Lazaroff (1950-1989) fue uno de los músicos más notables de su generación. Como integrante de Los que Iban Cantando, contribuyó a fundar, a partir de 1977, la veta más creativa del Canto Popular, apoyada en el “modernismo político”, es decir, la convicción de que el arte incide profundamente en la sociedad, de que quienes aspiren a una sociedad mejor deben tener en cuenta esa incidencia, y de que el arte sólo puede ser transformador si es también un arte transformado. Ese marco implicaba un constante ejercicio autocrítico y reflexivo, que Lazaroff aplicó a sus canciones y extendió a su actividad docente. Con la proliferación de semanarios de izquierda a la salida de la dictadura, él y sus colegas Bonaldi, Trochón, Carlos da Silveira, Viglietti, Roos, Cabrera, Ubal, Rubén Olivera decidieron contribuir también como periodistas. (No sé qué otro lugar del mundo pudo haber tenido tantos nombres de tanto peso relativo haciendo periodismo musical.)
Como suele ocurrir, los escritos de Lazaroff echan mucha luz sobre su propia obra musical, y en buena medida también sobre la de colegas cercanos afectados por convicciones parecidas. Frases como “Hay que transferir el papel de las vanguardias, aún en manos de la música culta, a los músicos populares” (1984) y “En materia artística y creativa, seguir para adelante es más difícil y muy penoso, pero considero que es inevitable” (1984) verbalizan el estatuto ético que tenía para Lazaroff la renovación constante, con la exigencia de “a cada paso, una nueva explosión de asombro y de sensibilización, y una confirmación del paso anterior” (1986). Esta era la relación de cada disco suyo con respecto al previo. Su propia, vital, casi que inherente “desprolijidad” (sonido sucio de guitarra, canto desafinado, el gusto por el ruido, una textura pautada por rupturas caprichosas) se vincula con “levantar a la imperfección como una bandera de humanidad” (1986). Todo lo cual lleva a pensar si su vuelco en Pelota al medio (1988) hacia una música más “normal” fue un “asombro” más o una capitulación (quizá, en una dimensión más compleja, ambas cosas). El hecho fue que, en la etapa que condujo a Pelota al medio, Lazaroff decidió abdicar de escribir, sumiéndose a la lógica más común de separación entre práctica musical y periodismo, quizá en pos de disociar su música de la visión prejuiciada de una “canción intelectual” o inflexiblemente ideologizada, además de esquivar enfrentamientos dolorosos con colegas.
Más allá de eso, los artículos tienen valores intrínsecos aun para quienes no conozcan la música de Lazaroff. El “Choncho” tenía un conocimiento muy sistemático y amplio de la música, fue un docente excepcional y tenía mucha música escuchada. En su caso, ese bagaje pudo disociarse de cualquier atisbo de pedantería. Uno nunca siente que determinado término técnico se esgrime en forma narcisista o para levantar una barrera intimidante. Al contrario, el tono es de conversación cercana. Determinada intuición sobre Gardel viene precedida de un “Yo no sé bien, no estoy suficientemente documentado”, el discurso es cálido y juguetón, rico de leer, y la mayoría de los lectores que no entiendan esos términos y expresiones pueden perfectamente pasar por alto el detalle y agarrar la idea general. Y si el debate va más allá, la fundamentación está, cosa que casi nunca ocurre en el periodismo musical.
Lazaroff era más preciso cuando encontraba defectos que cuando elogiaba. Quizá porque creía en el misterio de la música que veneraba, y en esos casos (Gardel, Carlos Molina, Viglietti) se limita a generar un texto cálido que incita (en forma apetitosa) a buscar la experiencia por uno mismo. Ya cuando hablaba mal (Pablo Milanés, el Puma, Susana Rinaldi) nos da una idea tan vívida que casi que hace superflua la experiencia real. Pero quizá lo más notable en cuanto ejercicio de crítica son las medias tintas, es decir, los casos en los que lidiaba con músicos que le caían bien pero sin convencerlo del todo, como Serrat, Cutumay Camones y Soledad Bravo. Los artículos sobre ellos se cuentan cómodamente entre las mejores críticas de música que se hayan publicado en Uruguay.
