El libro que ganó un Pulitzer: Para traerte a la casa de la justicia - Semanario Brecha
El libro que ganó un Pulitzer

Para traerte a la casa de la justicia

Cristina Rivera Garza, la escritora mexicana radicada en los Estados Unidos, se alzó con el prestigioso premio por su libro de memorias El invencible verano de Liliana.

AMERICAN ACADEMY, ANNETTE HORNISCHER

No sé bien cuándo fue que al movimiento feminista se le ocurrió la genialidad de inventar lo que hoy conocemos como lenguaje inclusivo. Puedo trazar una breve línea de tiempo de su incidencia en estos lugares: primero fue la molesta arroba, que tenía esa cosa ya de por sí de signo novedoso y que gráficamente parecía contener una a dentro de una o, aunque técnicamente significara «en». Después vino la enumeración exhaustiva, «¡uruguayas y uruguayos!», que, por alguna razón, irritaba a las personas –por alargar innecesariamente el discurso– de una manera que no lo hacía, por ejemplo, el simpático «en la cartera de la dama y el bolsillo del caballero». Luego, ya incorporando el no binarismo, llegó la x, lo que volvía los textos, en el menor de los casos, impronunciables y, en el peor, cómicos –al convertir, por ejemplo, a un voluntario en un voluntarix, lo que lo asemeja a un personaje de la aldea de irreductibles galos de Goscinny y Uderzo–. Cuando digo que el lenguaje inclusivo es una genialidad, no estoy siendo irónica. El lenguaje inclusivo es la honda de David. Nunca se logró tanto con tan poco. Nunca un colectivo realizó un movimiento tan ambicioso con nada. Y nunca se inventó un cazabobos más infalible.

Lo digo con toda seguridad porque yo estuve allí. Cuando el lenguaje inclusivo empezó a proliferar, casi sin notarlo me sumé al bando de defensores de la letra o, tan enojados y burlones. Y, de repente, estaba acompañada de un montón de gente que no sabía una sola regla del idioma, pero estaba feliz de levantar el dedo didáctico para repetir el por qué decir presidenta estaba mal. Así éramos –y son– los supremacistas del masculino genérico, unos ridículos que, a pesar de no poder darse cuenta de que le están dando mamporros a una sombra, desprecian, oh, sí, a esos muchachos y muchachas, frecuentemente muy jóvenes, que, de repente y simplemente hablando de otra cosa, vuelven visible lo oculto y desnudan la matriz que resulta a menudo en unos crímenes horrendos. No queríamos admitir que no era el lenguaje lo que estaban atacando y que, por lo tanto, no era el lenguaje lo que estábamos defendiendo. No caíamos en la cuenta de que, cada vez que nosotros nos burlábamos del hablante inclusivo que no podía sostener discursivamente la repetición de cada palabra en masculino y femenino, eran ellos los que ganaban un centímetro más de terreno y nosotros la prueba viviente de cuánta razón tenían. No veíamos que ellos señalaban algo y nosotros, como dice el manido refrán, éramos los bobos que mirábamos el dedo.

«En México se cometen diez feminicidios cada día», escribe Cristina Rivera Garza, la reciente ganadora del premio Pulitzer en la categoría Memoria o Autobiografía. El libro que escribió se titula El invencible verano de Liliana y es sobre su hermana, violada  y asesinada en su casa por su exnovio Ángel González Ramos, que escapó y nunca fue capturado. El crimen no fue ayer. Han pasado 30 años. «¿Quién puede decidir si 30 años son pocos años o muchos años?», se pregunta la escritora. ¿Por qué demoró tanto?

Liliana tenía 20 años cuando fue asesinada, lo que quiere decir que ha pasado más tiempo muerta que viva. Su hermana, Cristina, ya se había ido de México cuando la mataron. La primera parte de su libro intenta contestar por qué quiso volver a México a buscar el expediente de su hermana tres décadas más tarde. La respuesta tiene que ver con los años que tuvieron que pasar para que se abriera una brecha en el lenguaje.

