Alguna vez dijiste que, fuera de las diferencias gramaticales y discursivas para distinguir las preguntas de las respuestas, considerabas que estas eran parte del mismo problema. ¿Podés ahondar un poco en este asunto?
—Es sólo dialéctica histórica, supongo yo. En una de sus famosas intervenciones hegelianas, Marx observa que una época solamente se hace las preguntas para las que ya tiene respuesta. Eso quiere decir, rigurosamente, que las respuestas están hechas del mismo lenguaje o de la misma ontología que las preguntas, y que el eslabonamiento pregunta-respuesta estira indefinidamente una ontología inconsciente, que no se ve y no se analiza. Cuando ese camino sintético se cierra, solamente parecen caber dos posibilidades: o hacemos preguntas o las respondemos. Pero el pensamiento debe aprender a abrir una dimensión extra: ni preguntar ni responder: suspender la pregunta para analizarla, hacer visible la ontología que la pregunta (o la respuesta) tramita y gestiona en forma inocente. Podríamos llamar a eso análisis o crítica.
—En tus libros, desde Lo sublime y lo obsceno hasta Cosas profanas. Los límites políticos de los objetos, la idea de neutralidad estaba implícita. Así expresada, cercada, nombrada, sólo aparece –explícita y amplísimamente trabajada– en Psicoanálisis para máquinas neutras, en el que llevás las cosas a cierto extremo. ¿Qué queda para después de Psicoanálisis…? ¿Cómo se fue componiendo tu trabajo para llegar a este libro en el que la neutralidad o la plenitud del capitalismo se observan en todo su vigor, aunque, en realidad, es un problema sobre el que venís dando vueltas en diferentes textos, entrevistas, intervenciones, etcétera?
—Es curioso, pero yo tengo la sensación más bien contraria. Me cuesta encontrar cierta sistematicidad argumentativa en lo que he escrito: la mayoría de las veces se me aparece como una rapsodia de ejemplos, citas y análisis parciales guiados vagamente por una preocupación común que nunca parece dibujarse del todo. Por eso, en parte, trato de no releer trabajos viejos. Pero quizás la dificultad para dar con esa síntesis no es algo malo. Desde un comienzo me interesó la dialéctica de la modernidad tal como la expresa el propio Marx en una observación que suele ser leída simplemente como una caracterología ingeniosa: «La economía es inglesa, la política es francesa y la filosofía es alemana». Hay que leerla rigurosamente como una tríada dialéctica: el enfrentamiento economía/política debe entenderse como un antagonismo que se plantea desde un tercer lugar: la filosofía dialéctica (alemana). La economía es la máquina técnico-productiva, la política tiene que ver con los derechos universales, las formas jurídicas y las formas institucionales del gobierno, y, finalmente, la filosofía es la segunda negación, el famoso «punto de Arquímedes». Es el lugar negativo de un sujeto capaz de teorizar el antagonismo economía/política. Ese problema es planteado, de algún modo, en Geopolítica…1 Pero ahí yo insistía casi exclusivamente en algo en lo que –aunque todavía me parece fundamental– no creo hoy que deba ser puesto el acento. Un énfasis decidido y claro en la filosofía cartesiana del sujeto, tal como se plantea en las Meditaciones.2 Geopolítica… parece venir del siglo pasado. Fue escrito en tiempos en los que todavía se respiraba un aire político intelectual post, de lecturas entusiastas y superficiales de Foucault (solamente para citar al autor más influyente) y de fascinación atolondrada por sus temas preferidos: poder, encierro, vigilancia, tecnologías del disciplinamiento, escaramuzas en las fronteras del poder, microanálisis, etcétera. La teoría, el concepto de sujeto y el propio pensamiento eran rechazados como ilusiones esencialistas y platónicas, o doctrinarias y autoritarias, en suma, como meros modos histórico-políticos del poder. La única realidad era el enfrentamiento entre poder y contrapoderes, entre cuerpos y artefactos disciplinantes. Todos estos discursos, a pesar de estar llenos de palabras como disciplina, tecnologías, dispositivos o máquinas, mostraban, paradójicamente, una creencia ingenua y profunda en las formas «culturales» que yo, en aquel entonces, no visualizaba muy bien: las luchas de las minorías, las políticas de identidad, los estudios culturales, la deconstrucción de las narrativas hegemónicas, en fin. Contra esa versión degradada del pensamiento político emancipatorio iba, en parte, Geopolítica…, y su exceso era refractario de esa generalización de lo imaginario radical que tanto me molestaba y que todavía hoy se vive.
