Cuba sí, Cuba no”, especialmente en Argentina, país donde ese “a favor o en contra” es moneda corriente dentro de un pensamiento tonto y peligroso.
Más que nunca tenemos que aferrarnos a la alternativa parida en América Latina de asumir múltiples y conflictivas dinámicas. Esa sigue siendo la mejor manera de evitar caer en la trampa de un choque fatal para nuestras democracias.
A la hora de la despedida de Fidel hay que pensar en los dos grandes liberadores de América Latina.
Hay que pensar en Simón Bolívar, admirado por Castro, quien deseaba devenir emperador.
Y hay que pensar en San Martín, admirado por el Che, quien eligió exiliarse porque “el sable del libertador se transforma en el sable del tirano si éste no se retira”.
Entre estos dos pliegues de la historia, sin lágrimas ni fiestas gusanas, digamos: chau, Fidel.
Miguel Benasayag es un sicoanalista argentino radicado en Francia. Ex militante del Prt.
Tomado de Lavaca.org, por convenio.