El tejedor.
Llevaba poco tiempo en la fábrica, cuando una máquina le mordió la mano. Se le había escapado un hilo. Queriendo atraparlo, Héctor fue atrapado.
No escarmentó. Héctor Rodríguez se pasó la vida buscando hilos perdidos, fundando sindicatos, juntando a los dispersos, y arriesgando la mano y todo lo demás en el oficio de tejer lo que el miedo destejía. Creciéndose en el castigo, atravesó el tiempo de las listas negras y los años de la cárcel, y atravesó también las derrotas y las traiciones y los desalientos. Creía en lo que creía contra toda evidencia, y así fue, siguió siendo, hasta el fin de sus días.
Éramos muchos. Estábamos esperando en el pórtico del cementerio. Héctor iba a ser enterrado en la colina que se alza sobre la playa del Buceo. Llevábamos allí un largo rato, aquel mediodía gris y de mucho viento, cuando unos obreros del cementerio llegaron trayendo a pulso un féretro sin flores ni dolientes. Y tras ese féretro entraron, en cortejo, algunos de los que estaban esperando a Héctor.
¿Se equivocaron de ataúd? Quién sabe. Era muy de Héctor eso de ofrecer sus amigos al muerto que estaba solo.
El jugador.
Aquel no era un domingo cualquiera del año 67. Era un domingo de clásico. El club Santafé definía el campeonato contra el Millonarios, y toda la ciudad de Bogotá estaba en las tribunas del estadio. Fuera del estadio, no había nadie que no fuera paralítico o ciego.
Ya el partido estaba terminando en empate, cuando en el minuto 88 un delantero del Santafé, Omar Lorenzo Devanni, cayó en el área, y el árbitro pitó penal. Devanni se levantó, perplejo: aquello era un error, nadie lo había tocado, él había caído porque había tropezado.
Los jugadores del Santafé llevaron a Devanni en andas hasta el tiro penal. Entre los tres palos, palos de horca, el arquero aguardaba la ejecución. El estadio rugía, se venía abajo.
Y entonces Devanni colocó la pelota sobre el punto blanco, tomó impulso y con todas sus fuerzas disparó muy afuera, bien lejos del arco.
El hincha.
—Aquí hay un fanático que siempre trae al padre –me dijo Sixto Martínez.
Estábamos en Sevilla, en el estadio. Era un partido aburrido, había criado barba la pelota, pero daba gusto charlar al sol en medio del gentío.
—Yo también voy con el viejo –dije–. Él es futbolero, como yo.
Sixto encendió un cigarrillo, pitó hondo. Se bajó los anteojos, me clavó la mirada:
—Este que te digo viene con el padre muerto.
Y dejó caer los párpados: —Fue su última voluntad.
Domingo a domingo, el hijo traía las cenizas del padre y las sentaba a su lado en la tribuna. El difunto le había pedido, en agonía:
—Que no me pierda partido del Betis de mi alma.
Y también le había pedido que siguiera pagando, mes a mes, sus cuotas de socio.
Al principio, el padre acudía al estadio en envase de vidrio. Una tarde, los porteros le impidieron la entrada, por peligroso. Desde entonces, venía en envase de cartón plastificado.
El sombrerero.
Sonó el teléfono, escuché la voz cascada: un error así, no puedo creer, óigame bien, yo no hablo por hablar, que una equivocación vaya y pase pero un error así, cómo es posible, no puedo creer.
Me quedé mudo, con el teléfono pegado a la oreja. Me vi venir lo peor. Yo acababa de publicar un libro sobre fútbol en un país, mi país, que está habitado por doctores en fútbol, eruditos en la historia del fútbol, catedráticos de tácticas y estrategias del fútbol, y cada uno de mis compatriotas sabe de fútbol más de lo que el fútbol sabe de sí mismo. Se me fue el alma a los pies. Yo había cometido alguna pifia de ésas que no tienen remedio. En silencio, cerré los ojos y acepté mi condenación.
—El Mundial del 30 –acusó la voz, gastada pero implacable. —Sí –musité.
—Fue en julio.
—Sí.
—¿Y cómo es el tiempo en julio, en Montevideo?
—Frío —imploré.
—Muy frío –corrigió la voz, y atacó–: ¡Y usted escribió que en el estadio había un mar de sombreros de paja! –se indignó–. ¡De fieltro! ¡De fieltro, eran!
Arrepentido, conseguí balbucear:
—Es verdad.
Y guardé un bochornoso silencio.
La voz bajó de tono, evocó:
—Yo estaba allí, aquella tarde. 4 a 2 ganamos, lo estoy viendo. Pero no se lo digo por eso. Se lo digo porque yo soy sombrerero, siempre fui, y muchos de aquellos sombreros… –casi se rompió la voz– …sombreros de fieltro… los hice yo.
El navegante.
Le cayó muy simpático. Caetano no lo conocía. El muchacho, que andaba poir la playa vendiendo cangrejos, lo invitó a dar una vuelta en su barca:
—Me gustaría –dijo Caetano–, pero no puedo. Tengo cosas que hacer. Compras, trámites…
Y en en barca fueron. Recorriendo la ciudad por sus orillas, fueron al mercado y al banco y al correo y a todos los lugares donde Caetano debía ir. De cuando en cuando se detenían, por el puro gusto, a contemplar Bahía desde la bahía, y era una fiesta demorarse flotando.
