El niño que anda solo - Semanario Brecha

El niño que anda solo

El buque insignia del Programa Maestros Comunitarios es el desembarco de los maestros comunitarios en los hogares más humildes. No hay mapas que preparen para esa tarea y los docentes deben reinventarse día a día en su rol. Mientras, en las aulas, seguimos depositando la culpa del fracaso escolar en el niño rezagado, cuando lo que falla son los dispositivos o los viejos formatos, dicen los consultados.

Maestra comunitaria en Toledo, 2008 / Foto: Alejandro Arigón

Es la primera semana de clases y Sara no lleva túnica. Sus dos hermanos bebés la mojaron, mojaron todo en el cuarto. “Uy, se me despegaron los championes”, muestra falsamente sorprendida: los dedos están a punto de salir a tomar aire por el borde de la suela. Por lo que cuenta, Sara (de 12 años) parece uno de “los niños que andan solos”, como los llama la maestra.

“Me pongo a llorar cuando no me mandan a la escuela. A mí me gustaría pasar más tiempo acá, y cuando tengo a las maestras comunitarias vengo de mañana y de tarde. ¡Ya las extraño!”, dice, luego de las vacaciones y a poquitos días de que el programa Maestros Comunitarios (Pmc) reinicie en su escuela el lunes 14 de marzo. Le gusta porque salen de paseo, aprenden y van al almacén. “Este año le pedí a la maestra que quería estar de nuevo”, y uno se la imagina tironeando de la túnica de la docente con esa misma mirada pícara de ahora.

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Cinco son las líneas de acción del Pmc desde sus orígenes en 2005: laalfabetización en hogares” –el buque insignia del programa– prevé la creación de un espacio educativo pedagógico dentro del hogar, involucrando a adultos y niños de la familia que reciben a los maestros en su casa.

En segundo lugar, la “aceleración escolar” está pensada para los niños que quedaron rezagados por la repetición, las faltas o un ingreso tardío, y que en definitiva desentonan entre sus compañeros por su edad. El maestro comunitario trabaja con ese niño dentro de la propia escuela en una especie de acompañamiento intensivo. A mitad de año ese estudiante puede rendir una prueba para pasar de grado, y hacer dos años en uno.

En “integración educativa” se trabaja con niños a los que les cuesta el vínculo o la integración: los que son muy retraídos o por el contrario demasiado extrovertidos trabajan la convivencia mediante un abordaje más bien lúdico y muy distinto al que propone el maestro de clase.

Los “grupos con las familias” son otro espacio de intercambio entre la comunidad y la escuela. Los distintos talleres (que se realizan en el local escolar, en un centro comunal o un centro juvenil; orientados a la jardinería, cocina, etcétera) favorecen que el padre se acerque y acompañe el proceso educativo de su hijo.

La última y más reciente línea es la de “transición educativa”, en que se facilita el pasaje de educación inicial a primaria, y de primaria a secundaria, para no perder de vista al niño en su trayecto dentro del sistema, o a eso se aspira. Incluye desde charlas de profesores con los padres hasta recorridas por los liceos con los niños.

Dos son los objetivos generales del programa: restituir el deseo de aprender entre los niños y recomponer el vínculo de la familia y la escuela. Doscientas veinticinco son las escuelas que atendía el programa en sus comienzos, allá por 2005, con 437 maestros que llegaban a 9.292 niños. En 2014 (últimas cifras disponibles en la Anep) 318 fueron los centros que incluyeron a 539 maestros comunitarios, atendiendo a una población aproximada de 16 mil escolares. Para este 2016 que recién comienza son 546 los maestros ya aprobados en el presupuesto.

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Antonia, una de las maestras comunitarias de la escuela 230 de Puntas de Manga, explica la desafiante tarea de desembarcar en los hogares: “De primera no metés a alguien extraño a tu casa”, sin embargo “nos reciben bárbaro porque el prestigio del maestro se mantiene, las familias tienen todo limpio y perfumado para recibirte”. “Se elige primero al niño, a su familia, y luego todas las visitas se acuerdan previamente con los hogares para que reciban a los docentes” y evitar las sorpresas, apunta a tiempo el director de la escuela, Gonzalo Rodríguez. Florencia, la otra maestra de la dupla, refuerza: “Es un lugar donde las personas quieren que vayas”.

