Argentina
Sigo su mano en la pantalla y miro los dedos bajar por su vientre. Alterno con mi imagen a un costado, escucho cómo se estremece cuando es mi mano la que toca mi pecho. Me inclino hacia adelante, la imagen se agranda y deslizo suave el camisón hacia abajo. Veo cómo se arquea y mete su mano por debajo de la bombacha. De este lado de la computadora, mis pezones duros. Mi yo húmedo.
Hace veinticinco días que no nos vemos.
Nos despedimos un viernes sin saber que el decreto de aislamiento obligatorio nos iba a dejar a cada una de un lado de la ciudad. El sabor del mate de esa mañana, los ojos apenas entreabiertos, el pelo enredado, el “nos vemos el miércoles” y el olor del sexo real parecen recuerdos de otro tiempo. Un mundo sin pandemia.
No como hoy, cuando las cifras invaden cualquier conversación y, aunque sonriamos y busquemos un fondo para la videollamada, los vínculos se volvieron frágiles y los cuerpos se perciben por fragmentos.
Que la próxima pandemia nos agarre viviendo juntas, dice alguna. A veces tratamos de reír.
Vacié un cajón para cuando vengas.
Te compré duraznos en almíbar. Anzuelos tirados al vacío de un futuro incierto.
Nos conocimos chateando y hablando por Skype hace mucho tiempo, vivíamos a más de once mil kilómetros de distancia. Pasaron doce años sin saber nada una de la otra. Nos reencontramos hace unos meses y ahora un virus de ataque mundial nos vuelve a dejar igual de separadas, aunque sólo estemos a seis quilómetros esta vez.
Pero hay una diferencia: antes no nos conocíamos. Ahora el cuerpo tiene memoria y nos lo recuerda. Cuando veo su mano en la pantalla, sus dedos, sé que lo que tocan es su piel. Y cuando sonríe, sé cómo es la textura de sus labios. Y esa memoria física duele.