Se están mudando de la casa que tenían en pleno Cordón, un edificio casi abandonado pero con un fondo verde de vegetales y trabajo pala a pala. Se trasladan hacia las huertas que están funcionando en las instalaciones del viejo vivero del parque Rivera. Allí algunos canteros florecen, y en otros unos misteriosos palitos indican algo bajo el aserrín.
“Cada vez la gente está más consciente de la alimentación y se da cuenta de que plantar es una terapia que desestresa. No sólo te alimenta sino que te ocupa la mente en algo totalmente saludable, como el respeto por la tierra que nos da el alimento”, explicó el chef y educador Diego Ruete, que además trabaja cocinando con niños en las escuelas.
Mientras conversamos, un joven, Nicolás, empuja una carretilla con una “mesa de reuniones” –un pedazo de tronco recién cortado a todo su ancho– para el espacio común bajo los árboles. Al principio era sólo plantar, recuerda Nicolás luego de un año de llegar a Huertas, ahora ya tiene amigos. Va a todos los encuentros de los martes, jueves y sábados en el parque, desde las cuatro de la tarde hasta que cae el sol.
“Es tan importante el grupo como la huerta. Hay algo que nos preguntan siempre: ‘¿Cómo se reparten lo que cultivan?’, y nos reímos cada vez porque no es trascendente para nosotros, no es el fin de este proyecto”, explicó Ruete. “Ninguno de nosotros viene a plantar por falta de comida. Acá lo que sembramos es la experiencia y la oportunidad de pertenecer a algo”, completó Camilo, el huertista referente en el parque Rivera.
Las huertas urbanas se multiplican más rápido que los tomates, la moda del cultivo para consumo propio en el fondo de casa; las finas hierbas se incluyen en la cocina casera del nuevo uruguayo, cada vez más gourmet y cosmopolita. Y “lo que nos dicen los extranjeros que vienen es que en el resto del mundo ya están en otra fase en cuanto a la agricultura urbana y sostenible”, agrega Camilo.
EL PUEBLO HUERTA. En la comunidad de Todmorden, al norte de Inglaterra, las verduras, hierbas y árboles frutales son plantados en las calles, parques y cuanto lugar público exista. En este pueblo de 15 mil habitantes los policías riegan las plantas en sus recorridas diarias y una red de unos 300 voluntarios se turna en las mañanas para cuidar los cultivos. Cuando llega el tiempo de la cosecha, todos los canteros llevan un cartelito de “¡Sírvase usted mismo!”, y todo el mundo puede recoger –incluso los turistas– lo que guste. Y gratis.
Existe en esa ciudad –además de una solidaridad envidiable– una especie de mapa de puntos verdes: las hierbas medicinales crecen junto al hospital, el maíz dulce y las cebollas japonesas se encuentran en los canteros de la policía local, a las puertas del teatro se levantan las tomateras, las coles y las acelgas junto a la iglesia. Esta iniciativa de agricultura urbana y solidaria lleva el nombre de movimiento Increíble Comestible,1 y se ha contagiado a otras partes del mundo.
En otro punto de Europa, la alcaldía de París inauguró en noviembre pasado un concurso público de proyectos arquitectónicos para impulsar la ciudad hacia un futuro verde, sostenible e inteligente, pero sobre todo para reducir en un 75 por ciento sus emisiones de gases de efecto invernadero. En ese contexto se presentó el proyecto París, Smart City 2050, del famoso arquitecto Vincent Callebaut.
Algunas de las edificaciones proyectadas son altísimas torres construidas en bambú en forma de panal de abeja, parques verticales, granjas en altura y huertas integradas junto a grandes torres residenciales que permitirían a sus habitantes comenzar su propia producción agrícola en plena ciudad. Así un gigantesco jardín vertical será capaz de realizar la fotosíntesis al mismo tiempo que produce biocombustible y alimentos. Además están previstos en el proyecto todos los mecanismos para aprovechar la luz, el viento y el agua de los ríos convirtiéndolos en energía.
