Cuando en junio de 2021 el ministro del Interior compareció ante el Parlamento por la rendición de cuentas, su cartera presentó un artículo aditivo. El subsecretario, el doctor Guillermo Maciel, diría entonces que la propuesta estaba motivada en «la situación que se plantea por el robo de tendidos de cables, especialmente cables de cobre […]. Cabe consignar que cada año se exportan desde Uruguay varios miles de toneladas de cobre, si bien el país no tiene rango de productor. Es así que Uruguay aparece como segundo exportador de cobre de América Latina, solo superado por Chile, que sí tiene minas de este mineral […] se entiende pertinente enviar una fuerte señal política y jurídica, introduciendo una figura penal, específica y autónoma, a fin de minimizar y combatir más eficazmente tales situaciones: una norma que cumpla una función preventiva y disuasiva». Así, en 2021 se incorporó a las agravantes del delito de hurto: «En el caso que se configure lo descripto en el numeral 6 de este artículo [bienes existentes en establecimientos públicos, o expuestos al público, o de utilidad pública], la pena mínima será de 24 meses de prisión».
Si bien se comprende la preocupación de esta cartera de Estado acerca de la problemática planteada, lo que resulta sorprendente es la banalidad y la ausencia de fundamento de la solución propuesta. Es que dicho pretendido efecto es indemostrable. Dar por sentado que en cada caso el ser humano hace un cálculo de rentabilidad frente a todo impulso delictivo es una ficción; por otra parte, se confunde el efecto del derecho y de la cultura en general con el del poder punitivo.
El aumento de las penas por sí solo no puede incrementar la eficacia del enfrentamiento al delito; no existe evidencia empírica alguna al respecto, de lo que da cuenta toda la literatura especializada de las últimas décadas en el mundo occidental. La eficacia viene unida a la adopción de otras políticas, cuyo resultado no es inmediato y que, asimismo, requieren inversión, desarrollo en recursos humanos y prevención, educación, mecanismos de inclusión, articulaciones sociales y generación de infraestructuras.
Además, el aumento de las penas para la criminalidad «callejera» históricamente no ha tenido efecto alguno apreciable; el recurso tendiente a su agravamiento ha sido ensayado hasta el cansancio por el legislador nacional, lo que ha generado una escalada de endurecimiento punitivo sin ningún resultado apreciable. Y esa avalancha punitiva de las últimas décadas, fundada de manera difusa en una mistificación de la ley y la eficacia simbólica de las penas, no ha tenido efecto sustantivo alguno en la disminución de la delincuencia; por el contrario, genera frustración y descreimiento en las funciones legislativa, ejecutiva y jurisdiccional.
Por otra parte, fundar la medida con relación al hurto de cobre es absolutamente inadmisible, por otras razones. El propio subsecretario reconoce la insólita situación de que Uruguay sea exportador de cobre (¡el segundo de Latinoamérica!) cuando no lo produce y, además, menciona la normativa dictada al respecto en el pasado, así como algunas de las oficinas encargadas de su control.
De allí a sustentar el aumento de las penas como «fuerte señal política y jurídica» frente a la ineficiencia de los controles estatales es absurdo. Ante la realidad reseñada por los jerarcas mencionados, resulta entonces evidente que están fallando los mecanismos de control previstos por la ley 19.138 y su decreto reglamentario, 185/014. Dicha ley establece un régimen de contralor coordinado entre la Dirección Nacional de Aduanas, el Ministerio de Industria, Energía y Minería y el Ministerio del Interior.
Está claro que el cobre obtenido de los hurtos a que hace referencia el ministerio tiene que canalizarse a través de receptadores para incorporarse al mercado. A su vez, quienes adquieren el cobre hurtado, para poder gestionar su exportación –si los controles administrativos funcionaran–, deberían tener que acreditar el origen lícito del producto para que fuera posible su comercialización y exportación.
Establecidos y encontrándose en funcionamiento estos mecanismos de control, debería resultar imposible exportar cobre hurtado. Y si esto sucede, es porque tales mecanismos no están funcionando de forma debida.
Pretender entonces desmantelar el entramado ilícito que necesariamente ha de encontrarse detrás de la exportación de cobre hurtado aumentando la pena del delito de hurto para los bienes expuestos es ridículo. Es una medida que ya de antemano está destinada al fracaso, pues, al ser el cobre un material que es evidente que tiene demanda en el mercado negro (ya que hasta –increíblemente– se exporta), quien lo hurta no va a analizar que la pena mínima de la conducta pasó de 12 a 24 meses de prisión; y si resulta detenido –contribuyendo a la desmesurada superpoblación carcelaria de nuestro país– ante un negocio rentable, va a ser un sujeto fungible. Como señalara el presidente de la asociación de fiscales, quienes llegan a la Justicia por hurto de cables son personas de sectores sociales muy vulnerables.
En definitiva, el aumento de pena incorporado al artículo 341/6 del Código Penal resulta un mecanismo absolutamente inútil para enfrentar el hurto de cobre. En lugar de disuadir el negocio ilegal de este material, se mira para el costado. Es una forma de abordar un problema sin hacer nada para contribuir a solucionarlo; peor aún, facilita la consolidación de una actividad criminal organizada, sin enfrentar, en su lugar, los problemas de funcionamiento de las dependencias estatales encargadas del contralor administrativo que debería obstaculizar dicha actividad ilícita.
Pero lo lamentable de la aprobación de esta nueva modificación al Código Penal no termina allí. Conforme diversas noticias de prensa, el sistema político acaba de advertir que dicho cambio no afecta solo al hurto de cobre, sino también a todos los demás hurtos agravados comprendidos por el artículo 341/6 del Código Penal. Vaya noticia, hubiera bastado con leer antes el Código.
Una vez más, se introducen modificaciones a los Códigos a través de normas presupuestales, cuando debería haberse desglosado dicha propuesta para tener un tratamiento particularizado. Como hemos señalado de manera reiterada, «un Código es un cuerpo de leyes dispuestas según un plan armónico y estructurado […]. Ello implica que deba especialmente tenerse en cuenta en su elaboración una depurada técnica, una buena sistemática, la ausencia de contradicciones y una adecuada fundamentación, que aseguren una vigencia futura de aplicación pacífica».1
Los efectos «no deseados» de esta lamentable reforma impactan en lo punitivo de manera absolutamente desmedida en conductas tales como hurtar el espejo de un auto o apoderarse de un cajón de lechugas en la feria. Y ello sucede, una vez más, por modificar un Código de esta forma irresponsable, sin analizar siquiera mínimamente el impacto del cambio en el conjunto del texto legal. De allí las consecuencias irracionales y la imprudencia con que se legisla, cada vez con mayor frecuencia y ligereza, dinamitando la sistemática de la legislación y culminando con soluciones aberrantes, como esta que aquí con brevedad se ha comentado.
Cabría esperar ahora que, en la revisión anunciada de esta disposición, se atendieran los problemas reales y primaran la sensatez y la racionalidad legislativas.
* Profesor agregado de Derecho Penal de la Udelar. Investigador responsable del Grupo de Estudios en Política Criminal.
1. Diego Silva Forné, La reforma penal, Fundación de Cultura Universitaria, Montevideo, 2012.