La inspectora (nada menos que la coordinadora del Pmc, Rosario Ramos) la interrumpe con su voz de maestra en pleno dictado: “Se trata de empoderar a los padres. Ayudar a los niños a tener un espacio de lo escolar en el hogar, no importa la modestia de la casa ni el confort. Significa crear un espacio para el diálogo de lo escolar, que a veces falta no importa el sector socioeconómico. Es un deseo generado entre el deseo que tiene la maestra de enseñar y el de los padres de que los niños aprendan. Se elige así el perfil del niño para el programa”.

Antonia insiste: “La familia está contenta de que tú vayas, de que ese niño sea importante y esté visualizado, el padre valora que quieras a ese niño tanto como ellos. La familia se siente bien”.

“Mirar a los niños con los que trabajás en la clase desde ese otro lugar, en su propia casa, te hace entender otras cosas que quizás uno las puede imaginar –cómo vive o por qué no trajo los deberes–, pero no las conocés del todo, te permite comprender mejor al niño. Ojalá todos tuvieran la posibilidad de conocer a las familias como nosotros…”, acota Florencia.

El diálogo (más extenso) que incluyó a las dos maestras comunitarias, el director y la inspectora del Pmc tuvo lugar en la escuela Puntas de Manga, justo antes de que un humeante guiso de arroz nos llamara a niños y adultos a sentarnos a la mesa llegado el mediodía.

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El trabajo etnográfico de Andrés Granese,1 estudiante de maestría en psicología social, no sólo es interesante sino también digno de admiración por su constancia. Granese siguió atentamente la actividad de dos maestras comunitarias durante todo un año escolar (2013), cinco horas por día desde abril a diciembre. Su tesis indaga qué implica trabajar a nivel comunitario e inventarse como maestro a diario: “Si el niño del comunitario es aquel que atraviesa dificultades de aprendizaje, las maestras del comunitario son aquellas que deben aprender cómo enseñar, inventándose como maestras comunitarias todos los días”, explicó a Brecha.

Y va más allá: “El problema educativo no está en el niño sino en el encuentro entre el niño y el dispositivo pedagógico específico. Es ahí donde se está produciendo el fracaso”, sostiene la tesis.

“Creo que el Pmc existe porque la escuela se siente extraña con ella misma. El cuestionamiento esencial que debe hacerse un programa como éste es qué pasa que no estoy pudiendo enseñar. Cómo enseñar a este niño nuevo que hay en la escuela –o quizás no tan nuevo pero que ahora empezamos a ver– es la pregunta que llevan los maestros comunitarios”, explica el especialista.

“Si le pedimos al maestro comunitario que revierta la situación de fracaso escolar (que le ‘enchufe al niño lo que le falta’), hay que admitir entonces que el aula es la reproductora de ese fracaso. Si le pido superpoder a un dispositivo –mínimo en comparación con las horas de trabajo en aula–, ¿por qué no se lo pido al otro?”, se pregunta.

“Siempre está esa ilusión del maestro comunitario como el dueño de la varita mágica: el maestro de aula te trae al niño paralítico y pretende que lo saquemos caminando, al ciego que salga viendo, al mudo que salga hablando”, coincide por su lado Pablo Meneses, maestro comunitario en la escuela 262 Clemente Estable (camino Maldonado) desde 2012, y también estudiante de la licenciatura en educación (Fhce-Udelar).

En su monografía final2 para la carrera Meneses observa que en su escuela, cada año, todos los maestros –aunque sean recién llegados– “derivan” a los mismos niños al programa comunitario. ¿La explicación?: “Son los niños a los que el formato que propone el maestro de clase no se adecua a lo que necesitan. Está fallando esa vieja ilusión de que el maestro de aula pone la misma propuesta para todos por igual y todos tienen que terminar al mismo tiempo”, piensa. “Si ese niño no puede con la tarea –y eso sólo aumenta su frustración–, como docente me tengo que cuestionar si mis prácticas son adecuadas a las modalidades de aprendizaje de ese chico. Es difícil porque implica autocrítica, salir de la zona de comodidad de venir todos los días, poner la propuesta y el que me sigue, bien y el que no, lo lamento.”

