El escenario político era muy distinto cinco años atrás. Las despiadadas críticas a la gestión de la seguridad del Frente Amplio, la sobreexposición mediática del delito, el aumento de los homicidios en 2018, la seguidilla de policías asesinados en los meses de transición y las promesas de ejercicio de autoridad por parte de diversos actores dieron el tono a un tiempo intenso y asfixiante. Buscar en el desempeño de la seguridad el talón de Aquiles de los gobiernos progresistas fue un lugar común en la región, que también operó para el caso uruguayo. La propuesta de reforma constitucional promovida por Jorge Larrañaga (Vivir sin Miedo) sintetizó el clima de esa época.
Curiosamente, el propio Ministerio del Interior también intentó sintonizar con las demandas: el nuevo Código del Proceso Penal experimentó una reforma regresiva (2018), se modificaron institutos liberatorios para defender la idea del cumplimiento efectivo de penas para ciertos delitos y se llevaron a cabo recordados operativos policiales en barrios de alta precariedad socioeconómica con la intención de hacer cumplir la ley y ejercer la autoridad. Aun así, la gestión de la seguridad tuvo una evaluación muy negativa y el resultado electoral inclinó la balanza hacia un programa de centroderecha. Luego vino la Ley de Urgente Consideración, con sus ambiciosas medidas de «respaldo» a la Policía y sus iniciativas para hacer de la cárcel un depósito más eficaz. Durante un largo tiempo, la realidad delictiva y la dialéctica político-mediática diseñaron y concretaron un sólido paradigma de gobierno.
Estos proyectos funcionaron y se expandieron porque definitivamente tocaron un nervio central de nuestras sociedades contemporáneas: la crisis de autoridad. El cambio social es profundo y heterogéneo, y los que antes aparecían como puntos sólidos de referencia ahora quedan diluidos en espacios de incertidumbre. Una transformación anómica y estructural ha desatado infinidad de consecuencias. La primera y más importante es la proyección generalizada del deseo de castigo y vigilancia. Señalar esto al barrer puede ser un problema, pues este proceso no es homogéneo y presenta variadas formas de resistencia. Sin embargo, hay indicios claros –que deberían explorarse con mayor rigor– que establecen una tendencia generalizada que atraviesa distintos ámbitos y configura la subjetividad actual. Es sencillo encontrarse con discursos más punitivos y alterofóbicos y con una agresividad política hacia el garantismo, los derechos humanos, la progresividad de la pena y la comprensión de las conductas. Todo eso es visto como una claudicación, una ingenuidad romántica y una desresponsabilización de los actos. Un discurso severo, realista y práctico se encarnó en distintas representaciones y obtuvo amplios espacios de difusión. Si analizáramos el tipo de figuras políticas que prosperó durante este tiempo en el campo de la seguridad, se avalaría lo que estamos señalando.
Pero hay efectos relevantes que involucran otras dimensiones. Por un lado, tenemos la expansión generalizada de los controles. Cada cosa que hacemos o pensamos deja su rastro. Ningún aspecto de nuestra vida cotidiana escapa al control. Las instituciones y los dispositivos tecnológicos modelan nuestras conductas y no hay margen para el menor traspié. Nada de esto es nuevo, a tal punto que es la base del propio proyecto de la modernidad, pero en el contexto actual las leyes de los controles fácticos le dan forma a la dominación. Por el otro, las instituciones del sistema penal se han resignificado y las prácticas se fundamentan, sobre todo, en el disciplinamiento de los sectores más excluidos. No descubrimos nada original si señalamos que hay formas distintas de gobierno según las clases sociales. Este es el elemento más decisivo que transversaliza todas las aproximaciones y las discusiones sobre los conceptos y las políticas en seguridad. Por esa razón, más que a las representaciones o a los valores culturales subyacentes, es clave prestar atención a las prácticas de coacción y sus instrumentos, y para ello las miradas estructurales tienen que poder combinarse con enfoques microsociológicos.
