Hay que ver cómo aplica métodos lúdicos, cómo interpreta cuadros, el abecé del psicoanalismo á la carte. El asunto es que una linda joven (Eugenia Suárez) le pide que certifique a su hermano (Nicolás Francella) como inimputable en razón de sus problemas mentales, ya que todos coinciden en que fue él quien mató a su padre (Luis Machín), un poderoso empresario. A medida que el asunto avanza, el psicoanalista se obsesionará con “la verdad”, y ni las amenazas ni los ruegos lo detendrán en su intento de llegar a ella. Y ella es fea y oscura, claro está.
Presentada como thriller psicológico, esta película argentina dirigida por Nicolás Tuozzo tiene un no sé qué de película de antes, envasada en papel –más o menos– contemporáneo. Inaugurada y culminada por un concierto de violín, de esos que anuncian y celebran las grandes emociones, se desarrolla prolijamente en escenas perfectamente iluminadas y encuadradas, con sus personajes recitando frases también perfectamente funcionales, claramente formuladas, como se hacía antes que el ansia de verosimilitud impusiera en el cine un modo de hablar que se pareciera en lo posible a cómo se habla en la vida real. Diálogos que no pasaron por el tamiz de la mínima naturalidad cinematográfica, lo que al fin de cuentas es coherente, porque los personajes que los pronuncian están allí no para convertirse en ilusiones creíbles de lo humano sino para ilustrar el conflicto, ocupando prolijamente el lugar que les corresponde. Todo está basado en un libro –según se asegura, best seller en Argentina– escrito por Gabriel Rolón, psicoanalista y escritor de gran presencia en los medios, quien además es coautor del guión junto al mismo director y a Marcos Negri. Uniendo estos datos a la participación de Fox Internacional en la producción –y también distribución del filme–, a la información sobre los protagonistas, que son pareja en la vida real –y al parecer pareja muy trajinada en la inflada burbuja mediática argentina–, es posible encuadrar a esta película en un tipo de producción de fuerte impronta comercial, algo que era moneda corriente en los tiempos en que Argentina –como México– tenía una verdadera industria del cine, y que se hizo más rara desde que esa “edad de oro” se terminó. (Más allá de películas como las que suele dirigir gente como Juan José Campanella o Marcelo Piñeyro, que cabalgan con innegable habilidad entre el cine independiente y el netamente comercial.)
¿Todo esto hace de Los padecientes un filme infumable? Para nada, aunque no para todo espectador. Su lógica interna y su ritmo son aceptables, bien calculados, aunque cualquiera medianamente curtido en el thriller puede sin esfuerzo saber de antemano qué es lo que sucederá, escena a escena, a los pocos minutos de empezada la película. Qué maravilla, el cliché. Y si, según Milan Kundera explicó hace tantos años, una de las características del kitsch es no dejar nada en la sombra y todo perfectamente atado y explicado, este es un filme netamente kitsch. Queda siempre la duda: ¿para qué hacen estas cosas, si los americanos –del norte– las hacen lo más bien desde hace siglos? Bueno, no hay que descartar que sea un intento de descolonización, de “nosotros podemos hacer nuestras propias leyendas”. O algo así.