Recuerdo la primera vez que le dije a mi familia que quería ser actriz. La pregunta que me hicieron fue: «¿Y de qué vas a vivir?».
¿Cómo viven los artistas? ¿Son ellos y ellas quienes no supieron o no quisieron asumir su condición de trabajadores del arte? ¿Por qué el arte es una actividad que no se asocia al desarrollo económico? ¿Por qué la cultura no está dentro de las prioridades del Estado? ¿Qué sucede con los sindicatos que nuclean artistas?
La actual pandemia deja al descubierto un problema histórico y estructural. La precarización laboral en el arte parece arrastrar desde tiempos lejanos los mismos conflictos: gratuidad del trabajo, autogestión, multiempleo, romantización de la vida, flexibilización, informalidad, sobrecalificación. Los y las artistas están siendo fuertemente golpeados por esta crisis, sin Estado que los ampare y sin identidades lo suficientemente consolidadas como para ser considerados trabajadores. Las múltiples fragmentaciones de los colectivos artísticos que se organizan por fuera de las figuras sindicales tradicionales vuelven explícita la crisis en el interior y el exterior del sector.
La cultura y el arte son una de las bases fundamentales de la vida en sociedad. Además, generan beneficios para toda la población. Y aunque algunos de ellos son intangibles y, por eso, invalorables, rompe los ojos el vacío y el desconocimiento que existen a la hora de considerar las trayectorias artísticas como actividades dentro de la economía. Es un problema que parece imposible de enfrentar; es como si aún nos rigiera la conceptualización de la cultura como un espacio autónomo, desligado de la lógica económica. Resulta paradigmático que, ya entrado el siglo XXI y con muchas carreras relacionadas con la cultura, la profesionalización de sus oficios y saberes multidisciplinarios, los y las artistas continúen padeciendo trayectorias precarias y poco valoradas.
La teórica poscolonial Isabell Lorey desarrolla, al respecto, un concepto muy esclarecedor. Explica que, dentro del neoliberalismo, las prácticas hegemónicas que configuran las identidades artísticas actuales alimentan un fenómeno muy peligroso. Este nuevo proceso, que se presenta entre los trabajadores del arte y de la cultura como el camino a seguir, consiste en una normalización acrítica de la situación de carencia y despojo, una naturalización subjetiva que garantiza y reproduce la precarización laboral. La hipótesis que desglosa la autora consiste en comprender que se ha construido históricamente un pensamiento hegemónico burgués en el interior del campo de la cultura que sostiene las relaciones políticas y económicas capitalistas, invisibilizando la cadena de producción y, por lo tanto, consolidando la alienación. Quienes trabajan de forma creativa son sujetos fácilmente explotables, ya que soportan de forma sistemática malas condiciones de trabajo y de vida porque creen que, así, están defendiendo su propia libertad y autonomía. A este comportamiento lo denomina situación de precarización de sí. El concepto incluye la construcción de autopercepciones y conductas paradójicas, tales como autocontrol, disciplina, autorregulación, que significan, gracias al poder subjetivante del mercado, decisiones propias, libertad de elección, empoderamiento.
Artistas de distintas disciplinas se identifican mucho con este discurso. Soportar condiciones laborales de explotación es muy común y está naturalizado, ya que, en parte, los conceptos de militante o militancia política se encuentran asociados a la gratuidad del trabajo artístico. Estas prácticas retroalimentan, de forma alarmante, el entramado complejo que articula la relación entre el arte y la política. Está bien visto que los y las artistas hagan trabajos sociales gratuitos para la comunidad; ¿por qué no todos los sectores económicos y sociales son demandados de la misma manera?, ¿por qué los artistas no son percibidos como trabajadores?
El sociólogo estadounidense Howard Becker piensa la actividad artística denominando mundos del arte a las relaciones y redes de cooperación que se desarrollan en el sector. Considera que en el trabajo cultural existen la cooperación y la división del trabajo, al igual que en otros sectores. Esta organización de los mundos del arte articula una red de productores, personal de apoyo, distribuidores y público. La complejidad de las redes varía acorde a las características de cada mundo particular. Sin embargo, existe un imaginario social dentro del campo artístico que considera la gratuidad como parte intrínseca del trabajo, promoviendo que este problema no sea percibido por la sociedad en su conjunto y anulando, así, a la red de artistas trabajadores que se conforman alrededor de esos mundos.
Se ha cristalizado la idea de que el trabajo es el espacio dignificante por excelencia, es el vehículo de ascenso y salvación, mientras que el arte se asocia al juego y el placer. De ese modo, se asientan las complejidades para vincular la práctica artística con la laboral. Si bien la mayor parte del tiempo los y las artistas llevan adelante diversas estrategias para vivir del arte que desarrollan y resulta evidente que comprenden sus prácticas como artístico-laborales, frecuentemente, en el plano de los ideales, diversos estudios registran una apelación constante a la noción de compromiso, gusto o vocación en torno a la práctica artística, en oposición a la búsqueda de ganancias monetarias o al fin utilitarista que enmarcaría el ámbito del trabajo. Estas subjetividades construyen un dispositivo conocido, desde la óptica foucaultiana, como sujeto moderno libre, que opera en el escenario propicio para (re)producir la precarización de sí.
Hoy en día, las identidades artísticas deben lidiar con la incertidumbre y la exposición al peligro, que abarcan la totalidad de la existencia, los cuerpos, los modos de subjetivación. La precarización significa vivir con lo imprevisible, con la contingencia. Parafraseando a Judith Butler, la precariedad no es una condición pasajera o episódica, sino una nueva forma de regulación que caracteriza nuestra época histórica. En esta línea, rescatamos el trabajo académico de la antropóloga argentina Mariana de Mármol, que indaga acerca de los procesos de trabajo y autogestión en el teatro independiente platense. Su investigación puede colaborar y enriquecer parte del proceso que los y las artistas de Montevideo atraviesan, ya que evidencia que es realmente imprescindible poner en tensión las miradas nativas sobre el rol del deseo, la amistad y la militancia cultural. Una de las características que la autora señala refiere a la sobrecarga de tareas y gastos que supone llevar adelante un proyecto artístico; dentro del campo de las artes escénicas en Montevideo, ese funcionamiento se replica. Los grupos se ocupan del mantenimiento, del guardado de la escenografía y el vestuario, del traslado de materiales, de la difusión de los espectáculos, de la preparación del espacio y un gran etcétera.Otro rasgo importante refiere a la duración de los procesos creativos. Al decir de la investigadora, muchas veces las ganas son la única razón para crear un determinado proyecto, a sabiendas de que no se obtendrá una remuneración. Esto dilata los procesos creativos y las producciones finales. El rol que juega la amistad es tan importante que acciona como una institución: regula los intercambios, las pautas y las obligaciones; media las relaciones de reciprocidad y disminuye la inseguridad. La problematización del fenómeno autoprecarizante nos deja más preguntas que certezas, porque también contempla los afectos y amistades que, dentro del campo artístico, se imbrican, a su vez, con la militancia. Crear con y para los amigos suele ser, para los y las artistas, un refugio –y más en tiempo de crisis–. Pero también es una práctica que devela una de las trampas más letales del neoliberalismo.