Sólo para plantear su correlato, Psicoanálisis para máquinas neutras (escrito más de diez años después) respira un aire totalmente distinto. Estamos en plena consagración del modo empresarial que ha adoptado toda la globalización capitalista. En la empresa ya no parece quedar rastro alguno del componente disciplinante que tenía la fábrica, ese componente gótico que hacía del obrero un recluso, igual que hacía un recluso también de todo enfermo hospitalario o ade todo alumno en una institución educativa (todo se examinaba con el modelo de la cárcel y del centro de reclusión). El giro empresarial pudo operar incluso con el beneficio extra de que muchas de sus características más terribles no dejaban de ser aceptadas como noticias no del todo malas (descentralización, flexibilización, reclutamiento de fuerza de trabajo a través de la promesa del desarrollo, generalización de los juegos de competencia y rivalidad, fin de la alienación y de la distinción imaginaria entre trabajo y vida, etcétera). Frases como «la plenitud del capitalismo» o «el capitalismo alcanza su concepto» quieren dar a entender que el capital siempre tuvo la vocación de avanzar hacia formas técnicas puras y abstractas sin relaciones políticas, pero, al mismo tiempo, también quieren decir que ese proceso tuvo algún tipo de advenimiento empírico irruptivo a fines del siglo pasado (el giro empresarial o gerencial). El problema residual del poder parecía haber sido resuelto con una fórmula sencillísima: empoderamiento. Entonces la crítica a las formas de resistencia política apoyadas en la épica del poder ya no procede, porque esas formas son un fenómeno en retroceso y casi en vías de extinción (por lo menos en ciertos contextos). El escenario es totalmente distinto al de los años noventa: el siglo XXI parece haber comenzado como una nueva y extrema naturalización de un capitalismo que se ha vuelto pura base económica, sin superestructura. En Psicoanálisis… lo he dicho así: «Capital sin capitalismo». Para el capital sin capitalismo ya no hay política ni poder, ya no hay novelas, ni relatos, ni sentido, ya no hay amo ni esclavo. Hay sólo juegos y rituales. Un sistema circulatorio y recursivo de cuerpos, cantidades, tecnología y comunicación, funcionando todo el tiempo, y no para producir algo, sino sólo para asegurar la circulación y su propio funcionamiento. Ahí está la neutralidad: aquello que no tiene signo, ni ideología, ni historia. La ley natural es neutra, la economía es neutra, la vida es neutra, el funcionamiento es neutro, el perfeccionamiento tecnológico es neutro. El asunto es, entonces, tratar de desplegar una analítica de lo neutro. No basta con ubicar al capitalismo como una forma histórica y social, como algo «externo», objetivamente representado y contra lo cual luchar: al mismo tiempo hay que entenderlo como una inercia (lo neutro) que nos empuja siempre a lo mismo, como algo ya instalado por defecto en nuestra ontología espontánea, en nuestra dinámica colectiva, en nuestra vida cotidiana. Algo no humano que nos constituye y nos determina internamente. Aquí, me parece, la proximidad con la teoría psicoanalítica (Freud y Lacan) es bastante evidente. De todos modos, y víctima del mismo pudor agresivo de siempre, Psicoanálisis… me parece insuficiente y confuso. Escribí, casi inmediatamente después, un texto o un libro que nunca se publicó, que se llama Abolir el futuro, en el que traté de centrarme en la dialéctica inversa de lo neutro y en las abstracciones de la tecnología y el funcionamiento a través de una lectura violentamente hegeliana de Marx (y marxista de Hegel, por tanto). Supongo que lo retomaré en algún momento.
—¿Y el próximo libro?