En una sociedad en la que los controles están generalizados, hay que atenerse a la especificidad de los procesos en los espacios de mayor vulnerabilidad socioeconómica y así desentrañar cómo se conjugan el consumo como agente regulador, las prácticas clientelares-asistenciales y los castigos del sistema penal. La responsabilización, la condena moral y la producción de dolor se encarnan en instituciones y dispositivos que generan, a su vez, formas concretas (y en permanente cambio) para el gobierno de los pobres.
Esa ola de autoridad, control y castigo –que siempre parece débil a los ojos de sus más encumbrados defensores– nos ha arrastrado hacia un lugar peor. La violencia y el delito escalan en gravedad, y cada vez tenemos menos claridad en el diseño de estrategias de mitigación. La demagogia policialista y la retórica de la autoridad tienen efectos simbólicos profundos y también impactan sobre las prácticas institucionales. Es en este punto que una verdadera política progresista debería reparar, pues el partido más importante se juega a nivel de la estructura y los comportamientos que se encarnan en soportes económicos, judiciales, técnicos y organizacionales.
Cada discurso consolida una situación y su eventual amortiguación no necesariamente altera las condiciones sociales o las correlaciones de fuerza que lo producen. Este es el contexto que atravesamos ahora: una luna de miel, una transición tranquila, un clima en suspensión (muy distinto al de 2019). Eso permite que un discurso con pretensiones técnicas gane terreno en el diseño inicial de la política. En un mundo que se inclina a la autoridad, el castigo, la exclusión, la represión, la crueldad y la indiferencia moral, la coyuntura uruguaya parece ambientar otro escenario. Los escándalos, las dificultades mayores y las disputas internas en el gobierno que termina habilitaron un último tramo más discreto y con pilotaje de bajo perfil, que algunos confunden deliberadamente con la ejecución de un enfoque «dual». Lo que hoy tenemos son inercias, problemáticas arraigadas, agravamiento de situaciones y carencias institucionales que no se logran diagnosticar y asumir en el debate público. Y, en esa circunstancia, un nuevo impulso tecnocrático parece despertar.
Del exceso expresivo a la parquedad desideologizada, de las promesas de castigo ejemplar a las promesas del control social. Esta nueva ola es más afín a la idea de «prevención», orientada a incidir sobre los factores que alteran una situación. No hay dudas de que preferimos este camino al de la demagogia de opereta de algunos personajes que ofrecen soluciones mágicas. Sin embargo, el discurso tecnocrático no solo es más débil frente al otro, sino que también esconde sus riesgos: se suelen omitir los contextos y los conflictos, se escamotean las configuraciones sociales reales y se cancela toda reflexión sobre los supuestos y los sesgos de los propios instrumentos que construyen ese saber. Por esta razón, las disputas sobre los datos y la información no son meras cuestiones técnicas, sino asuntos conceptuales y políticos decisivos. En términos prácticos, el ideal tecnocrático también es un promotor de la cultura del control. La tecnocracia criminológica, generalmente tolerada por los discursos conservadores y no exenta de líneas productivas e interesantes de investigación, suele ser inmune a las desigualdades estructurales y a las determinaciones sociales, políticas y económicas.
Aun así, esta coyuntura excepcional –que será breve– merece apoyo y, sobre todo, exige ser rodeada y condicionada por otros elementos. Para evitar que las olas autoritarias y tecnocráticas se retroalimenten (como en tantos lados y momentos), el esfuerzo político tiene que ser mayor. Punitivismo, control, vigilancia, sufrimiento, violencia, desconfianza y aislamiento: en nombre de la seguridad y del objetivo supremo de disminuir los delitos, ese es el camino que hemos recorrido hasta ahora. Libertad, reconocimiento, igualdad, bienestar, convivencia, sentido de lo público y sociabilidad colectiva: si queremos que esta coyuntura sea más duradera, las políticas que sobrevengan tendrán la obligación práctica de seguir esos objetivos. Los riesgos de ser barridos por la ola autoritaria son tan altos que solo nos queda la radicalidad como expediente
de supervivencia.