Pasó por la puerta. Era uno de esos edificios monstruosos que se erigen a lo largo de las anchas avenidas, cuya única particularidad era la tonalidad de sus vidrios entre marrones y amarillos, que le daban un aire decadente. Sólo le llevó unos segundos pasar por allí, aunque hubiera querido que fueran aun menos. Pedaleó lo más rápido que pudo, pero el semáforo, un poco malicioso, detuvo su marcha. Justificándose con el destino, desvió su mirada hacia el apartamento, el único lo suficientemente burgués como para contar con aire acondicionado. Lo que nadie sabía, excepto ella, era que ese artefacto era más decoración que otra cosa. El pequeño hogar se enfriaba o calentaba con los humos humanos y el poco aire que entraba por la rendija, esa que quedaba abierta cuando había gente en casa.
El semáforo cambió de luz y ella siguió su camino, aunque sus pensamientos, como antes sus ojos, también se desviaron. Se preguntó si seguiría teniendo la planta que le había regalado, o si la habría dejado de regar, como a la relación. Escarbando en la tierra de su memoria reconoció, otra vez, el rencor que seguía luchando por dejar de lado; lo que no pudo recordar, incluso intentándolo una y mil veces, fue su perfume, aquel dulzor que en algún momento le había gustado tanto.
Al llegar, preparó un té y se sentó a leer un libro sobre el amor. Cada palabra le entraba por los ojos y se le anclaba en el estómago; la gastritis le devolvía los recuerdos en un reflujo amargo. A cada minuto anotaba frases del libro en su bloc de notas, un ritual para llenar vacíos interrumpido con un único movimiento torpe que terminó con el té derramado, la lectura entrecortada y las preguntas dispersas como gotas en el piso de su mente. ¿Por qué estaba leyendo eso?, ¿por qué se empecinaba en olvidar?, ¿por qué se detenía a escribir su vida en tercera persona?
Reviso rincones de mi memoria que intenté cubrir con algunos escombros, como el niño que tapa el sol con un dedo. Para sentir que está cerca me regodeo en sus obsesiones, me detengo, con el recuerdo, en su fanatismo por Felisberto Hernández. Entro a la conversación de Whatsapp, leo mis últimas palabras –“te agradezco”– y reconozco una nueva foto de perfil, en blanco y negro, un poco mejor que la anterior, pero que sigue sin hacerles justicia a su cara, a su cuerpo, a su encanto. Pienso en su piel desnuda, en su pelo brillante pero lleno de caspa, en sus cejas despeinadas, en sus cicatrices, pero no me puedo acordar de su perfume. Eso me mata.
Alguna vez, desesperada por volver a sentir su olor, me hice la poeta, le escribí algunas líneas y se las dejé en forma de arrepentimiento por debajo de la puerta. A los segundos la nota atravesó de nuevo el umbral para volver hacia mí. Estaba destinada a no existir, a terminar en una papelera. Abrió la puerta y yo seguía ahí, con la cara pasmada y el cuerpo encorvado, esperando la sentencia final. Sólo me miraba mientras el aroma a papas fritas que provenía de su apartamento invadía todo el corredor, terminando de freír mi último intento. Le dije que su ropa, que yo sabía tirada por todos lados, iba a quedar enchumbada en aceite, y que cuando bajara las escaleras con su campera de jean, iba a abrir el estómago de todos los vecinos. Hizo oídos sordos. Paralizada por el silencio, atiné a tocarle la cara; la expresión de rechazo me hizo entenderlo: game over. Salí a la calle, caminé y lloré mis lágrimas. Ahora sólo escribo.