Por eso, piensa Pablo, una de las potencialidades de la flexibilidad de contenidos que permite el Pmc es dejar de ver al niño a través de sus fracasos y empezar a verlo como un sujeto de posibilidad, ensayando nuevos espacios y nuevos formatos escolares.

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Las miles de anécdotas de los maestros y su trabajo en los barrios incluyen hasta mordidas de caballo o corridas por los perros. Puertas abiertas que reciben amables, pero también cortinas que se cierran ante la llegada del forastero. Mesas humildes que esperan con sus mejores manteles y el té recién servido, algún atracón violento cerca de la noche, y en su mayoría vecinos que colaboran con el maestro que va a ayudar a los niños del barrio. Es que la forma de entrar al territorio y presentarse ante las familias no se aprende en ningún manual académico, reconocen los maestros consultados.

“Arreglate como puedas con las herramientas que tenés como maestro y apoyate sobre todo en tu compañero (el Pmc recomienda el trabajo en duplas). Por más cajas de herramientas que te hayan enseñado, la realidad escapa totalmente”, explica el maestro Pablo Meneses.

Además, aunque no suceda a menudo, “que la familia esté cansada de recibir a múltiples instituciones puede ser una causa de que no te reciban”, explica Pablo, para quien estas familias están demasiado intervenidas por diferentes programas (Mides, Inau, Etaf, Presidencia) y casi nunca de forma coordinada, como prevé el Pmc en sus objetivos.

Gonzalo, el director de la 230, coincide: “El Pmc es el único programa no asistencialista que llega a esas familias. Después llegan un montón de programas asistencialistas que hacen pelota nuestro trabajo”. Y explica: “El laburo nuestro, que pretende que la comunidad se involucre, que las puertas estén abiertas, ahora tiene a la gente quieta en la casa, con sus necesidades satisfechas, que está bárbaro pero que complica nuestra misión de que la gente salga al barrio y se mueva hasta la escuela”, concluye.

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Setenta años después de las primeras misiones sociopedagógicas, “de aquellos rancheríos quedan apenas taperas”, dijo el gran maestro Miguel Soler en el cierre del curso de formación para maestros comunitarios (octubre de 2015). El nivel de vida ha mejorado y la pobreza ha disminuido, sin embargo el desafío hoy es “crear este futuro distinto y en gran parte desconocido” para el que “necesitamos el aporte de una educación también distinta y en gran parte también desconocida”, expresó.

Continuó: “Nos estamos malacostumbrando a las improvisaciones, a la ruptura no siempre justificada con el pasado, al lanzamiento de innovaciones no sometidas a experimentación y evaluación rigurosas, a la imitación de modelos exóticos para ponernos aparentemente al día. Cuando hacemos balance de nuestros esfuerzos y los cotejamos con la suerte que la sociedad ha reservado a algunos de nuestros alumnos, nos preguntamos: ¿valió la pena?”.

Cerca del final, el maestro resumió su optimismo: “Mi patria adoptiva cuenta con los medios para dibujar prontamente el rostro de su futuro social, educacional, económico y cultural. Es tarea política, claro está, como lo es también la propia educación. Apliquémonos fraternamente a ello y dentro de poco diremos: valió la pena”.

Esa rica tradición de relación pedagógica que tanto ha caracterizado a nuestro país entre la escuela pública y la comunidad se había perdido, recordó a Brecha el investigador y director de la carrera de ciencias de la educación, Pablo Martinis.3 “El Pmc rescató esa tradición y produjo una transformación en el trabajo educativo en las escuelas”, dijo el docente.

Entre los debes del programa, Martinis señaló las carencias en la formación de los maestros en al menos dos niveles: primero, en la formación de base en los institutos de formación (“la perspectiva del maestro comunitario tendría que estar presente si pretendemos extender programas como éste”). Y segundo, en la actualización o la formación durante todo el desarrollo de la carrera docente sobre todo en el territorio.

La coordinadora del Pmc, Rosario Ramos, también reconoció a Brecha que falta sistematizar las instancias de formación para los docentes –que hasta ahora han sido pocas y salteadas– y que se necesita crear más cargos de maestros comunitarios, pero señaló a la falta de maestros en general y la imposibilidad presupuestal como las mayores limitantes actuales.