—Anástrofe [libro recientemente publicado por la editorial HUM] se apoya en conceptos que traté de exponer en Abolir el futuro, pero ya más bien como formas sintéticas y operativas, porque era importante para mí, en ese momento, que el libro tuviera menos un estilo teórico (conceptos, definiciones y lógicas) que una escritura asociativa y un aparato metafórico fuerte (el estilo teórico se escapa igual, en varios momentos). El libro vuelve a plantear la neutralidad en el tema de los juegos y el jugar generalizado, y trata de mostrar cómo esta neutralidad dominante del jugar, una neutralidad para la que no tenemos lenguaje (por definición), nos ha alejado de los clásicos síntomas conversivos, de la interpretación de los contenidos, de la «novela familiar del neurótico» y de todas esas formas que suponían un pacto de sentido ya instalado (las formas clásicas de crítica ideológica, por ejemplo), y nos ha puesto a funcionar muy cerca de las psicosis, las obsesiones y los órdenes delirantes. Quería mostrar también cómo la irrupción de la catástrofe viral, además de ser uno de los tantos modos de profecía autorrealizada, podía llegar a mostrar algo de la psicosis global, y de nuestro cansancio con lo global y su repetición indefinida de lo mismo. Y ese, en definitiva, es su asunto. Ya es difícil creer que detrás de las fantasías ideológicas (de los medios, de la publicidad, de los políticos, de los liberales o los progresistas o los reaccionarios, etcétera) hay un sentido político profundo que debe ser ocultado o reprimido. Lo que hay detrás de la fantasía ideológica es juego, coreografía, rituales, roles, circularidad, repetición. Ya no un relato novelesco con un origen y un destino (aunque más no sea el de la ciencia: progresamos desde un estado de ignorancia a un conocimiento exhaustivo del ser y la naturaleza), sino un sistema de metaequilibrio adaptativo permanente.
—En todos tus textos, pero quizás más que nada en La vieja hembra engañadora. Ensayos resistentes sobre el lenguaje y el sujeto, tu escritura sintetiza filosofía y literatura, o poesía, en el sentido etimológico. Más allá de la importancia que le das al estilo de la escritura, a su cuidado y a su placer, la conjunción de escritura filosófica y escritura poética es un particular rasgo de tus textos (de tu voz en general) y, por ello mismo, constituye algo más que un rasgo estilístico. ¿Cómo entendés la escritura filosófica, que en tu caso incluye textos breves o más o menos breves en tu blog?
—Esa es una pregunta bien difícil. Me va a costar mucho ser honesto en este punto. La escritura filosófica es, antes que nada, escritura. Y yo diría que cuando escribo estoy menos afectado (la palabra viene doblemente al caso) por la filosofía que por la práctica de la escritura. (Siempre podemos jugar a hacer coincidir escritura y filosofía –razones no faltan–, pero en este punto ese juego no nos llevaría muy lejos.) Esta afección (y afectación) es menos «darle importancia al estilo» que una especie de tara obsesiva, casi matemática, que se activa como un automatismo sobre el que no reflexiono mucho. Tiene poco que ver con que las palabras o las frases suenen bien o mal, que sean bellas o feas, melódicas o cacofónicas, rítmicas o caóticas. Tiene que ver más bien, pues hablamos de escritura filosófica, con que aquello que trabaja y sobre lo cual se trabaja son conceptos y no palabras. Y los conceptos no son simples significados, en el sentido corriente de la expresión. Son formas metafóricas lúcidas y conscientes, metáforas que se saben metáforas y que saben de su metaforicidad, que tienen una relación negativa consigo mismas. Saben que le hablan a alguien. El concepto es siempre teórico: no tiene que ver con los modelos científicos, ni con los protocolos académicos, ni con la tecnología retórica. Si con alguna práctica tiene algo que ver, diré, a pesar del lugar común, es con el arte. Y aquí me doy de nariz contra un obstáculo grande: soy demasiado perezoso y haragán para el arte. Siempre me entusiasma la composición de un texto argumentativo casi novelesco o musical, con figuras y personajes, con giros y pequeños retornos, con ritmo y cadencia y cortes súbitos como revoluciones. Pero no. Soy incapaz de proyectar y planificar. Entonces prefiero el argumento platónico: hacer sentir es mimético, hacer pensar es analítico. Y me quedo tranquilo.
