No hay que llorar - Semanario Brecha
Testimonios acerca de China Zorrilla

No hay que llorar

Con Carlos Perciavalle en la entrega de los Premios Florencio Sánchez, en 1994 Nancy Urrutia

GRACIELA GELÓS / ACTRIZ

A China la conocí cuando yo era muy joven. Yo, que había empezado en el Teatro Circular, me había ido para el Club de Teatro porque Taco y Berto Fontana me invitaron a integrarlo y les dije volando que sí, porque tenía un elencazo. Estoy hablando de fines de los años cincuenta. Luego, en 1960, Taco me invitó a integrar el Teatro de la Ciudad de Montevideo (TCM), cuyas cabezas de elenco eran China, Taco y Guarnero, primerísimo actor de la Comedia Nacional, y también Juan Jones, un muy buen actor que había estado en la Comedia. Del Club de Teatro fuimos Taco, Claudio Solari y yo. Si uno mira hacia atrás, lo del TCM no fueron tantos años, pero fue muy intenso y con mucho éxito; iba tanta gente a vernos al Odeón, un teatro con 600 o 700 localidades, que parece que fueron más años, pero fue de 1960 a 1965.

Allí compartí muchas cosas con China. Compartimos elenco en muchas obras, también el camarín, fuimos a Buenos Aires y al famoso Festival de Teatro de París, en el Teatro de las Naciones, en 1962, e interpretamos a García Lorca y a Lope de Vega; también fuimos a Madrid. Fue una muy linda experiencia ese contacto permanente con China. Era una mujer muy inteligente, de una generosidad desbordante, con una vasta cultura, muy buena actriz, una comediante de primera, con un sentido brutal del timing. Ahí conocí a toda su familia, a sus sobrinos, que China adoraba y a los que les vivía tejiendo, a Gumita, su hermana mayor, que hacía el vestuario que era un lujo, porque Taco no macheteaba en nada. Guma, tan distinta a China, muy tímida, dulce, sensible, una exquisita. Yo estaba ahí aprendiendo al lado de ellos, todos con muchísima más experiencia que yo; era como una esponja que absorbía todo lo que pasaba a mi alrededor.

Después la dejé de ver, cuando a principios de los setenta se fue para Buenos Aires y tuvo ese carrerón impresionante. La veía cuando venía a Montevideo, alguna vez en su casa o en algún espectáculo al que la iba a saludar. De modo que mi trato con ella fue muy intenso, pero se concentró sobre todo en los sesenta, esa década tan maravillosa, tan importante para la cultura.

China tenía un oficio descomunal, era una comediante excepcional, con un sentido del humor desbordante, dentro y fuera del escenario. Es muy cierto que es mucho más difícil hacer reír que hacer llorar. El humor requiere mucha técnica: el chiste lo decís un segundo antes o un segundo después y ya no surte efecto. Había un cuento que ella hacía que creo que era sobre una puesta de La importancia de llamarse Ernesto, de Oscar Wilde, que China dirigía. Jorge Triador le dijo: «Cuando decía tal réplica siempre se reían y ya no se ríen más». Entonces, China fue al palco y le dijo: «Ya sé por qué no se ríen: es que te adelantás». La ficha no caía en el momento que tenía que caer. Ahí tenés el oficio que tenía China.

OSVALDO REYNO / ESCENÓGRAFO

Trabajé con ella en El tobogán, de Jacobo Langsner, pero fundamentalmente tuve mucho contacto con ella a través de su hermana Guma, con la que trabajaba siempre, yo haciendo la escenografía y ella con el vestuario. También la veía mucho en Buenos Aires cuando trabajaba con Carlos Perciavalle, de quien ella era muy amiga. En esa época China ya era una gran figura, un símbolo del espectáculo. Y lo que pasaba era que cuando estrenábamos algo en el Circular –tengo un recuerdo que no sé bien si es de cuando hicimos El herrero y la muerte o Lorenzaccio– venían los actores y me decían: «Osvaldo, ¿hablaste con Guma para que le diga a China que no venga al estreno?». Y es que en el Circular se ven las caras de los espectadores y si ella iba al estreno, la gente la miraba más a ella que lo que veía la obra. Era una figura tan atractiva que lo distorsionaba todo. Después ella ya nos decía: «Mirá que voy al estreno del Circular». Y nosotros: «No, China, o venís a un ensayo o vení después del estreno».

Hay muchas anécdotas que la pintan de cuerpo entero, pero en lo profesional hay que recalcar que su vida era el teatro, se dedicaba completamente a eso, de la mañana a la noche. Nos decía: «¿Pero ustedes se van a su casa a dormir? ¡Hay que hacer teatro!». Así, se pasaba corriendo de un lado para el otro. Un día yo estaba esperando que terminara la obra que hacía China con Taco, porque después empezaba el ensayo de El enemigo del pueblo. Yo estaba tras bambalinas, al lado del telonero. Cuando terminó la obra la gente aplaudió a rabiar. Entonces, el telón bajaba y volvía a subir para que los actores siguieran saludando. De pronto se escucha un pedido desesperado de China: «¡Osvaldo, decile al telonero que pare de subir el telón!». Y es que perdía el avión para volver a Buenos Aires, así que agarró la cartera y se fue corriendo. El último saludo lo hizo Taco solo.