ME GUSTA LA LECHUGA. Siguiendo la movida mundial Increíble Comestible, Ruete explicó: “El objetivo final del proyecto es que en cada barrio haya una huerta, mantenida por los vecinos. Y que se pueda plantar en las calles, en los terrenos baldíos. Que, ante una crisis, obtener alimentos no sea una de las cosas por las que preocuparse. ¿Por qué no tener las calles sembradas con frutales?”, preguntó el chef.
Camilo y Diego también observan que quienes se acercan al proyecto buscan, además del intercambio social, la oportunidad de producir alimentos libres de contaminación, de agrotóxicos, por ejemplo. “Nosotros obviamente vamos a ser orgánicos siempre, está en la base de nuestra filosofía, y lo que proponemos va un poco más allá: ser proporcionadores de semillas. La semilla es lo más importante de todo, allí está la soberanía alimentaria”, explicó Diego, y contó que han intercambiado semillas y plantines hasta con los reclusos de la cárcel de Canelones.
Por el parque Rivera también se la ve a Magdalena (21 años) en su primer día de trabajo. Es estudiante de Agronomía, directo de Carmelo a la capital. Ya tiene la práctica de su facultad con las huertas en las escuelas (véase recuadro), y aunque el trabajo con niños puede resultar divertido, la tarea con adultos “es otra cosa, es más productiva”, confesó.
Bajó el sol y recorrimos los “chasis”, esos largos canteros de pórtland rellenos de tierra. El paseo viene con un breve instructivo: la huerta apunta a una biodiversidad de plantas, no se siembra todo un cantero con un solo vegetal, sino que conviven y se logran asociaciones.
En los canteros han plantado muchas flores: hay zinnias de colores, hay tacos de reina, caléndulas –las flores atraen polinizadores y muchos insectos benéficos–, pero también hay ciboulettes, lechugas, brócolis. Otras funcionan como barreras contra las plagas, como las hierbas aromáticas.
Hay jengibre, una planta de tabaco, más acelgas, zanahorias, siempre cultivos de época. Unos pimientos de colores conversan con los morrones y la albahaca, unos almacigueros tienen varias lechugas y rúculas prontas para trasladarse al suelo. Un arbolito de palta atrapa lo que queda de sol. Los calabacines se enredan, crecen y se multiplican casi sin ayuda.
Todo en un suelo previamente aireado con la pala de dientes y al que se le ha agregado compost natural y viruta para mantener la humedad. Se clava un palito para saber que allí abajo hay una semilla sembrada. Y después sólo resta esperar. n
1. Véase www.incredible-edible-todmorden.co.uk/home
En la escuela
“¿Cómo producir alimentos orgánicos?”, “La huerta en casa para producir nuestros propios alimentos”, “Observación en la huerta: la reproducción sexuada del rabanito, haba y zapallo. La reproducción asexuada del ajo, papa, boniato, romero”, todas estas son bolillas del programa Huertas en Centros Educativos (Phce).
Este programa funciona desde 2005 en unas 48 escuelas de contexto sociocultural crítico de la capital y en tres escuelas rurales de Cerro Largo. Es impulsado por la Intendencia de Montevideo, la Administración Nacional de Enseñanza Pública y la Universidad de la República, con la coordinación de la Facultad de Agronomía.
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El dinero no crece en los árboles
Desde Huertas Comunitarias Montevideo son muy críticos con el programa Plantar es Cultura, del Mec,1 que busca nuclear a las casi 30 huertas urbanas que existen hoy en la capital, según su conteo. Precisamente porque intentan organizar lo que ya hace tiempo está organizado, critica Ruete, y el ejemplo es que Huertas Comunitarias Urbanas funciona desde el año 2013 prácticamente sin un peso: “Nosotros hacemos mucho sin ayuda de nadie, si nos ayudan un poquito podemos hacer mucho más”.
Actualmente recibieron una donación de una empresa privada –con la que pagarán las horas de Camilo, el tallerista–, y son uno de los ocho finalistas en el concurso Patricia por la Naturaleza.
1. Véase: www.mec.gub.uy/innovaportal/v/56093/2/mecweb/acceso-directo-plantar
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