“Pitazo final: trepados al alambrado, el faso y el tinto. El chumbo a la cintura. Un domingo ganaremos para siempre. Eliminaremos al rival. Quedaremos sin nadie.” De “Penitentes”, de Eduardo Curbelo, poeta y psiquiatra uruguayo.
Para un barrio, para un pueblo de nuestro querido país, de nuestro folclórico país, ya no será lo mismo la fecha del aniversario del Club Atlético Peñarol, uno de los grandes equipos de Uruguay, de Sudamérica y del mundo. A partir del último soplido de velas, en la gloriosa historia del deporte que condiciona nuestros estados de ánimo, que explica nuestras miserias y nuestras riquezas, ya no será lo mismo hablar de decanatos, de glorias mínimas. Una vez más, ya no serán lo mismo determinadas fechas. Para ese barrio, para ese pueblo, ya no será lo mismo ni siquiera burlarse. Es que la burla, esa sana paradoja de la realidad fundida en el humor, esa caracterización del otro como un espejo de nosotros mismos, esa falta del otro para existir, está triste. Esa burla se apaga. La diversión se apaga. El espectáculo asusta, repele, persigue. Juan Carlos Onetti, otrora vendedor de entradas en el Estadio Centenario, uno de los grandes escritores de nuestro patrimonio literario, dice en alguna de sus manifestaciones que “la vida es uno mismo, y uno mismo son los otros”. Sin rival no hay fútbol, y no hay manifestación más popular y apasionante que un clásico. Es necesario el “descanse”. Es tan urgente como el WhatsApp. Tan necesario como el ocio, la discusión y el debate. Ahora, periodistas amarillos de fútbol: la violencia no es violencia en el fútbol. Es violencia. La violencia es mentir. La violencia son los padres. La violencia es el baby fútbol, y todo lo que pasa de la cuerda para afuera, y que generalmente tiene que ver con el juez, con la fantasía del dinero, con el cuento de la fama. A partir de ese origen infame donde las ansiedades se depositan en las inocentes mentes que deberíamos como adultos encargarnos de formar y/o de ofrecerles alternativas educativas para que el niño crezca en un vínculo directo con el deporte, ahí, en ese origen nace la violencia, en este caso del fútbol. Los representantes, seudopadres abandónicos (nunca generalizar es bueno), y ese manejo de promesas y cifras; los dirigentes y ese manejo de necesidades y recursos; los mismos jugadores y ese manejo de sumisión y silencio, hacen del deporte rey una actividad conectada con los polos más extremos de la miseria humana, con el fracaso y el éxito como facultades inexplicables, impunes, salvajes. Es tan necesaria la educación en torno del deporte como el deporte en sí. Es incompleta la actividad física y competitiva del deporte por más que las medallas rueden y los récords se batan. La educación de los propios actores, por lo tanto de quienes trasmiten como en una radionovela la obra, por lo tanto del público hacedor de la fiesta, es inminente, urgente, y emergente en esta atmósfera de viejos hábitos; de discursos y acciones instaladas, naturalizadas, como el asesinato, el exceso, el negocio turbio, la discriminación sexual, racial, de género. Es necesario discutirla, transformarla, proponiendo mecanismos alternativos radicados en el juego, lo lúdico, lo vincular y lo social en el más amplio sentido de su acepción.
Recién después de este torrente naturalizado y vacilante entre lo bizarro y lo impune, es que aparecen los balazos. Los balazos son tan sólo el final de una cadena violenta que nos involucra a todos. A los padres que llevan a sus hijos, a los hijos que crecen, a los adultos involucrados en el rico folclore de nuestro fútbol. Los balazos son la música de los cantes, de los barrios profundos del Montevideo de todos. Es el habla del barrio. La herramienta que entró en la humanidad y no ha causado más que destrozos, o sea que en realidad ha cumplido su función de finiquitar, increpar, amedrentar. Los balazos marcan las horas del día, la ansiedad, el hambre. Los balazos son la música de nuestro tiempo. La música es tan libre que expresa lo que pasa de distintas maneras: a veces violentas, a veces pacíficas, siempre sorprendentes. Para frenar los balazos empecemos con frenar los insultos al jugador, colgados del alambrado. Seamos parte. Entendamos a la violencia. Porque la violencia está en las pequeñas cosas, en las calladas cosas que hoy se develan. Que hoy salen a la luz y encuentran históricamente a los futbolistas reunidos, organizados, preocupados y con ansias de actuar. No somos nadie sin el otro. No hay jugador por más bueno que sea que saque campeón a un equipo con sus gambetas. No hay equipo campeón sin los obreros callados en los confines del relato. Es el fútbol la pasión extrema, lo que nos representa como sociedad. Es la traducción de lo que pasa. La legitimación de la violencia por una cuestión lógica. Porque la actitud barrabrava es una cuestión lógica, de supervivencia primitiva, de necesidad del otro, del uso de la violencia como escalón, como herramienta de poder. Que nos preocupe el dolor de una madre, pero que no nos espante. Que nos alimente ese dolor para cambiar. Que nos alimente el desasosiego de Santa Lucía, la incertidumbre de los gurises y las gurisas, el cuestionamiento del fútbol como herramienta social, vincular. Que toquemos de primera con estos seres puestos a disposición del mundo empobrecido del fútbol, que nos gocemos con la calidad de nuestros jugadores. Y que esa calidad sea el diferencial. El diferencial está en la educación, en la validación de los derechos, en el futbolista como sujeto crítico, político, como transformador de una realidad que nos concierne. Entonces no hablemos de violencia en el fútbol, hablemos de violencia. Nuestras condolencias para las familias involucradas, y mi compromiso para que haya justicia , y sobre todas las cosas, que haya juego.