Me dijo que entrara, que arriba la puerta estaba sin llave. Así que al llegar al quinto piso di dos golpes, bajé la mano al picaporte y abrí. Lo encontré de espaldas, sentado en un sillón.
—Pasá, piedad… –dijo y giró la cabeza para mirarme.
Me senté frente a una mesa baja, donde apoyaba una botella de whisky y el bastón. Entonces nos dimos la mano y deslicé una mirada rápida para ver lo que había: un comedor de estilo inglés, un florero con ramas secas pero de buen cristal, varios cuadros y otras cosas de irregular valor. Estaba acostumbrado a las teteras y las bandejas de plata sobre los bargueños de las viudas, pero ahí no vi ninguna.
—¿Querés un trago? –me ofreció. Tenía puesta una camisa limpia y la cara sin afeitar. La nariz prominente le daba un resto de vigor a la piel biliosa que, sin duda, creería injusta–. Te voy a pedir un favor. Ahí, en la cocina, vas a encontrar hielo. A mí servímelo con agua.
Sobre la derecha del pasillo encontré la cocina y la heladera. Abrí el freezer, saqué unos cubos y volví con los vasos. Al suyo se lo pasé por la canilla. Me gustó que me llamara piedad. Cuando serví los tragos los entrechocamos y en el apuro por beber a él se le derramó un hilo de líquido, así que lo ayudé con una servilleta de papel. Me agradeció y se echó hacia atrás.
—Lamento el incordio –dijo.
—No pasa nada, viejo.
Se le iluminaron los ojos.
—No sabés lo que te agradezco que me digas viejo. En el sanatorio me decían: «Comé la papita, mi amor», «Portate bien, chiquito», «¿Hiciste pipí?» –hizo una pausa y se agarró la cabeza–. Creí que me volvía loco.
Eso me recordó que debía ir a casa a darle de cenar a Lía y después acostarla y hacerla dormir. Lía nunca es fácil para acostarla a dormir y hay que ser paciente, pero el último cliente me había agotado con el calvario de sus riñones, los malos diagnósticos, las esperas interminables, y solo esperaba que el tipo no me demorara. Me gusta ser atento, la verdad, pero a veces se les va la mano.
—Alguien les dijo que tienen que tratarte con afecto –siguió–, y lo hacen con lo que aprendieron de niñas. Antes de menstruar ya saben cambiar un pañal, golpearte la espalda, tomarte la fiebre. Y entonces, cuando se reciben de enfermeras, te vuelven a meter ¡en un jodido jardín de infantes!
Asentí, cómo no. Parte del asunto es escucharlos, dejarlos ganar confianza. El coraje es parte de la confianza, dice el gordo Anselmo, que reparte el trabajo.
—En cambio, los médicos… –siguió– solo dicen que te van a hacer un tajo acá y te van a meter otra cosa por allá. Y si a eso le sumás las máquinas, las sondas, los moretones, las gordas de alquiler, es fácil adivinar que te va a ir muy bien.
—Si usted lo dice…
—Pero contame un poco, ¿tenés mujer?, ¿tenés hijos?
Le expliqué que había reglas, y bajó la vista.
—Lo que pasa es que todo eso está mal hecho –dije por decir algo.
—Cuando prolonguen la juventud en vez de la vejez, los vamos a tomar en serio –contestó, y volvimos a reírnos.
Saqué un cigarrillo y enseguida me di cuenta de que debía preguntar.
—Podés fumar –dijo–. Lo que te voy a pedir es que no rompas nada. Quiero decir, nada que no necesites romper.
—No se preocupe. Soy un profesional.
—Me alegro. Yo fui abogado. Y si me preguntás por qué, no sabría decirte. Hay muchas decisiones en mi vida que ya no sé explicar. La memoria va y viene como una escoba. Junta lo que puede. Pero el pasado es un abismo.
No lo hacía mal. Parecía contento con sus pensamientos, o el whisky le hacía efecto.
—No lo sabés hasta que te hacés viejo. Que un animal cargue con un abismo en la cabeza es… ¿cómo decirlo?, una extraña deriva. Pero empiezo a aburrirte –se interrumpió–. Son doscientos, ¿no? No vas a encontrar más. Ni tarjetas, ni cheques, ni nada que te sirva para salvarte. Podés llevarte un souvenir, claro, menos esa pipa que ves ahí –estaba apoyada sobre una mesa ratona, al lado de una lámpara–. Se la prometí a mi hija.
Traté de imaginar a una mujer con una pipa.
—Fue de mi abuelo –siguió–. Mi abuelo jodió a mucha gente. No era buen tipo. Pero mi viejo lo amaba. No sé por qué. Mi viejo sí que era buen tipo, pero yo no me llevé bien con él. Ahora me gustaría que se la quedara mi hija.
—Por si la maldición continúa.
—No, yo fumé de esa pipa cuando era un muchacho con pretensiones. Me gustaría que ella subiera las suyas.
Le di una calada al cigarrillo y pensé que había miles de pipas como esa en cajones de mesas de luz, roperos, galpones. Ya nadie fuma en pipa, salvo, quizá, la heredera del tipo, que yo imaginaba rubia, un poco gruesa, con el humo y el hornillo en la mano, sentada junto a un limonero.
Capaz que percibió que me había ido al carajo, porque se quedó callado unos segundos y me pidió otro trago.
—Pero esta vez dámelo puro —dijo.
Le serví y, de paso, a mí también.
—Pero decime un poco, solo por curiosidad, ¿cómo va la cosa?
—Recién empieza, viejo. Y se empezó a correr la bola.
—Vas a prosperar.
—Prosperar, prosperar, en este país es difícil. Pero para ir tirando…
—No te quejes, es más seguro que gatillar en la moto.
Lo dejé hablar, porque parte del asunto es dejar que te aconsejen.
Apagué el cigarrillo en el cenicero y me guardé el pucho en el bolsillo de la campera. Él me miró hacer, atento a cada uno de mis movimientos, y yo miré la hora. La Yeni estaría vistiéndose para salir a trabajar.
—No te preocupes, piedad. Estoy listo –dijo, sacó los doscientos dólares y los alisó sobre la mesa.
Entonces acaricié la tela del almohadón que tenía al lado y le mostré la pistola.
—¿Dónde la quiere, viejo? –le pregunté.
—Acá –dijo, y mantuvo el dedo en la frente hasta el último segundo.