Salió de la redacción de Río Doce pasado el mediodía, después de enviar su colaboración al diario La Jornada. Llevaba su sombrero característico, su amabilidad de siempre, su pinta bonachona de hombre panzón y agradable cuando le dispararon 12 veces con dos armas distintas. Horas después de que Javier Valdez Cárdenas fuera asesinado, Sonia Córdova, subdirectora del diario El Costeño, de Guadalajara, Jalisco, fue acribillada junto a su hijo, quien murió.
Dos días antes, siete periodistas fueron retenidos en Guerrero por un comando armado cuando acababan de cubrir un operativo policial; les robaron sus pertenencias y les dijeron que no eran bienvenidos, y que si no se marchaban los iban a quemar junto con las camionetas en que viajaban. Esa misma semana un integrante de la guardia presidencial de Enrique Peña Nieto amenazó a un fotógrafo que cubría la inauguración del Hospital Materno Infantil en Colima, diciéndole a otro integrante de la guardia: “Oye, pero no lo vayas a desaparecer… no todavía, hasta el rato, fíjate bien quién es y grábatelo”.
Con Valdez son seis los periodistas asesinados en lo que va del año; 36 en el sexenio de Peña Nieto; 105 desde el año 2000. Ninguno de ellos ha obtenido justicia. Ninguno.
Lo primero que se aprende al llegar a México a trabajar en la prensa es que, saliendo de la ciudad, una debe cumplir protocolos de seguridad. Hay que buscarse un monitor que siga el trayecto que se hace, que reciba el número de la matrícula del ómnibus en que se viaja, que tenga los contactos para activar una búsqueda si te llevan, porque en realidad uno no tiene cómo evitar los riesgos que implica reportear en este México herido. A lo único que se puede aspirar es a achicar el tiempo de respuesta de quienes están pendientes de lo que le pueda pasar a una.
Se aprende también que los medios para los que trabajás te dejan en banda, que la primicia ha muerto porque, tanto para seguir una puntita de información como para cubrir un levantamiento armado, lo primero que hacemos es llamar a los otros compas, para ver cómo vamos a llegar juntos al punto caliente.
Todas y cada una de esas muertes duelen, pero la de Valdez pesa un poquito más, porque se llevaron a un maestro. Valdez fue un periodista generoso y abierto, una referencia obligada para quien quisiera entender el mundo narco, y también para saber cómo hacer para obtener información fidedigna en un ambiente en el que todo es oscuridad. Enseñó a extremar el método, nos explicó que la autocensura es una forma de sobrevivir y que es también una frontera que se mueve. En este contexto, para un periodista la osadía debe ser secundaria, como nos dijo una vez: “Aquí ser valiente es ser pendejo”.
Valdez, como Walsh –cuál maestro sino él–, entendió que el valor del periodismo es dar testimonio en momentos difíciles, que callar es perder, y sobre todo que uno tiene que aprender a leer la realidad como el aire que respira. Y que la tragedia en todo esto es que el buen periodismo no tiene respaldo, porque la sociedad no lo abraza, y por eso nos pueden seguir matando.
“Es un golpe demoledor para nosotros, para su familia, pero también para el periodismo, el sinaloense, el mexicano, sobre todo ese que investiga, escribe y publica en libertad”, escribieron sus compañeros de Río Doce, el periódico cooperativo que fundó Valdez hace 14 años, en un editorial que publicaron la noche de su asesinato.
Cuando otra colega, Miroslava Breach, fue asesinada semanas atrás en Ciudad Juárez, Valdez escribió estas palabras, que ahora resuenan el triple: “A Miroslava la mataron por lengua larga. Que nos maten a todos, si esa es la condena por reportear este infierno. No al silencio.”
No al silencio, repetimos los huérfanos de su guía que seguiremos trabajando aquí.