Por último, Martinis sostuvo que la idea de “escuela comunitaria” debería ser la idea rectora para todas las escuelas: “Me pregunto: ¿el maestro comunitario no es una figura potencialmente relevante en cualquier comunidad?”. La reducción de estos programas a los ámbitos de pobreza tiende a construir negativamente “redes paralelas dentro del mismo sistema”, además de que “como política (de emergencia) encontró su tope en los primeros cinco años de aplicación”. Y el desafío aquí, dijo Martinis, es pensar en términos de universalización. “Es hora de que nos tomemos en serio la discusión de la escuela comunitaria, donde en verdad el rol comunitario pueda ser parte de la tarea de cualquier maestro, lo que supone un reconocimiento profesional y salarial. Sería, además, un motivo bien ilustrativo para justificar el pedido del 6 por ciento del Pbi para la educación uruguaya, ¿no?”, concluyó.

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Sara (la misma de la mirada pícara) es la del medio en un total de cinco hermanos, a los que por momentos se refiere como “los hijos de mi madre”. Su papá trabaja en una fábrica y su mamá cuida de la casa y sus hermanos. Sigue: “Yo tenía que cambiar, antes no escribía, sólo dibujaba. Repetí segundo año por eso. Una vez yo tenía un cuaderno liso, sin renglones, y cuando llegué a casa mi mamá se enojó mucho porque no entendía lo que anoté en los deberes…”.

“Salgo de la escuela, agarro por aquella calle, después cruzo, agarro esa de pedregullo, ¿viste? –señala con el índice apuntando bien arriba–. Me siento un ratito, vuelvo a dar vuelta la esquina allá. Casi siempre hago tiempo para no llegar a casa…”

En el programa “son muchos los niños que no quieren volver a su casa por la tarde”, reconoce una de las maestras. También son muchos los niños que en sus casas deciden solos y faltan a la escuela. “Ahí está parte de nuestra tarea de explicarles a los padres que son ellos los que tienen que decidir sobre sus niños, aunque resulte obvio les tenemos que insistir: ‘tú sos el padre’”, cuenta la maestra.

Sara saluda de lejos a una amiga que corre rápido para entrar a tiempo al salón. Se despide con un beso de su entrevistadora y también regresa –sola, linda y feliz– al aula.

 

  1. Tesis “La invención en la práctica del maestro comunitario”, Andrés Granese, marzo de 2015. Disponible en: www.colibri.udelar.edu.uy
  2. “Un espacio alternativo de aprendizaje en la escuela: Integración educativa del Pmc” (en curso).
  3. La Udelar (junto al Mides y la Unicef) participa mediante convenio con el Pmc, en particular en la capacitación, formación y asistencia técnica en el territorio.

 

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La invisible labor de las abejas

 

Helena Modzelewski

 

Jueves de tarde; voy a la escuela 235 de Las Piedras, más conocida como “la escuela experimental”. Como compañía sintonizo una radio cualquiera. Sin periodistas reconocidos ni gran publicidad; me pregunto quién, además de mí, estará escuchando esto. Hablan de algunas especies de abejas en peligro. Los agroquímicos usados para aumentar la rentabilidad de los cultivos envenenan a las abejas, paradójicamente ignorando que ellas son las que permiten la polinización en primer lugar. El tema es vital, y sin embargo, no me habría concientizado si no fuera por esta radio perdida en el dial.

 

Ruta 48, un tramo descampado y por fin un cartel señala que ya estoy en Las Piedras. Las casas comienzan a encimarse como en cualquier zona urbana, pero no se ven edificios altos, lo que le da su calidez de pueblo. Más allá de las vías del tren, los alrededores de la escuela tienen mucho de árbol, de silenciosa sombra refrescante. Ahí está: el predio de dos hectáreas donde se despliegan la escuela propiamente dicha, fundada en 1925 por el maestro Sabas Olaizola, sus patios y huertas.

 

Aparenta ser puro jardín. Árboles inmensos empequeñecen al edificio en segundo plano. Una abeja zumba a mi alrededor. La miro con simpatía pero sale disparada, como si no tuviera tiempo que perder. De acuerdo a la exuberancia del lugar, esta obrera ha elegido el sitio donde más trabajo la espera. ¿Acaso no es esa la misión de su vida?