Suele decirse que lo que no se puede nombrar no se puede pensar. Lo que sucedió en esos 30 años de silencio y vergüenza fue que las muertas empezaron a hablar. Lo hicieron por la boca de otras mujeres. Y una vez que esto pasó, Cristina fue capaz de volver a México, abrir las cajas con las cosas de Liliana y recuperar, también, su voz. Unas cajas que, por 30 años, «estuvieron ahí, a la vista, pero no al alcance». Y es que 30 años más tarde existían las palabras para nombrar lo que había pasado y, sobre todo, la sociedad estaba preparada para entenderlas. «¿Quién, en ese verano de 1990, iba a poder decir, con la frente en alto, con la fuerza que da la convicción de lo correcto y de lo cierto, y la culpa no era de ella, ni dónde estaba ni cómo vestía? ¿Quién en un mundo donde no existía la palabra feminicidio, las palabras terrorismo de pareja, podía decir lo que ahora digo sin la menor duda: la única diferencia entre mi hermana y yo es que yo nunca me topé con un asesino? La única diferencia entre ella y tú.»

La lectura de El invencible verano de Liliana es ardua y no siempre por el mismo motivo. A veces lo es por la tristeza. Otras, porque Cristina emprende la tarea de reconstrucción de la voz de Liliana como un rompecabezas de fragmentos dispares, juveniles, a menudo pueriles que, de pronto, dan un salto a unas claridades y profundidades inusitadas. ¿Quién era Liliana?, ¿cómo era su vida? Cristina les presta también la palabra a otros, a sus amigos, a aquellos que la conocieron, que pasaron con ella ese tiempo y esas cosas que no son de la familia. Así, no solamente transcribe cartas antiguas, sino que emprende una serie de entrevistas, reconstruyendo laboriosamente la vida de su hermana a través de la palabra.

Es significativo que la búsqueda de la palabra, una vez que existen las palabras para nombrar lo que pasa, empiece por la administrativa, por la necesidad de ver el expediente de Liliana, por la palabra domesticada y burocratizada, la creada para que el Estado entienda. En el caso de Liliana, esa palabra está extraviada y Cristina recorre Ciudad de México de una punta a la otra, buscándola. Luego está la otra, la que las cajas guardan, que es la escritura de la propia Liliana. «La última ocasión en que tomó su pluma de tinta morada fue el 15 de julio de 1990, a las 10.30 de la mañana. Dieciocho horas después, de acuerdo con su certificado de defunción, Liliana dejó de respirar.»

Cuando su hermana empezó a ver a Ángel González Ramos, las alarmas no sonaron: «En aquel 14 de febrero de 1987 nadie pensaba, mucho menos expresaba abiertamente, la violencia entre novios adolescentes». Esto no ha cambiado demasiado. El lector puede parar un momento de leer e ir a mirar una vez más los inmensos ojos de Valentina Cancela, asesinada por su novio en una playa de Punta del Este a los 17 años. Novios que se llaman Ángel, que se llaman Santino. ¿Es posible volver a la vida a alguien, escribiendo? ¿Puede ese dios de la palabra, que bautizó con nombres santos a los asesinos de Liliana y Valentina, volverlas a la vida? Puede. Las palabras construyen el mundo.

El invencible verano de Liliana tiene una vuelta de tuerca fuera del libro, que termina sin que sepamos nada del paradero de su asesino. Luego de publicarlo, la escritora puso a disposición una dirección de correo electrónico para quienes pudieran colaborar con el caso. Y en agosto de 2021, llegó un mensaje que decía que Ángel González Ramos había vivido en California bajo el nombre Mitchell Angelo Giovanni y que había muerto ahogado en mayo de 2020. El mensaje incluía un link a un velatorio virtual –estábamos en la pandemia–, donde se compartían fotos y muchos de los dolientes portaban el apellido González Ramos. «Ahora me parece entender que la justicia no puede ser reducida a una sanción penal. Así como nos ha hecho tanta falta un lenguaje digno y preciso para identificar y defenderse de la violencia machista en este país y en tantos más, es ahora más que nunca preciso ampliar la conversación pendiente acerca de los derechos de las víctimas, especialmente acerca del lugar de la verdad y de la memoria en la reparación integral del daño. Como lo saben bien y en carne propia tantas familias en México, mientras más entre nosotros y nosotras participemos del trabajo colectivo de la memoria, más permanecerán ellas aquí, guiándonos, contribuyendo con su dolor y su fuerza y su coraje y su gracia a transformar lo que haya que transformar en el mundo para que podamos producir, entre todos, ese otro modo de ser humano y libre, como bien lo quería la poeta mexicana Rosario Castellanos.»1

1. «¡Justicia para Liliana, justicia para todas! Noticias sobre el feminicidio de Liliana RiveraGarza», video de Cristina Rivera Garza en el canal de YouTube de la filial mexicana de Penguin.

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