No a la democradura - Semanario Brecha

No a la democradura

De voluntad popular, de mucha voluntad popular necesita alimentarse la democracia uruguaya, que tan anémica está, tan enclenque. Y no es para menos: come miedo. Para condenarla a la impotencia, los dueños del país no le dan de comer más que miedo: miedo al desayuno, miedo al almuerzo y de cena, miedo.

Semanario Nº66

Las firmas para el referéndum serán, de aquí a poco, la primera posible respuesta popular a la estafa cometida por quienes habían prometido justicia y terminaron votando, en nombre del miedo, la impunidad. Ante la traición, el pueblo puede recuperar la palabra usurpada y decir por su propia boca: decir sí a la democracia, decir no a la democradura –que es la democracia hipotecada por la dictadura–, democracia ninguneada, agachada, vigilada, sometida a régimen de libertad condicional bajo la sombra de las bayonetas.

Detrás del trono.

La democradura se impone como fórmula imperial de recambio ante el inevitable crepúsculo de las dictaduras militares en América Latina. Los presidentes civiles recién asomados al gobierno no tienen derecho a tomarse muy en serio el cargo que ocupan: la fórmula les atribuye la función de rehenes de las estructuras militares de poder y del sistema económico por cuya buena salud velan esas estructuras militares. Se acabó la censura, se alza el telón, el público aplaude; pero cuidado: esa bella señorita llamada Democracia puede ser un travesti: se desnuda y aparece un coronel.

El llamado Tercer Mundo consume más armas que alimentos. El proceso de creciente y enloquecida militarización no requiere necesariamente gobiernos militares. Los nuevos gobiernos civiles de América Central, que el Tío Sam ha hecho brotar de su galera, gastan en armamentos mucho más que las dictaduras militares que los precedieron: por culpa del problema de Nicaragua, dicen, aunque es más bien por culpa de la solución de Nicaragua, peligroso y contagioso ejemplo de un pueblo que perdió la paciencia: para custodiar un orden social criminal, los gobiernos vecinos están obligados al insomnio armado. Con toda razón se sienten amenazados, pero amenazados por sus propios pueblos, que pueden descubrir que más les vale hacer la historia desde abajo y desde adentro que seguir sufriendo la historia hecha por otros desde arriba y desde afuera.

Según la nueva fórmula imperial, el lugar de los militares no está en el trono, sino detrás. Ellos se encargan de que los gobiernos civiles que empiezan queriendo cambios, terminen trabajando por evitarlos. Los gobiernos civiles gobiernan pero no mandan: en nombre del realismo, se hacen impotentes. Sobreviven pagando el precio de la parálisis: pueden mencionar la reforma agraria, pero no pueden hacerla; pueden prometer justicia, pero no pueden practicarla; pueden hablar, pero no decir; pueden actuar, pero no hacer.

Nada nuevo bajo el sol.

Bien puede decirse que nuestro país había sido, hasta hace unos años, una de las pocas excepciones, porque la verdad es que nada de nuevo tiene esta nueva fórmula en la historia contemporánea de América Latina: entre dictaduras y democraduras ha transcurrido lo qué llevamos de siglo XX en casi todos los países latinoamericanos. Desde mucho antes de que la doctrina de la seguridad nacional fuera oficialmente formulada, ya las fuerzas armadas cumplían una función tutelar, blindados ángeles de la guardia del orden establecido, y ejecutaban, cuando era preciso, el veto imperial a cualquier revolución, reforma o reformita que implicara peligro o peligrito para la propiedad privada y las inversiones extranjeras.

Basta recordar, en este sentido, lo que ocurrió cuando se pasaron de la raya los democráticos gobiernos de Árbenz en Guatemala, Goulart en Brasil, Bosch en República Dominicana o Allende en Chile. O remontarse más lejos en el tiempo: hasta 1932, por ejemplo. Ese año, el Partido Comunista ganó las elecciones en El Salvador. Entonces el general Maximiliano Hernández Martínez, que decía que se comunicaba por telepatía con la Casa Blanca, anuló las elecciones y mató a treinta mil.

Voto de obediencia.

En un país vecino a El Salvador, en Guatemala, yo asistí a un baño de sangre hace veinte años, y no ocurrió, por cierto, bajo dictadura militar: fue un abogado, y no un general, quien dio comienzo a la larga guerra sucia que ha convertido a Guatemala en campo de carnicería. Julio César Méndez Montenegro, presidente civil, no fue derribado por ningún golpe de Estado, ni sufrió ninguna invasión visible o invisible desde el Norte. El no dio motivos de queja: amparados por el manto de la legalidad democrática, y so pretexto de la lucha contra las guerrillas, los militares dieron comienzo a la aplicación sistemática y masiva de la técnica de las desapariciones y otras formas de terrorismo de Estado previamente ensayado en Vietnam, y de profusa aplicación posterior en América Latina.