 

Las maestras y la directora ya me esperan en el comedor: es la hora de la merienda, aunque muchas bromean con que es el almuerzo, ya que no han parado para comer en todo el día. Casi llega a su fin la semana en que los maestros de todo el país han comenzado a trabajar en solitario, sin los niños, en los preparativos para recibirlos el lunes 29 de febrero. Al entrar en el recinto, me sorprende un alegre zumbido de risas y comentarios cotidianos; suena como un panal. Recuerdo, entonces, el anillo con que distinguen a los maestros cuando se reciben: la abeja. El trabajo necesario de polinización, invisible pero crucial para la reproducción de la vida cultural, de la civilización que compartimos.

 

El ambiente es de una austeridad exacerbada. Largas mesas se disponen formando un rectángulo, y las maestras están sentadas sobre bancos largos sin respaldo todo alrededor. Sobre las mesas, mates y bizcochos.

 

Explico que necesito su cooperación para mi proyecto a largo plazo de escribir sobre la función de las escuelas en la inclusión social de las familias y la integración de los barrios. Estoy informada de que gran parte de la población de esta escuela proviene de un asentamiento, personas no sólo estigmatizadas sino autoexcluidas en lo que imaginan y sueñan. Por eso he elegido esta escuela para empezar: hay un problema de exclusión social que permite que resalte la más mínima señal de progreso, la Dirección y una buena parte del equipo docente se han mantenido por al menos cinco años, lo que da continuidad a cualquier política educativa, y es bastante conocida la obra de la famosa escuela experimental. Las maestras asienten, contentas, orgullosas, pero una cierta sombra de preocupación parece correr un velo sobre la directora. Les pregunto si creen que podrán ayudarme, conectándome con los protagonistas de historias que estoy segura conocen y vale la pena contar. Las maestras ya están pensando. Las miradas apuntan hacia el techo, buscando en sus mentes casos paradigmáticos.

 

La directora por fin interviene. Parece apesadumbrada. Dice que le hice recordar el programa llamado “Aprender todos”, financiado por el Plan Ceibal, una de las vedettes de la escuela, motivo de orgullo. Su objetivo, justamente, ha sido integrar barrio, familia y escuela en torno a las ceibalitas. En particular en la escuela 235 funcionó hasta fines de 2015 una instancia en que adultos mayores del barrio acudían a ser instruidos por los niños. Los abuelos llegaban periódicamente para su “clase de computación”, dirigida por un maestro especializado, y protagonizada por los niños.

 

La charla se anima. Cuentan que hubo una señora de 80 años a quien su familia consideraba incapaz de aprender algo nuevo. La señora asistió a la escuela todo el año en secreto, a salvo de las bromas de sus familiares, y lo que aprendió le devolvió un orgullo tiempo atrás olvidado. Un señor comentó al final del curso: “Mis mejores profesores fueron niños que viven en el asentamiento. Antes, si los veía por la calle, cruzaba para enfrente, pero en la clase, con qué paciencia y dulzura me enseñaron. Cambió mi forma de verlos”. Un niño le dijo a su maestra: “Uff, a los abuelos hay que repetirles las cosas muchas veces; dan trabajo como los hermanos chicos”. Risas.

 

Entonces ¿cuál es el problema?, pregunto, si todo eso es precioso. “Nos avisaron que el programa se acaba de cerrar.” ¿Por qué? No está claro, posiblemente una redistribución de recursos. Pero eso no es lo importante. “Hay que decirles a todos esos abuelos, y a esos niños ansiosos por enseñar, que ya no habrá recursos ni tiempo destinados a esos encuentros. Ellos lo van a interpretar como un fracaso.” Se hace el silencio.

 

Ya son las 5 y a las maestras las espera la vida cotidiana en sus hogares. Otras tareas: hacer compras, bañar hijos, cocinar.

 

La directora me despide agradecida: “Es muy valioso que se nos preste atención; los maestros necesitan que se visibilice su trabajo para que no sucedan cosas como ésa”. El zumbido de las abejas ya se ha dispersado, pero volverá mañana, y el lunes, y así todo el año. Yo me quedo pensando que las abejas siempre están en riesgo, porque cuando se planifican fumigaciones para hacer los cultivos más redituables, nadie se acuerda de su fundamental trabajo de fecundación. Se difunden datos sobre esa labor invaluable, pero me pregunto si no son como el programa de radio de hoy temprano, insignificantes, que no muchos escuchan.

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