Nos compete - Semanario Brecha

Nos compete

Últimamente, cuando se habla de las víctimas del patriarcado, se dan a conocer las cifras referentes a los femicidios, los casos de violencia doméstica, los de las víctimas de la trata. En la amplia mayoría de los casos se habla de víctimas mujeres. Es algo que obedece a una lógica elemental: el patriarcado es un sistema social construido por hombres para beneficiar sistemáticamente a los hombres, y en detrimento de las mujeres.

Foto: Nicolas Garrido

Pero en una interesante nota de Sebastián Bustamante y Rocío Castillo titulada “Macho hasta la muerte” (véase Brecha, 23-VI-17) se daba a conocer una dimensión oculta del fenómeno: en Uruguay la tasa de suicidios masculinos casi cuadruplica a la de suicidios femeninos. Las razones más recurrentes para la autoeliminación obedecen a las expectativas de género y el fracaso ante la mirada social. En definitiva, se habla de una realidad que muchos desconocen: los hombres también son víctimas mortales del patriarcado.

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Varias feministas en Facebook, en los días previos a la marcha del 8 de marzo de este año, expresaban su negativa a que los hombres asistieran a la movilización con mensajes de este tipo: “¿Sos hombre y querés sumarte a la marcha de mujeres del 8 de marzo? Mejor no”. Es verdad que esta no era la postura dominante, y en sus mismos muros surgían grandes discusiones a partir de tales afirmaciones, pero cierto es que siempre vuelve a repicar, entre algunas voces del feminismo, la negativa a que los hombres participen del movimiento.

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Así como socialmente son impuestas formas de ser mujer, también pasa lo mismo con las formas de ser hombre. Y tan férreos son los lineamientos en este sentido que el que se sale de su rol recibe indefectiblemente señales de reprobación. El hombre no debe llorar, debe aguantar el dolor y no exteriorizar emociones; debe pensar fría y racionalmente, debe proveer un sustento firme a su hogar y su familia. El machismo como pensamiento dominante encierra una enorme contradicción: por un lado señala este “deber ser” racional del hombre, pero por otro lo respalda a la hora del acoso y el abuso sexual, ya que se considera algo que ellos “no pueden evitar”; es decir, la naturaleza pulsional que es vedada en ciertas áreas es perdonada en otras. Este sinsentido puede explicarse en virtud de que el machismo no es una ideología, sino más bien un constructo incoherente e irregular de privilegios, ancestralmente heredado.

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Los hombres que más sufren el patriarcado son, por lo general, los homosexuales, quienes usualmente escapan más al “deber ser” de género. Elíjase un hombre gay al azar y allí se encontrará un historial de vida repleto de rechazos, burlas y recriminaciones, una lucha interminable contra un arraigado sistema de creencias. En menor medida suele suceder lo mismo con cualquier hombre que escape a ese mandato social. Y no se trata solamente de una mirada externa, sino también, y quizá para peor, de una mirada que acaba interiorizándose sobre uno mismo.

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Sería interesante contabilizar la cantidad de hombres que sin protestar acceden a someterse a un examen rectal digital (propio de la prevención del cáncer de próstata), o que asimilan sin problemas la sugerencia del médico de seguir un tratamiento con supositorios. Algo tan asexuado, tan absurdamente ascético y clínico, lleva a pensar en una situación de peligro: la supuesta “hombría” se ve vulnerada por una creencia cultural. Tan asimilado tiene el hombre el rechazo al placer anal que no podría permitirse ni el más mínimo estímulo en ese sentido.

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Hace unos años la Coca-Cola lanzaba una nueva línea de refrescos cola. Se trataba de Coca-Cola Zero, baja en azúcares y en calorías. Ahora bien, la Coca-Cola light ya cumplía con los requisitos, ¿cuál era la necesidad de lanzar al mercado dos productos iguales con diferentes nombres? La respuesta a la interrogante es que Coca-Cola Zero, con su color oscuro y su logo varonil, estaba pensada para un público masculino. Porque claro, ¿qué clase de hombre entraría a un bar y pediría una coca light?

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La virilidad es un mandato que atraviesa y se inmiscuye en todos los órdenes de la vida. Va desde los gustos y el consumo hasta la estética personal, las normas de expresión y comunicación, atraviesa el espectro sexual (orientación, rendimiento), promueve la iniciativa en el mundo laboral y hasta repercute en situaciones límite, donde se pone a prueba la valentía. El hombre debe cumplir una misión protectora, siempre dispuesto a enfrentar los males que se ciernen sobre su familia. Un gesto de cobardía, una incapacidad en este sentido, pueden pesar como una irrevocable humillación. Pero más allá de este rol, debe cumplir con su papel de proveedor. La mirada social sobre una mujer que es ama de casa –y que por tanto no aporta dividendos al núcleo con su labor– y un hombre que cumple exactamente el mismo rol es inmensamente divergente, y de hecho no existe en nuestro lenguaje cotidiano un término masculino para la tarea.

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Es por eso que la lucha contra el patriarcado es también una lucha de los hombres, porque es algo que también les (nos) afecta directamente. Espero que estas líneas no sean malinterpretadas, el feminismo debe centrarse en los problemas de la mujer y en la eliminación de privilegios para los hombres, pero es necesario comprender la pertinencia de que los hombres también participen del movimiento. Y no sólo porque se ven directamente afectados sino porque ningún hombre vive aislado en el mundo, pasa en contacto con personas que son violentadas, que son acosadas al salir a la calle, que son discriminadas laboral y socialmente; son sus amigas, sus colegas, sus vecinas, sus familiares. Si no quieren verlo o deciden negarlo es una muestra de individualismo, ignorancia, o llanamente falta de contacto con la realidad.

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El feminismo es un movimiento por la equidad de derechos y contra la injusticia, y adherir a sus proclamas es prácticamente un deber para quienes se consideran de izquierda. Los prejuicios en torno a él no son pocos, y suele vérselo como algo exclusivo de mujeres, no solamente desde fuera del movimiento sino desde dentro. Y es comprensible el recelo existente entre muchas feministas al ver hombres interesados en la militancia. Por supuesto, porque hay quienes simplemente intentan acercarse para ganarse la simpatía femenina y así cosechar éxitos con el sexo opuesto, pero además siempre merodea el peligro del “paternalismo”, es decir, la mirada masculina desde arriba, aquella por la cual el interesado se apena de la “vulnerabilidad” de las mujeres y accede por esa razón a simpatizar con sus proclamas. Esto no es menor, las mujeres no necesitan la lástima de los hombres, y es muy probable que muchos participantes en la lucha tengan arraigadas ideas machistas sin darse cuenta: es necesario hacerlo notar, tanto a hombres como a mujeres, así como corresponde hacer una revisión del pensamiento propio. El que esté libre de pecado que arroje la primera piedra: el que nunca califique como “puto” o “puta” –aunque sea en tono de broma– al prójimo, quizá pueda decir que está un poco más libre de un sistema de creencias que todos compartimos y reproducimos en diferente medida.

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En general tiende a rechazarse la idea del hombre como víctima del machismo, ya que es difícil aceptar que un histórico victimario pueda ser también una víctima. Pero cierto es que somos herederos de una cultura y nos vemos determinados por ella. En la medida en que la lucha es contra una forma de pensar, de ver el mundo y de posicionarse en él, los afectados somos todos; la clave del cambio está en una adhesión masiva y, sobre todo, universal.

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