Asoman en la cartelera teatral veraniega un par de títulos que, echando mano al humor, contemplan la fragilidad de ciertos vínculos amorosos.
El divorciador (Ruptura a domicilio) (Notariado), del francés Tristan Petitgirard, con dirección de Marcelino Duffau, sigue los pasos de una especie de consejero sentimental cuya misión parece ser la de comunicar, a uno de los integrantes de una pareja, que la relación ha llegado a su fin. Una tarea que, en la ocasión, se complica bastante al constatarse que el oficiante se halla implicado en el asunto que le toca atender. Mérito del autor resulta aquello que, por uno u otros motivos, ocultan los integrantes del triángulo, un detalle que le sirve para manejar sorpresivas revelaciones que pueden tener lugar hasta mismo después de que baja el telón. Las tales revelaciones le abren camino a un desarrollo que descubre la importancia de lo que cada uno defiende. El trabajo de Duffau extrae así buen provecho de las conversaciones que tienen lugar entre el visitante y la dama –abandonada o abandonante, habrá que ver–, a los que se suma el airado amante de intenciones todavía más oscuras que conviene no revelar. Leonor Svarcas se desempeña con desenvoltura en el papel de una dama con los dobleces del caso, al tiempo que Augusto Mazzarelli exhibe un controladísimo dominio de los tiempos teatrales que le permiten transitar de la furia más desbordada a la amabilidad de un calculador anfitrión o algo que se le parezca, y Christian Font se las arregla para combinar una complicidad con la platea que no le impida salirse con la suya a lo largo de esta historia de enamorados egoístas propuesta con astucia por Petitgirard para hacer que el espectador sonría con bienvenida complicidad.
Farsa en el dormitorio (El Galpón, sala César Campodónico), del inglés Alan Ayckbourn, dirigida por Jorge Denevi, sigue en forma paralela los pasos de cuatro matrimonios cuya relación los lleva a intentar compartir una accidentada reunión en casa de una de las parejas implicadas. El cuarteto de “sagrados” lazos que dibuja aquí el siempre agudo Ayckbourn (Pantuflas, Como lo hace la otra mitad) le sirve para delinear los matices de desgaste y aburrimiento que sustentan unos y el inconsciente vacío que alimentan otros, así como la fragilidad del entendimiento entre los integrantes de las dos parejas más jóvenes, cuyas idas y venidas nadie podría saber adónde conducen. La sabrosa pintura de personajes y la resolución de las situaciones imprevistas que tienen lugar en una agitada noche le sirven a Denevi para desarrollar una comedia que vuelve a dejar en claro de qué manera la risa no impide la identificación de la platea con quienes llevan adelante la acción. Ágil y amena, la puesta extrae buen partido de la cuádruple solución escenográfica diseñada por Dante Alfonso y Natalia Pereira Stagno, y la funcionalidad del vestuario de Nelson Mancebo. En el ajustado equipo actoral vale la pena destacar los toques de impaciencia e incomunicación con que Massimo Tenuta y Alicia Alfonso decoran al matrimonio mayor, así como los de inoperancia y tontería que ilustra el dúo que componen Hugo Giachino y Marina Rodríguez, dos que hacen reír sin dejar de hacernos pensar en que hay muchos así.