Después está lo humano, su ilimitada generosidad. China ayudó económicamente a todos los uruguayos que fueron a trabajar a Argentina, pero su solidaridad se extendía mucho más allá, y a veces llegaba a extremos insólitos. Era muy inconsciente con el dinero. Es famosa la anécdota del taximetrista con el que se puso a conversar y este le dijo que tenía un problema muy grande, porque no podía pagar la hipoteca de su apartamento. China, que acababa de cobrar mucho dinero y lo tenía en la cartera, no dudó en dárselo al hombre. Eran 37 mil dólares. Cuando lo contó todos le dijeron que estaba loca, que le habían hecho el cuento del tío. Ocho años más tarde, en el cumpleaños de China, alguien tocó el timbre y era aquel taxista que venía a devolver el generoso préstamo.

En cuanto a su carrera de actriz, ella tuvo la singularidad de hacer algo completamente distinto a lo que hacíamos los uruguayos. Para nosotros la creatividad estaba unida a la seriedad. China podía usar las mismas palabras, pero lo que cambiaba era el tono: mucho más liviano, mucho más directo para el público y casi siempre risueño. Era como si la vida fuera otra cosa, menos grave. Y cambió la historia del teatro a través del tono. Yo creo que por eso triunfó como lo hizo en Argentina. ¿Por qué tiene que ser la vida tan dramática?

CARLOS PERCIAVALLE / ACTOR

China es una diosa, es una reina. Esto, en general, uno lo dice exagerando. Sin embargo, cuando se trata de China, era realmente como una diosa, como una reina. Y para mí lo sigue siendo. Cada vez que hablo de China pienso: «Ahora cuando cuelgue la voy a llamar para comentarle las cosas que he contado», porque la siento tan viva al lado mío, que es imposible creer que ya no existe más. Mientras yo viva, ella estará presente en mi corazón.

La suya fue una vida fuera de lo común y bien que me dijo a mí y a Solita: «Por favor, no me lloren porque yo tuve una vida maravillosa», y es verdad. Trabajar con China ha sido lo mejor que me ha pasado: una actriz notable, una directora estupenda y una mujer con un sentido del humor, del amor, del timing, del respeto por el público, una mujer de una bondad y una generosidad inigualables. Cuando la gente piensa en China y en mí, cree que era una relación de madre e hijo, y yo explico que, a pesar de que yo era 19 años menor que China, la consideraba una hija y me veía en situación de cuidarla, porque era tan buena, tan generosa, tan sin vueltas, tan inmediata en la réplica ante alguien necesitado, que muchas veces corría el riesgo de que abusaran de su generosidad. De más está decir que a ella no le importaba. No he conocido a nadie en el mundo con ese desprendimiento ante los necesitados. En Navidad, si por estar filmando algo no podía viajar a Montevideo, luego de ir a una fiesta en lo de Amalita Fortabat, a otra en lo de Tita Tamames, a otra en lo de Bernardo Neustadt, iba al Hospital de Niños, bajaba un arbolito y millones de paquetes con regalos. Allí conversaba con todos y lo pasaba mejor que en las fiestas paquetas en las que también brillaba por su humor, su inteligencia y su bonhomía. Yo no conozco a nadie que haya tenido esa amplitud y esa grandeza de corazón. Así que todos los homenajes, todo lo que se diga de ella es poco.

Yo ya tengo 80 años, pero aquellos que la conocieron y tienen 50 o 40 tienen que hablar con sus hijos y decirles que existió una reina, una diosa.

Ella siempre contaba que el mejor actor que había conocido era un español llamado Pedro López Lagar, al que cuando le preguntaban cómo hacía un personaje decía: «Me pongo la gorra y salgo». Y China era así. Ella podía llegar un minuto antes de que se levantara el telón y cuando subía al escenario inmediatamente estaba en el personaje, como si hubiera estado meditando cuatro horas. Era un don maravilloso, nada la distraía. ¡Y era tan detallista! Por ejemplo, en el final de El diario privado de Adán y Eva, que era triste porque Eva muere. China tenía la capacidad necesaria para ir pasando por todas las edades. Al final, cuando moría, yo, barriendo el escenario, decía: «Eva se murió ayer, yo sabía que un día iba a morirse. Y ella siempre le pedía a Dios ser la primera de los dos en irse. Y ahora que Eva no está, comprendo algo que no comprendí antes. Me pareció tan horrible que nos echaran del Paraíso. Ahora sé que eso no tiene ninguna importancia. Porque donde fuera que estuviera Eva, ahí estaba el Paraíso». Yo, haciendo ese monólogo, no podía evitar que se me cayeran las lágrimas. Y China me decía: «Yo no quiero que llores, Carlitos. Es mucho más eficaz aguantar las lágrimas que ponerse a llorar. Acordate de lo que te digo: aguantá el llanto». Y cuando lograba hacerlo como ella me aconsejaba, me hacía notar cuán diferentes habían sido los aplausos.

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