Para Raquel Sánchez
Todos amábamos al profesor de Historia. Todos admirábamos su lento caminar, su bucito escote en V, su encanecida mirada. Aunque sus clases fueran las más aburridas del mundo, aunque su eterno dictado nos durmiera, su memoria recostada al pizarrón nos llenaba de ternura. «Yo soy de la Era del Hielo, muchachos, pero todavía no me descongelé», decía, y todos nos moríamos de amor.
Entraba al salón, dejaba su portafolio sobre la mesa, se cambiaba los lentes de lejos por los de cerca; «con estos los veo mejor, muchachos», decía. Se apoyaba en el pizarrón y preguntaba: «¿Dónde quedamos?». Siempre era Lorena, desde su primer banco, con sus apuntes al día, la que le alcanzaba su cuaderno, el eslabón entre las clases. Él leía el último párrafo de Lorena y decía: «Bueno, apunten ahí…» y empezaba un dictado lento pero perfecto que duraba hasta que sonara el timbre. Todo el año fue igual. ¡Qué memoria impresionante! «Tras las murallas de la ciudad sitiada, aguardaban las tropas españolas…», pronunciaba la voz entre el crujir de hojas, mientras nuestras manos bailaban sobre la descripción del ejército revolucionario.
Recuerdo que aquel día lo vi subir las escaleras acompañado por un señor con pantalones verdes, zapatos amarillos y una remera con una calavera. A todos nos llamó la atención. El hombre se frenaba para esperar al profesor. Entramos al salón. Nos sentamos. Entonces, el profe lo presentó como el inspector que venía de la capital. Este tomó la palabra y mencionó algo sobre que venía a evaluar al docente y no a nosotros, y que actuáramos como en una clase normal. Después de las palabras del inspector, el profe apoyó su portafolio sobre la mesa, se cambió los lentes y preguntó: «¿Dónde quedamos la clase pasada?». Lorena le alcanzó su cuaderno, él leyó el último párrafo y dijo: «Bueno, apunten ahí…», y continuó dictando como siempre, como lo había hecho desde el comienzo de los tiempos.
Yo estaba nervioso ese día, porque miraba de reojo al inspector y parecía incómodo, como si en su banco hubiera algún clavo. Escribía apurado en una libreta, como si tuviera miedo de que la idea se le borrara antes de llegar a la hoja, y no paraba de sacudir la cabeza como diciendo no y no.
A la clase siguiente, cuando vimos al profe subiendo las escaleras, nos llamó la atención que en una mano cargara un radiograbador. Entró al salón, dejó el portafolio y la radio sobre la mesa. Se cambió los lentes. Desenrolló el cable del aparato. Lorena lo ayudó a encontrar el enchufe. Cuando lo encendió, escuchamos el sonido lluvioso de las radios mal sintonizadas. «Perdón», dijo, «tengo que acostumbrarme». Metió la mano en el portafolio y sacó un casete. Abrió despacito la tapa, lo puso en el grabador, pero antes de apretar play, el Tato preguntó: «Profe, ¿cómo le fue con el inspector?». El profesor de Historia nos miró. Parecía cansado. El pelo canoso. Las arrugas en la frente. La adscripta nos había dicho que tenía casi setenta años y que hacía tiempo que estaba por jubilarse. «No me fue muy bien», dijo. «Según el inspector, me tengo que modernizar, muchachos. Debo aprender a utilizar las nuevas tecnologías para captar sus intereses. Por eso, traje este grabador.»
Todos recordamos ese día como uno de los mayores acontecimientos de nuestra vida liceal. Él apretó play y empezó a sonar su voz suave pero más lenta, como si estuviera frenada. Desde el parlante, surgía el dictado de siempre, mientras nuestro profesor se quedaba parado, contra el pizarrón, en silencio.
Fue maravilloso. Al día siguiente de la inspección, en su casa, el profe se había grabado dictándonos, haciendo las pausas más prolongadas, imaginando el tiempo de nuestras lapiceras, y si bien ese día nos perdíamos en la velocidad de la cinta, nadie quiso complicarlo pidiendo que pusiera pausa o que rebobinara… Y así, el grabador nos fue dictando algunos pormenores de la guerra, mientras el profesor miraba atento el girar del casete, como controlando que la voz del aparato no se equivocara.
Entonces, sucedió. La frase que nos enamoró. La que usamos como una señal de nuestra hermandad. La que repetimos siempre que nos reencontramos. En una de las pausas, más prolongada que las anteriores, lo oímos decir, con la voz un poco más baja, como si fuera a confesar un secreto, como intentando no ser captado por la tecnología: «No quiero más mate, vieja». Todos empezamos a reír una risa de ternura al imaginar a nuestro abuelo frente al grabador, mientras su esposa, sentada al lado, casi invisible, haciendo silencio para no interrumpir su clase, le cebaba mate.