En no más de un mes vimos al kirchnerismo perder en una ajustada segunda vuelta, al chavismo sufrir una aplastante derrota electoral, a la presidente Dilma Rousseff enfrentar un posible impeachment y a los gobiernos de Tabaré Vázquez y Michelle Bachelet sufrir importantes caídas en los niveles de popularidad. Rápidamente los artículos que ya venían anticipando los límites del ciclo progresista en América Latina llegaron a preguntarse sobre el fin de la izquierda latinoamericana. Aunque está claro que estamos viviendo un escenario de cambio en América del Sur no resulta evidente que el resultado de dicho cambio derive en un vuelco a la derecha. El llamado ciclo progresista en la región no fue un mero accidente histórico, sino el resultado de una serie de acumulaciones históricas que se han venido construyendo durante la segunda mitad del siglo XX. El ciclo progresista no salió de la nada y tampoco volverá a la nada. Este es un momento de una historia más larga. Repasar dicho proceso tal vez nos ayude a pensar un poco mejor dónde estamos parados hoy.
Durante los cuarenta y cincuenta América Latina asistió a una ola de reformas sociales que en algunos países fueron denominadas como reformismo social y en otros como populismo. Más allá de la diversidad de visiones políticas todos propusieron una agenda económica y social que tenía puntos en común. Fue el momento del desarrollo de la legislación laboral, del reconocimiento del movimiento sindical como un actor legítimo y de la intervención de un estado industrialista que promovió la idea de un capitalismo nacional incluyente de las crecientes masas urbanas.
A fines de los cincuenta dichas experiencias comenzaron a tener problemas. El modelo de industrialización era fuertemente dependiente de los precios de las materias primas y los cambios de la economía global de posguerra comenzaron a afectarlo. Al igual que hoy, con la caída de los commodities, esa dependencia en un contexto adverso limitó la capacidad redistributiva de dichos estados y generó incertidumbre. Sectores populares comenzaron a movilizarse pidiendo una radicalización de las reformas, mientras otros reclamaban la vuelta a la estabilidad. La izquierda tradicional (comunistas, socialistas y anarquistas) tuvo una actitud ambivalente frente a dichos procesos. En varios casos estuvo al margen de éstos, ya que los veían como procesos de conciliación de clase y miraban con sospecha y temor ciertos discursos anticomunistas de algunos de sus líderes.
Desde fines de los cincuenta muchos empezaron a hablar del “agotamiento” del modelo. Una idea que comenzaba a ser relativamente compartida por técnicos, intelectuales, y políticos de centro y de izquierda era que el modelo industrialista tenía sus límites por el lugar de estos países en el orden global. Una diversidad de actores, algunos que venían de las experiencias reformistas y populistas de las décadas previas y otros que venían de la izquierda tradicional, plantearon que las salidas vinculadas a una modernización capitalista eran inviables dadas las condiciones de dependencia y neocolonialismo a las que estaban sometidos estos países. Estos sectores, ahora sí autoidentificados como de izquierda, abandonaron sus expectativas acerca del desarrollo y el capitalismo nacional, reclamaron la necesidad de cambios revolucionarios y sugirieron diferentes ideas acerca de lo que sería un posible socialismo latinoamericano. Se reconocía el apoyo popular con el que habían contado dichos procesos previos pero se denunciaba su agotamiento y la inviabilidad de su retorno. El socialismo y la revolución fueron las palabras para dicha superación. Estas ideas habilitaron un segundo ciclo de gobiernos con perspectivas igualitaristas que resultó mucho más efímero que el ciclo anterior. Dentro de ese ciclo se puede incorporar la experiencia de la Unidad Popular en Chile, el progresismo militar de Velasco Alvarado en Perú y Juan José Torres en Bolivia, y la primavera Camporista en Argentina.
Después vinieron las dictaduras y destruyeron gran parte de aquella experiencia de izquierda acumulada durante los sesenta y setenta. No sólo se trató de la destrucción humana sino también de las identificaciones ideológicas y simbólicas que dicha izquierda había constituido. Las izquierdas que pudieron renacer y sobrevivir a los escenarios posdictatoriales lo hicieron a costa de abandonar el lenguaje que habían construido en las décadas previas.
Sin embargo, la dispersión generada por la represión contra la izquierda tuvo un efecto no deseado. A partir de los ochenta surgieron los llamados “nuevos movimientos sociales” que propusieron agendas y también prácticas políticas participativas innovadoras. El difícil proceso de reconstitución de las fuerzas políticas de izquierda estuvo en diálogo con estos movimientos. Resulta imposible pensar que ex guerrilleros como Mujica y Rousseff llegaran a ser presidentes, si no hubiera sido por el trabajo que el movimiento de derechos humanos realizó contra el estigma social construido por el discurso de la seguridad nacional de las dictaduras. Lo mismo podría ser dicho acerca de la relación entre los movimientos de mujeres y las presidentes mujeres como Bachelet, Fernández, y Rousseff, el indigenismo y Evo Morales, o el sindicalismo y Lula Da Silva.
En el contexto del antiestatismo neoliberal y la crisis ideológica de la posguerra fría de los noventa, la izquierda comenzó a reconstruirse asumiendo una postura más pragmática frente a aquellas tradiciones populistas y de reformismo social que en los sesenta habían desechado, y denunciado como agotadas. La tradición estatista de mitad de siglo pasó a ser el principal arsenal simbólico e ideológico para enfrentar las reformas neoliberales del llamado consenso de Washington. Lo que se empezó a denominar como progresismo fue el resultado del encuentro entre aquella izquierda que venía de los sesenta pero que moderó su discurso a partir de una revalorización del reformismo social y el populismo de los cincuenta y los movimientos sociales que desde los ochenta venían ampliando las agendas públicas.
