El cine de acción centrado en las persecuciones de autos es un subgénero típico y casi exclusivo de Hollywood. De gran éxito en los años setenta, películas como Contacto en Francia, Bullit, The Driver, Vanishing Point, Duel o The Sugarland Express afianzaron un estilo basado en velocidad, choques, explosiones y muchísimos dólares derrochados en carrocería. Desde entonces, las persecuciones automovilísticas pasaron a ser parte de muchos thrillers y películas de acción, aunque generalmente no fueran lo central sino algún agregado de intensidad en momentos específicos. Curiosamente, hoy el subgénero no sólo ha renacido sino que se encuentra en auténtica ebullición, y qué mayor prueba de ello las ocho exitosas entregas de Rápidos y furiosos. Hay quienes señalan que esta nueva camada de películas son publicidad subliminal (y no tanto) financiada por la industria automovilística, en un intento por mantener su status y recuperar algo de su prestigio perdido por el calentamiento global, los precios del petróleo, la saturación urbana y el éxito creciente de los autos eléctricos (que perjudican directamente las ganancias multimillonarias de muchas ramas de la tradicional industria automotriz). La masividad de estas películas calaría sutilmente en la mentalidad de millones de potenciales consumidores, quizá persuadiéndolos de seguir inclinándose por los motores de combustión interna.
Asentado este detalle, es de señalar que esta película1 tiene unas cuantas singularidades que le aportan cierta personalidad y la llevan a sobresalir respecto del cine de acción mainstream. El protagonista sufre de tinitus, por lo que escucha todo el tiempo música en sus auriculares para tapar un zumbido constante. Es por eso que la acción que lo circunda, así como sus mismos movimientos, suelen acompasarse al ritmo de esos temas que oye. Por esto la película es un gran tour de force, prácticamente un musical de acción en el cual un chirrido de neumáticos se corresponde con riffs de guitarras eléctricas, los disparos con golpes de batería, y así toda la película puede verse como una gran coreografía donde lo que danza al ritmo de la música no son los personajes, sino la puesta en escena en su totalidad. Así, el director británico Edgar Wright (Shaun of the Dead, Hot Fuzz) despliega con oficio una imparable sucesión de videoclips, de a ratos brillantes.
Otro de los puntos altos es el trazado de personajes, y fundamentalmente de un puñado de villanos que no sólo comienzan a aumentar sus recelos entre sí sino hacia el mismo protagonista, generando una tensión paulatinamente creciente. Lo que en cambio no está tan bien son ciertos lugares comunes, como una historia de amor tan incondicional como asexuada, recuerdos pasados innecesarios –es mejor que el protagonista haya sido huérfano desde muy pequeño a recurrir a sandeces nostálgicas que alargan innecesariamente la película–, y el tropo del villano que revive varias veces antes de morir definitivamente, auténtica plaga de la mainstream desde Terminator.
1. Baby, el aprendiz del crimen. (Baby Driver, Edgar Wright, 2017.)