Otra de pueblo chico - Semanario Brecha

Otra de pueblo chico

Ya podría considerarse todo un género festivalero. Las película ficcionadas pero de gran carga documental, ambientadas en un pueblito perdido y desconectado del mundo. En ellas, generalmente una adolescente (a veces puede ser también un niño o una niña) comienza a verse oprimida, sofocada por su entorno, por la falta de posibilidades, por la gente y su mentalidad. Se muestra que por muy exótica y atractiva que pueda resultar a priori esta existencia y sus pormenores, es en definitiva inviable para ciertas personas dotadas de cierta sensibilidad y un mínimo de ambiciones. Hay docenas de estas películas, pero para nombrar sólo dos del año pasado, la argentina Cómo funcionan casi todas las cosas y la estadounidense Katie Says Goodbye (la primera es bastante buena, la segunda intragable) transitaban ese registro. No es un género nuevo ni mucho menos, al menos desde Mouchette (Robert Bresson, 1967) y Los inútiles (Federico Fellini, 1953), se viene dando cuenta desde el cine de cómo ciertos entornos semirrurales pueden generar la idea de falta de horizontes y hasta de asfixia en sus personajes.

Es por eso que, por más que resulte interesante el abordaje naturalista y antropológico de esta película, por más que puedan parecer atractivas ciertas particularidades de su universo, no se presenta en definitiva nada inesperado ni novedoso. Anisoara, la protagonista, es una muchacha de quince años que vive junto a su abuelo y su hermano menor en un pueblo sin nombre, ubicado en un valle entre colinas –de hecho, los mismo pobladores se refieren a él como “el hueco”–. Prácticamente sin líneas de guión exceptuando esos comentarios inconducentes que la gente suele proferir para decir poco y nada, la directora moldava Ana Felicia Scutelnicu capta la vida en el pueblo y propone sutilmente un conflicto que apenas termina de delinearse sobre el final de la película. Entre tanto, las cámaras captan los rituales, los cánticos, la labor en este universo arcaico ignorado por el mundo. La protagonista, con una frescura a flor de piel y una sonrisa casi constante que da a entender una inagotable vitalidad, vivirá un año entero –dividido en cuatro episodios titulados como las estaciones– en este pueblo habitado casi completamente por ancianos y niños (los adultos, probablemente, se hayan ido a trabajar a otro sitio). No es de extrañar que, en una de las partes más interesantes, un veterano alemán, luego de teñir todas y cada una de sus canas, se aparezca con el objetivo de “seducir” mediante regalos a las adolescentes ingenuas, humildes, y especialmente bellas del pueblo.

Lo mejor de la película es su enfoque austero, por el cual se evitan los subrayados o la demagogia; en una escena la protagonista trabaja y manipula estiércol, pero nada en su expresión da a entender que para ella sea una labor desagradable o especialmente ardua, sino que es presentado como cualquier otro trabajo, y en todo caso será el espectador el que lo decidirá. Ahora bien, esta austeridad y la ausencia de un conflicto claro durante la mayor parte del metraje convierte al planteo, de a ratos, en algo bastante monótono.

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