¿Puede una persona en situación de calle entrar a un bar y pedir un café aunque no tenga cómo pagarlo? Sí, puede. A partir del movimiento llamado Café Pendiente, nacido en Nápoles en 2008, quien ordena un café puede dejar pago otro más (o varios), para personas que de otra manera no podrían acceder a él. En algunos lugares la iniciativa incluye también dejar “bocadillos pendientes”. Así, cuando una persona carente de recursos pasa por un bar y pregunta: “¿Hay algún café pendiente?”, en caso de obtener una respuesta afirmativa puede pasar a consumirlo.
La propuesta, extendida actualmente en Europa, tuvo también sus ecos en Brasil, Argentina, Chile y México. En Uruguay tenemos el “café solidario”, que no es exactamente lo mismo. El bar Facal, en 18 de Julio y Yi, empezó a replicar este ejercicio de solidaridad y confianza en el año 2013. En la página Café Pendiente Uruguay pueden leerse posteos de ese año donde aparecen más bares que se sumaron a la propuesta, como La Chevecha y Don Peperone, de la ciudad de Mercedes. También puede verse allí el comienzo de la gestión para la ampliación y regularización del movimiento con Cambadu. Pero luego de ese año ya no hay información actualizada.
La fallida iniciativa da cuenta de la situación del país. El hábito de tomar un café a la salida del trabajo o antes de entrar, como se hace en algunas ciudades europeas o en la propia Buenos Aires, no es algo muy arraigado en nuestra idiosincrasia. La erogación necesaria para un café diario tomado “fuera” no es poca, y si encima hay que pagar dos, las posibilidades comienzan a acotarse.
Poner en contraste las escenas de un bar o restaurante cualquiera con las de una persona viviendo en la calle resulta muy esclarecedor en lo que refiere a la oposición materialidad/necesidad. Si continuamos pensando en ello caemos inevitablemente en la incomodidad de no saber darle una solución, ni teórica ni interpretativa, al fenómeno de la pobreza, a las posibilidades de unos y a las imposibilidades de otros. Dejemos al margen los discursos positivistas (hoy vetustos y reaccionarios) que reivindican los méritos propios como condición para el ascenso social; sabemos que es mucho más complejo. Ahora bien, ¿quién es responsable de estas desigualdades? Seguramente no dudamos en esbozar como primera respuesta, contundente y absoluta: el gobierno. Pero a veces los límites entre gobierno y aparato estatal se vuelven difusos, escurridizos: “Estado” somos todos cuando cumplimos con variables asociadas a su definición, como el territorio, las normas de convivencia, la organización social y política. Entonces, es difícil de determinar cuál es el alcance de mi responsabilidad sobre esa persona en situación de vulnerabilidad, sin caer en las cuestiones más cotidianas o en juicios de valor. Estamos hablando de responsabilidad política en la construcción colectiva de un sistema que, si no puede ser justo, que al menos sea medianamente digno para todos.
La solidaridad, la compasión hacia el otro son vistas siempre como indicios de nuestra animalidad culturizada. Difícilmente se cuestionan, por más abstractas o utópicas que resulten. Los bares o restaurantes son lugares públicos abiertos al público general. Bueno, a un público que debe tener como generalidad determinadas condiciones económicas y compartir valores y hábitos de personas con una base de necesidades resueltas. Sobre esto, a primera vista, no habría problema, porque son indisociables los derechos individuales y los de propiedad. ¿Cuál es la crisis que surge si vemos entrar a cualquier bar a un pobre o a un indigente y que encima se sienta, pide un café y lo toma como cualquier persona normal? Obsérvese que acá “normal” adquirió una premisa que no existía antes de plantear la pregunta. Algo se mueve en el esquema. Pensamos en el olor con el que pueda entrar, en las bolsas o trapos que lo acompañan, en las enfermedades y quién sabe cuántas cosas más. La solidaridad, la equidad se volvieron concepciones abstractas y difusas, si el diferente se mantiene como un no-perteneciente. Enseguida surge el miedo proyectado a la evolución de nuestra sociedad, a su futuro.
Trabajar con las personas más desfavorecidas implica un mayor compromiso ya que, como en el caso de Uruguay, se cuenta con generaciones de pobres o de marginales para quienes tomar un café de igual a igual sería apenas balconear una realidad que el país debe trabajar para construir. Sin embargo, por algo hay que empezar. Empecemos sentándonos a conversarlo, mientras tomamos un café.