Cuando se habla de cine mudo, o silente, un nombre inevitable es el de Friedrich Wilhelm Murnau, uno de los más grandes directores de todos los tiempos, autor de obras maestras como La última carcajada, Fausto y Amanecer, referente obligado del expresionismo alemán y, por supuesto, un maestro indiscutible del cine de terror, ya que su película Nosferatu es la primera gran obra del género. La cuestión es que, muy coherentemente con este carácter oscuro y tétrico que tanto gustaba al cineasta, hoy ya no puede decirse que su biografía se termine con su muerte. Sus restos mortales, que reposaban inalterados desde 1932, fueron profanados y el ataúd de metal que los contenía fue abierto con una palanca –se estima que entre el 4 y el 12 de julio últimos–; el cuerpo embalsamado de Murnau fue decapitado y su cabeza extraída, sabe dios para qué propósitos. En el sepulcro familiar, las tumbas contiguas de los hermanos de Murnau continuaban intactas, por lo que se deduce que el interés de los perpetradores por el cineasta era específico.
Las especulaciones acerca de sus motivaciones no han sido pocas, pero los restos de cera de vela que los ladrones dejaron al pie de la tumba dan la pauta de que su cabeza podría haber sido utilizada para rituales satánicos.
Cuando Murnau murió, sólo 11 personas fueron a su funeral. Entre ellos se contaban el padre del cine documental, Robert J Flaherty, el director Fritz Lang, y los actores Emil Jannings y Greta Garbo. Dolida por su muerte, Garbo encargó una mascarilla mortuoria de Murnau (algo común en la época, una suerte de retrato en tres dimensiones del rostro del fallecido, obtenido con la técnica de vaciado en yeso, haciéndose un molde directamente desde el cadáver), y la mantuvo sobre su escritorio durante su tiempo en Hollywood. Hoy será otra la persona que ostentará la cabeza de Murnau (esta vez la real), quizá como un trofeo o como una extrañísima forma de coleccionismo.
Pero sólo hace falta una pequeña pesquisa en Internet para comprender que la mutilación de cadáveres de personas famosas no es precisamente una práctica novedosa. En Argentina, hace más de 25 años alguien se llevó de la tumba las manos del presidente Juan Domingo Perón junto con su gorra militar, su espada y otros objetos. Cuando el cónsul español en Burdeos tuvo que presenciar la exhumación del cadáver del pintor Francisco de Goya, se dio cuenta sorprendido de que a éste le faltaba la cabeza. La frenología se ocupó de robar y estudiar los cráneos de los cadáveres de Haydn y Mozart (así como auscultaba detalladamente las formas craneanas de asesinos y delincuentes, también se esforzaba en comprender las curvas de la genialidad). La calavera del filósofo Descartes estuvo desaparecida durante mucho tiempo, pero un par de siglos después de su muerte apareció en una subasta en Suecia, con varias iniciales marcadas que daban cuenta de quiénes habían sido sus sucesivos propietarios.
Pero quizá una de las historias más sorprendentes en este sentido concierne al cadáver de Napoleón. Napoleón Bonaparte murió en la isla atlántica de Santa Elena, y había dejado por escrito su última voluntad de ser enterrado en Francia, junto al Sena. Su médico personal le hizo una autopsia y separó del cuerpo el corazón y dos trozos intestinales, que guardó por separado. El gobernador británico de la isla, con poco interés en cumplir con la voluntad del finado, ordenó colocar las vísceras y el cuerpo en cuatro ataúdes separados (supuestamente para desanimar a los ladrones de tumbas) y enterrarlos en un bosque de la isla. Cuando veinte años después los franceses reclamaron los restos, fueron trasladados a París y vueltos a enterrar, pero se descubrió que el emperador no estaba completo. Al parecer no sólo le habían extraído sus intestinos y su corazón, sino también su pene. La leyenda cuenta que el médico se lo había cercenado también durante la autopsia, a petición del abad Anges Paul Vignali, quien había sido un gran enemigo de Napoleón durante su vida y que, como venganza, conservó este “trozo”, que pasó a formar parte de su tesoro familiar, legándose de generación en generación. En 1916 el pene se subastó en Londres, y fue vendido sucesivamente, cambiando una y otra vez de propietario. Debido a su estado de resecamiento, muchos cuestionaron que se tratara efectivamente de un pene –un reportero de Time lo describía más bien como “un trozo maltratado de cordón de zapato o una anguila reseca”–, pero un estudio de rayos X confirmó que sí lo era. Lo que no puede saberse a ciencia cierta es si efectivamente es el de Napoleón. Hoy el “ítem” pertenece a Evan Lattimer, quien lo heredó de su padre, un urólogo que lo compró en París por 3 mil dólares. Evan pide actualmente 100 mil dólares por él.