En el marco de importantes crisis políticas, asociadas al avance neoliberal, se generaron las condiciones de oportunidad para que estos proyectos políticos progresistas llegaran al gobierno. Esa coyuntura habilitó el desarrollo de ciertos temas en la agenda pública, mucho de los cuales tenían puntos en común con las experiencias de los cincuenta: programas sociales, políticas de nacionalización, estados asumiendo un papel activo en el desarrollo, respeto y ampliación de la legislación laboral, etcétera. Pero además se desarrolló un diálogo privilegiado con los movimientos sociales, que en esta oportunidad implicaba el reconocimiento de un mayor nivel de autonomía, así como el tratamiento de temáticas originales como los derechos de las comunidades indígenas y de las minorías sexuales, entre otros fenómenos que no habían sido atendidos por los estados nacionales del siglo XX. Por último existió un distanciamiento de la hegemonía estadounidense que llevó a que en este siglo la mayoría de América del Sur, afortunadamente, quedara al margen de la nueva estrategia de hegemonía global estadounidense llamada “guerra contra el terrorismo”.
En un contexto en el que las izquierdas en el mundo no parecían capaces de incidir en la vida política, esta ola de centro -izquierda que parecía ir más allá de la socialdemocracia europea o los demócratas estadounidense, que además integraba aspectos de una crítica decolonial acerca del rol de los imperios occidentales, y que transitaba y obtenía victorias en el marco de regímenes democráticos, concitó interés y adhesión en otras partes del mundo. Hoy vemos cómo diferentes movimientos europeos que intentan hacer renacer la izquierda han visto la experiencia latinoamericana como una fuente de inspiración.
Sin embargo en los últimos cinco años lo que pareció abrir ilusiones en la región y en otras partes del mundo comenzó a mostrar signos de debilidad. Lo más evidente fue la crisis de los commodities. El crecimiento hacia afuera se comenzó a enlentecer. Esto limitó la posibilidad de distribución y evidenció la vulnerabilidad de dicho crecimiento. Asimismo, el enlentecimiento llevó a que la dimensión extractiva de recursos naturales adquiriera un carácter más dramático mostrando sus riesgos sobre el ambiente y la vida humana, y ambientando prácticas autoritarias que algunos de estos gobiernos implementaron en pos de la aplicación de un supuesto desarrollo que no siempre ha sido tan benevolente en la vida local.
La corrupción no es un fenómeno nuevo. Pero la izquierda había asociado la corrupción a la implosión neoliberal de los noventa. La constatación de que miembros de los partidos de izquierda también estaban involucrados en casos de corrupción tuvo un fuerte impacto subjetivo en las militancias de algunos países.
Por último la brecha entre algunos movimientos sociales y gobiernos progresistas comenzó a ampliarse y derivó en conflictos contra movimientos ambientalistas, asimismo en algunos lugares las garantías de la oposición política tuvieron limitaciones.
Los problemas han sido diversos, y no parecen ser atribuibles solamente a una orientación ideológica o política, sino también a las culturas políticas nacionales en que los problemas de la corrupción y el descuido de los procedimientos liberales democráticos no parecen ser monopolio único de las izquierdas.
Más allá de esos problemas la década progresista construyó espacios para críticas que venían desde su mismo espacio de apoyo social. En la mayoría de los países las agendas públicas aún siguen volcadas a la centroizquierda. En Brasil las expresiones de crítica al gobierno son diversas, pero muchas vienen por izquierda: reclamos de fondos públicos para la educación y programas sociales, crítica a la corrupción y a los arreglos de la clase política con diversas corporaciones. En Argentina, Mauricio Macri tuvo que adecuar su discurso durante los meses anteriores a la campaña electoral, planteando que no retiraría algunos de los avances sociales del kirchnerismo. Por otra parte, los movimientos sociales, que se han ido alejando de los estados, plantean demandas que resultan atendibles: cuestionamientos al extractivismo en los que resuena la crítica dependentista de los sesenta, una nueva agenda de derechos, y el respeto al disenso.
En 1972, en el medio de una profunda crisis política que vivía el gobierno de la Unidad Popular, al presidente Allende le hizo mucha gracia un cartel sostenido por un manifestante que decía “Este gobierno es una mierda, pero es mi gobierno”. La frase, así como la reacción del presidente, muestra uno de los aspectos clave de cómo se ha construido el espacio político de la izquierda latinoamericana. Más allá de sus límites y problemas, la izquierda ha sabido generar, en importantes sectores populares, la idea de que ése es su gobierno. El lugar a través del cual sus demandas se pueden escuchar, atender y, tal vez, impulsar. Allende no pudo continuar por la reacción golpista ante la cual hay que estar alerta también en estos tiempos. Pero mientras la izquierda latinoamericana pueda reconstituir los lazos que la acercan a las demandas y aceptar las críticas que vienen de los sectores populares, así como lo supo hacer en coyunturas mucho más adversas, no tendría que haber mayores temores. Lo que se ha construido en estos años no fue el resultado de la contingencia, sino de una acumulación histórica. Los representantes de esa acumulación pueden cambiar, pero las ideas y los movimientos que han sostenidos estos procesos salen fortalecidos de esta década, y aún tienen mucho para decir.