Así, Caetano Veloso fue descubriendo una ciudad nueva. El la conocía, y muy mucho, pero no sabía que la conocía de espaldas…. Nunca la había andado así, desde lo mojado, desde lo callado. Una ciudad era la ciudad caminada por las calles donde la gente no puede estarse quieta, luces que bailan, colores que gritan, y otra ciudad; muy otra, era la ciudad navegada por las silenciosas aguas donde no hay más alboroto que el de la espuma. Vista desde la barca, Bahía también era una barca, una serena barca disfrazada de tierra loca por lo mucho que le gustan los disfraces. Las calles no morían en la mar: en la mar nacían. En la mar no estaban las afueras de Bahía de San Salvador, sino sus adentros.
A la caída de la tarde, la barca devolvió a Caetano a la playa donde lo había recogido. Y entonces Caetano quiso saber cómo se llamaba aquel muchacho que le había revelado la otra ciudad. De pie sobre la barca, el cuerpo negro brillando a la luz del último sol, el muchacho dijo su nombre:
—Yo me llamo Marco Polo. Marco Polo Mendes Pereira.
El músico.
Era un mago del arpa. En los llanos de Colombia, no había fiesta sin él. Para que la fiesta fuera fiesta, Mesé Figueredo tenía que estar allí, con sus dedos bailanderos que alegraban los aires y alborotaban las piernas.
Una noche en algún sendero perdido, lo asaltaron los ladrones. Iba Mesé Figueredo camino de una boda, a lomo de mula, en una mula él, en la otra el arpa, cuando unos ladrones se le echaron encima y lo molieron a golpes.
Al día siguiente, alguien lo encontró. Estaba tirado en el camino, un trapo sucio de barro y sangre, más muerto que vivo. Y entonces aquella piltrafa dijo, con un resto de voz:
—Se llevaron las mulas.
Y dijo:
—Y se llevaron el arpa.
Y tomó aliento y se rió, echando baba y sangre se rió:
—Pero no se llevaron la música
El carpintero.
Orlando Goicoechea reconoce las maderas por el olor, de qué árboles vienen, qué edad tienen, y oliéndolas sabe si fueron cortadas a tiempo o a destiempo y les adivina los posibles contratiempos.
Él es carpintero desde que hacía sus propios juguetes en la azotea de su casa del barrio de Cayo Hueso. Nunca tuvo máquinas ni ayudantes. A mano hace todo lo que hace, y de su mano nacen los mejores muebles de La Habana: mesas para comer celebrando, camas y sillas que te da pena levantarte, armarios donde a la ropa le gusta quedarse.
Orlando trabaja desde el amanecer. Y cuando el sol se va de la azotea, se encierra y enciende el video. Al cabo de tantos años de trabajo, Orlando se ha dado el lujo de comprarse un video, y ve una película tras otra.
—No sabía que eras loco por el cine –le dice un vecino.
Y Orlando le explica no, que a él el cine ni le va ni le viene, pero gracias al video pueda detener las películas para estudiar los muebles.
El andante.
En la frontera, en Rivera, lo conocí. El estaba llegando o estaba yéndose, que eso nunca se sabía.
Tampoco se sabía la edad. Mientras nos bajábamos una botella de vino tinto, me confesó noventa años, algún añito se sacaba, puede ser. Félix Peyrallo Carbajal no tenía documentos:
—Nunca tuve. Por no perderlos –me dijo, mientras encendía un cigarrillo y echaba unos aritos de humo.
Sin documentos, y sin más ropa que la que llevaba puesta, había andado de país en país, de pueblo en pueblo, todo a lo largo del siglo y todo a lo ancho del mundo. Don Félix iba dejando, a su paso, relojes de sol. Este raro uru-guayo que no era jubilado ni quería serlo, vivía de eso: hacía cuadrantes, relojes sin máquinas, y los ofrecía a las plazas de los pueblos. No por medir el tiempo, costumbre que le parecía un agravio, sino por el puro gusto de revelar los movimientos de la tierra, que se menea como mujer, y por las ganas de adivinar los secretos del cielo.
Allí, en Rivera, don Félix se estaba sintiendo muy bien, y eso lo tenía preocupado. Ya la tentación de quedarse le estaba dando la orden de irse:
—¡Lo nuevo, lo nuevo, lo nuevo! –chilló, golpeteando la mesa con sus manos de niño.
En esa ciudad, él estaba de paso. En todas partes estaba de paso. Don Félix siempre llegaba para partir. Venía de cien países y de doscientos relojes de sol, y se iba cuando se enamoraba, fugitivo del peligro de echar raíz en una mujer, en una casa o en una mesa de café.
Para irse, prefería el amanecer. Cuando el sol estaba llegando, él se iba. No bien se abrían las puertas de la estación de autobuses o de trenes, don Félix echaba al mostrador los pocos billetes que había juntado, y mandaba:
—Hasta donde llegue.