Satirizando esa tendencia de esa manía de la animación mainstream, y especialmente de Pixar, de humanizar cuanto objeto inerte exista, ya sean juguetes, lámparas de mesa, robots, medios de transporte y hasta volcanes, esta película1 lleva esa fantasía infantil al extremo del absurdo, convirtiendo a todos los alimentos de un supermercado en seres parlantes, dotados de personalidad y sentimientos. Cada objeto disponible en las góndolas se presenta como un posible personaje, y a veces un solo paquete cuenta con varios de ellos, como son los protagonistas: salchichas (panchos) y panes de Viena. Esta humanización trae un costado sumamente incómodo; por un lado, la idea es terrorífica, y al mismo tiempo la empatía es dolorosa, en el sentido de que, de tener vida los objetos, sería una vida ardua. Con esta doble incomodidad juega constantemente esta película.
“Advertencia, sexo explícito entre alimentos”, se señala en uno de los pósters. Lo curioso es que no hay nada de exagerado en la frase, efectivamente La fiesta de las salchichas cuenta con una escena de sexo desopilante y realmente sorprendente. El mensaje es parte de la campaña de promoción del filme, pero sería igual de pertinente otra advertencia referente al gore u otras escenas gráficas de destripamiento o trituramiento de alimentos “vivos”, por raro que esto suene.
Los productos del supermercado viven una existencia pacífica, siempre a la espera de que un comprador los elija y los lleve al “más allá” de las puertas corredizas; su único miedo es el de quedar caducos antes de ser comprados, lo que supondría que irían a parar al tacho de basura. Su sistema de creencias los lleva a pensar que los “dioses” (es decir, los humanos) son seres todopoderosos que actúan según designios inescrutables, y quizá la genialidad de la película sea jugar con ese costado oscuro de la vida y de la muerte: qué sucedería si en vez de ese lugar luminoso y de ensueño que esperamos nos tocara enfrentar el más horrendo de los infiernos. En este caso, los “dioses” los eligen para trozarlos, sacarles la piel, hervirlos, freírlos o directamente masticarlos en crudo. Varias escenas que muestran, con clima de pesadilla, estos sucesos, sirven como dura metáfora de realidades inhóspitas, como cuando una de las salchichas sale a la calle y se encuentra con un preservativo usado que relata su desagradable historia, o con granos de choclo, aún vivos, hundidos en la mierda.
Todo este delirio está integrado a una película desternillante, repleta de chistes sexuales que pisan constantemente la total incorrección. Un punto notable es haber integrado al cuadro a dos directores de animación, conocidos por haber hecho películas infantiles, y también a Alan Menken, compositor frecuente de Disney, como para crear una estética “infantil”, que resalte aun más las constantes salidas de tono. El principal responsable de este despropósito es el productor, actor y guionista Seth Rogen, quien reunió a un montón de amigos (hoy ya son casi una secta: Evan Goldberg, Jonah Hill, Bill Hader, James Franco, Danny McBride, David Krumholtz, Craig Robinson, Paul
Rudd) para lograr tan divertido desmadre. La fiesta de las salchichas es de esas raras animaciones calificadas en Estados Unidos como “R”, o sea, para mayores de 17 años. En este caso, la estampa está plenamente justificada.
- Sausage Party. Estados Unidos, 2016.