La sucesión de artículos entraña un fascinante reflejo de los aconteceres del período: la fundación del Taller Uruguayo de Música Popular (Tump), el regreso de los grandes cantores exiliados, la tendencia de la “nueva canción” a convertirse en un melódico internacional de izquierda, el decrecimiento de “peligrosidad” de los nuevos músicos contestatarios masivos (Sting, Serrat o Silvio Rodríguez, en comparación con los Beatles o Viglietti). Lo más relevante debe ser su visión del circo en que se venía convirtiendo el otrora circunspecto Canto Popular. Lo que una masa de público y de músicos asumía como participación liberadora en actos contra la dictadura, era mirado por Lazaroff como un cuadro absurdo, idea que nos pasa con la mera enumeración de hechos coloreada con hipérboles chistosas, culminando con el eslogan (real) de un candombaile que decía: “Vení a bailar y a comprometerte”.
Sus primeros textos son lisamente “periodísticos”, con una escritura más o menos formal, aunque evita ampulosidades y busca construcciones de frases simples y prosaicas. Pero ya en su primer artículo no se resiste al placer lúdico de los juegos de palabras: “discoteca, biblioteca, caseteca, etceterateca”. Tampoco se resiste a opinar francamente, y concluye su nota interpelando: “Ese desinterés es realmente lamentable, colegas cantores, se los digo con toda sinceridad” (y obsérvese la coloquialidad seudopresencial de ese “digo”).
El momento en que Lazaroff empezó a hacer periodismo fue también cuando decidió empezar a escribir él mismo la mayoría de las letras de sus canciones. Pronto comenzó a encarar sus artículos como hechos creativos por derecho propio, composiciones literarias. Todas sus últimas críticas son textos de “crítica-ficción”, con toques de absurdo y humor, sin dejar de ser serios y argumentados. Su espíritu interrogativo se luce en su escrito más extenso y célebre, “¿?”, de diciembre de 1984. Posiblemente inspirado en “Communication” (1958), de John Cage, consiste casi todo en una serie de preguntas deconstructoras (algunas de ellas son retóricas, como la hiriente “¿A qué revolución pertenece Silvio Rodríguez si lo miramos desde el punto de vista armónico: a la revolución cubana o a la revolución francesa?”. Otras expresan una duda o curiosidad real). Es ese carácter de “composición verbal” el que casa las notas periodísticas con otro tipo de textos –redactados con análogas irreverencia y creatividad– que aparecen en el libro.
La crítica que Lazaroff ejercía permanentemente sobre su entorno musical, social y político parecía tener como ejemplo, pero también como límite, los lineamientos generales del pensamiento de sus profesores Coriún Aharonián y Graciela Paraskevaídis, que él además solía volcar de segunda mano y sin un similar respaldo teórico. Algunos aspectos que él tomaba como axiomas ya no lucen tan evidentes: que la música “culta” y la popular configuran dos “lenguajes” separados por una frontera, la visión del folclore como supervivencia, la visión marxista simplificada de una subestructura económica como condicionante absoluta de la superestructura que incluye a la ideología y al arte (idea que se casa en forma muy forzada con las premisas del modernismo político), y la visión seudomarxista del músico como un “trabajador” potencialmente integrable al proletariado.
Como siempre en los libros de Tacuabé, la edición es sumamente pulcra y cuidada. Viene acompañada de una bibliografía esencial sobre el Lazaroff solista. Al tener a Paraskevaídis como curadora, uno podría aspirar a una intervención más decidida (explicitar mejor los criterios de selección, de edición y de correcciones, o incluso explicar algunos datos de contexto –¿cuántos lectores sabrán quién es el “Conrado” aludido en un programa de curso?1–). Por supuesto, quienes conocemos a Graciela podemos asegurar que no se trata de indolencia, sino de su medida propia de respeto y modestia frente a un discípulo suyo que ella sabe reverenciar y del que siempre estuvo abierta a aprender. Pese a que la música de Lazaroff sigue relativamente relegada por circunstancias diversas, este librito tan necesario viene teniendo una repercusión notable, y pasados pocos meses de su lanzamiento lo he visto en manos de varios músicos jóvenes. Así que no hay que desearlo, porque es un hecho que esta edición contribuye a mantener vivo y activo el trabajo de uno de los más importantes músicos uruguayos de todos los tiempos.
1. Es el compositor uruguayo Conrado Silva (1940-2014), uno de los organizadores de los Cursos Latinoamericanos de Música Contemporánea. Aporto una pequeña rectificación: “Redondo” y otros diálogos escritos para ser actuados a medias con “Pocho” Prato no integraron el espectáculo Medio quilo de sonido y luces, que fue unipersonal, sino el un poco anterior Grandes éxitos de nunca (en el que sí participaba Prato).