Recientemente, otro civil llegó al gobierno de Guatemala, al cabo de un siniestro rosario de dictaduras militares. Vinicio Cerezo se llama el prisionero, que no luce ropa rayada, sino banda pre-sidencial. Cerezo aceptó la misma humillación que había hecho posible que Méndez Montenegro entrara a Palacio: se comprometió, como Méndez Montenegro, a no tocar a los terratenientes ni a los verdugos. Ni reforma agraria, ni justicia, en un país donde se está ejecutando, desde hace años, una reforma agraria al revés, con los resultados más atroces de toda América: el desalojo de las comunidades indígenas y el arrasamiento de las aldeas, provocado por la expansión latifundista y la voracidad de las empresas mineras, ha dejado, según Amnistía Internacional y Americas Watch, un saldo de cuarenta mil desaparecidos y cien mil asesinados. Las desapariciones y las matanzas no han cesado con el gobierno de Cerezo. Impunes los verdugos, intacto el engranaje del crimen, no tienen por qué cesar.

En el Brasil, una prodigiosa pirueta de circo puso fin al ciclo militar inaugurado en 1964: el jefe político de la dictadura, José Sarney, se convirtió súbitamente en jefe político de la democracia. También en Brasil la estabilidad civil obliga a la absolución de los culpables de terrorismo de Estado y obliga a no tocar la tierra: la manera brasileña de no hacer la reforma agraria consiste en mencionarla mucho. Durante el año pasado, más de doscientos campesinos fueron asesinados por los latifundistas y sus capangas, en diversos episodios de la lucha por la tierra: ni un solo terrateniente y ni un solo asesino a sueldo han sido, hasta ahora, procesados.

En nuestro país, el voto de obediencia a los generales parece simétrico al voto de obediencia a los estancieros. El gobierno actúa de tal modo que sólo falta que apruebe la exhibición de picanas eléctricas en los desfiles militares; y al mismo tiempo se encoge los hombros ante más de veinte mil solicitudes de raros uruguayos que no quieren ser funcionarios públicos sino que aspiran a trabajar el campo. Los latifundistas, que usan el país y arrasan sus campos, son violadores de tierras: ellos disfrutan de la misma impunidad que los violadores de derechos humanos y los violadores de prisioneras atadas.

Los altares del dinero.

La humillación militar de Las Malvinas hizo posible que el gobierno argentino llegara, en materia de justicia, bastante más allá que los demás. También en la Argentina la dictadura cayó por su propio peso, sin que ninguna revolución popular la derribara; pero fue la única dictadura que se vino abajo al cabo de una guerra que la desenmascaró y puso en escandalosa evidencia a los generales que sólo sirven para matar compatriotas.

Decir esto no implica restar ni un poquito de importancia a los procesos y condenas contra los oficiales autores de los sistemáticos horrores del terrorismo de Estado. Al fin y al cabo, con piscina o sin piscina, el general Videla está preso a perpetuidad. Pero a la primera palabra, como quien dice, o a la segunda, ya la voluntad de justicia del presidente Alfonsín ha encontrado su punto final.

La injusticia, en cambio, no ha encontrado su punto final. La política económica que hizo posible y necesaria la dictadura militar, sigue siendo más o menos la misma, al servicio de un sistema imperial de poder que te presta lo que te roba y con tu propia soga te estrangula. Esa política económica castiga los salarios y recompensa la especulación, concentra la riqueza y obliga a los trabajadores a convertirse en hormigas: genera violencia, genera locura. ¿Exageran las encuestas realizadas en Buenos Aires? Las encuestas revelan que de cada cuatro habitantes, uno sufre “alteraciones mentales” y dos quieren irse. Un amigo me cuenta que tras larga ausencia ha vuelto a la gran ciudad, babilonia latinoamericana, y que sus amigos le han dicho: “Nos tenés preocupados. Te vemos muy sereno”.

La política económica liberal o neoliberal viene siempre embarazada de represión. No está demás recordar lo que ocurrió en la República Dominicana hace tres años. No fue bajo la dictadura de Trujillo sino en plena democracia que el pueblo estalló en manifestación espontánea contra los aumentos súbitos del boleto, del aceite, de los frijoles, aumentos dictados por el Fondo Monetario, y quedó el suelo regado con ochenta muertos, o cien, o doscientos, no se sabe: los muertos del pobrerío no se cuentan o se cuentan al montón.

Aplicando la misma política económica, que sacrifica la libertad humana en los altares de la libertad del dinero, el gobierno civil y democrático de Víctor Paz Estenssoro está logrando lo que varias dictaduras militares habían intentado y no habían podido: el doctor Paz, dócil aliado de los generales más gorilas, está rompiendo la espina dorsal del movimiento obrero en Bolivia.

La camisa de fuerza.

Tampoco en nuestro país el ascenso de un gobierno civil implicó cambios esenciales en la política económica. Los resultados de esa continuidad, a la vista están. Según el gobierno, a la economía le va de lo más bien. A la vista está que a la gente, en cambio, le va pésimo.

La democracia ha defraudado las expectativas de cambio que había despertado. En dos años, no ha ofrecido a los jóvenes más alternativa que el destierro o la desesperación, que es eso que ocurre cuando la esperanza se cansa de esperar.

Para que ella sea, para que la democracia sea democracia, hay que empezar por desenjaularla. Cambios profundos pide a gritos este país, que había sido besado por los dioses antes de ser arruinado por los politiqueros y los generales; pero ningún cambio de verdad será posible mientras la democracia siga presa de la camisa de fuerza que la obliga a ser democradura y nada más.

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