—Rodó, César Vallejo, Góngora, Quevedo, Carroll, Huxley, Catulo, Salvador Puig son algunos de los literatos de cuyos versos o fragmentos de textos surgen invitaciones o excusas para la reflexión filosófica, al menos en La vieja hembra engañadora. Sin embargo, en otros textos tuyos, publicados en blogs, te has referido a la literatura en términos que, como mínimo, la separan bastante notoriamente del ámbito de la reflexión o de la política. En «La carta robada» oponés política a literatura épica, y en «Divertido trabajo en que se le hace una cámara oculta a Dios» hablás del «espacio inofensivo de la ficción y de la literatura, de la imaginación casi tierna de los antepasados (nuestra propia imaginación cuando éramos niños), atmósfera primitiva cargada de fábula y magia». ¿Cómo considerás ese encuentro/desencuentro con la literatura al pensar los problemas filosóficos que te atañen?
—El ejemplo de la cámara oculta a Dios quería mostrar que para la modernidad científica positiva no es posible leer el texto del Génesis sin presuponer que alguien cree en un creador supremo como un artesano que moldea la materia primordial y dispone las cosas sobre el escenario del universo. Pero ¿alguien cree eso?, o, mejor, ¿alguien creyó eso alguna vez? ¿Y si «hágase la luz» no remite al momento físico en el que se ponen a existir todas las luminarias del universo, sino al punto significante en el que un fondo indeterminado e indiferenciado es cortado y entendido en términos de luz y no luz? ¿Y si «poner a existir» remite a «poner en lenguaje», es decir, al pacto social mismo de entender el caos en términos de luz/no luz? Los modernos no podemos darnos el lujo analítico de revisar nuestra ontología: la historia moderna es un empuje que sintetiza, incorpora y sigue su camino sin mirar atrás. Nuestra ontología actual no nos permite sostener otra clave de lectura del Génesis que no sea un creacionismo objetalista cuyo carácter delirante consiste en poner un sujeto allí donde debería haber un proceso objetivo. Entonces proyectamos retroactivamente nuestra propia imposibilidad de pensar de otro modo en la forma fantástica de la ingenuidad de nuestros antepasados, que parece que sí creían en un superhéroe todopoderoso que crea los cielos y la Tierra. ¿Y acaso esta dinámica, esta clausura de la realidad objetal, no parece ya tener algo que ver con el lugar o alguno de los lugares de la literatura? Por eso, esas frases mías que cita la pregunta no son definiciones de la literatura. No se trata de que yo, fulano de tal, oponga política a literatura épica, o que entienda a la literatura o a la ficción como un territorio inofensivo donde ejercer nuestra imaginación, etcétera. Es la cultura moderna la que hace eso, la que siempre ya ha hecho eso. Es el lugar, digamos, significante, que la historia ha ido construyendo para algo como la literatura: la ficción, el mito, la fábula, el juego, el sueño, el delirio. Por otro lado, se sabe que filosofía y poesía nunca se han llevado bien. El mito platónico quiere a los poetas fuera de la ciudad. Eso debe entenderse en su radicalidad: la política y la filosofía no expulsan a los poetas, son esa expulsión. Tenemos ahí otra línea significante. El pensamiento político o filosófico es negativo y metafórico, mientras que la literatura es mimética y empática, parece destinada a que las personas sientan o vivan, o se aflijan o se entusiasmen, y no necesariamente a que analicen y piensen. Ahora bien, ¿hay algo como un ser esencial u objetivo, la literatura, algo que no coincide con su lugar o su emplazamiento, y, por tanto, algo que estaba ahí antes de que se le asignara ese lugar? Podemos pensar que sí, y luego perseguir, buscar y tratar de conocer su esencia detrás de los disfraces que la historia le ha puesto. Personalmente, creo que ese esfuerzo es algo ingenuo
1. Se refiere a Lo sublime y lo obsceno, cuyo subtítulo es Geopolítica de la subjetividad.
2. Meditaciones metafísicas, René Descartes.